No suelen gustarme las traducciones de títulos que
aprovechan para resumir la película, aunque a veces hay que agradecérselo
porque, más que resumir, advierten de su contenido. Así sucede con The place beyond the pines, que en la
cartelera viene como Cruce de caminos,
acaso porque el protagonista, uno de ellos, se llama Cross. Hicieron lo mismo
con Short cuts, aquella gloriosa
película de Robert Altman sobre cuentos de Raymond Carver, que aquí se tradujo
como Vidas cruzadas. Las dos ensayan
el género de la coincidencia: la de Altman me gustó porque detrás estaba
Carver; la de Cianfrance, en cambio, que vimos la semana pasada, no solo me
pareció una mala película, corta para lo que cuenta y larga para lo que narra,
sino un síntoma, otro, de la decadencia argumental que padecemos.
El otro
día le comentaba a un amigo cineasta que su generación, la que nació en los 80,
está enferma de academicismo. Han leído demasiadas veces la entrevista de
Truffaut, han ido a demasiadas escuelas audiovisuales y talleres de guión, y el
resultado es que las películas con aliento, digamos, no comercial terminan
siendo ejercicios narrativos llenos de trucos y de tópicos innecesarios. Pero
los Coen tomaron la cita de Hitchcock (“el sombrero que aparece en la primera
escena tiene que salir también en la última”, etc.) y casi escriben una ópera
con ella, Miller’s Crossing, otro
cruce de caminos, que aquí llegó con el extravagante Muerte entre las flores, que sin embargo, pasado el tiempo, sigue
sonando bien.
La
diferencia es de aúpa. Los Cohen crearon una
película, una obra de arte. Con los sombreros hicieron poesía, no táctica.
Esta otra de Cianfrance no es una película sino tres: las tres juntas resultan
prolijas, y las tres por separado están insuficientemente narradas, vicio que
ha infectado al cine procedente de la televisión, donde se cuentan mal tres
historias para no tener que contar una bien, y donde cada historia, vista por
separado, es un esqueleto sin chicha, permanentemente previsible, con
frecuencia tedioso.
De los
tres mediometrajes empalmados, el primero habla de un feriante que al regresar
al pueblo con su espectáculo de motos se entera de que ha tenido un hijo, de
que la madre tiene pareja estable y él ya no es en absoluto necesario. Pero él
se empeña, desde su inocencia bruta, en ayudar a su hijo, y para eso se dedica
a atracar bancos hasta que en una de sus chapuzas rodadas a cámara temblona se
lo carga un policía. Fin.
En el
segundo, el policía que se lo ha cargado (disparó antes) tiene mala conciencia,
y peor conciencia todavía cuando su compañero del Cuerpo, Ray Liotta (magnífico
en su papelillo), lo intruduce en treinta segundos en el mundo de la corrupción
policial. Por ejemplo, requisar el dinero que el motorista robó y regaló a la
madre de su hijo. El falso héroe, y además corrupto, tiene un hijo de la misma
edad que el atracador. Es un padre joven y limpio, y cuando intenta ser legal
se encuentra con que los mandos ante los que podría denunciar lo que sabe están
igualmente corrompidos. Menos mal que su padre es miembro del Tribunal Supremo
y lo ayuda para que cojan a los malos. Fin.
En el
tercero, aquellos niños tienen ya sus diecisiete añitos. El policía se ha
metido en política y aspira a Fiscal General y tiene un hijo descarriado,
rapero blanco y pijo que se mete lo que no está escrito, y que invita a pastis,
fíjate, al hijo del motorista, que van a la misma clase. El hijo descubrirá entonces el secreto de su padre, y actuará,
después de recibir los mismos palos, como él debió haber actuado para no morir
en el intento. Fin.
El
material es más que suficiente para tres películas distintas, sobre todo si al
director le gusta la estética de Terrence Malick, pero los guionistas se han
esforzado en zurcirlo todo, en que todo case, en que los engranajes del
electrodoméstico tengan las tuercas bien situadas, más que bien apretadas. Y
eso ya cansa. Cansa la gratuidad de las escenas de acción. Cansan las
anagnórisis tan previsibles. Cansan las simetrías, las versiones y
autorreferencias. Los guionistas sacaron una buena nota en el examen porque se
sabían el temario, pero no porque tuvieran algo que decir. A pesar de tanto
ajuste milimétrico, los personajes están poco menos que esbozados, planteados,
no desarrollados. Cuando matan al motorista, para los redactores del guión es
un golpe de efecto que desconcierta al espectador, etc. Para la historia, la
desesperación del personaje se convierte en idiotez. La madre (convenientemente
hispana –hijos fuera del matrimonio, trabajos mal pagados-) no hace más que
llorar; cada vez que tiene que tomar las riendas de su papel, se coge un
berrinche. El policía lo tiene siempre todo hecho: ser un héroe, ser un
corrupto, ser un político, ser un mal padre, ser un sentimental. No hay nada
que le lleve a ser lo que es.
No recuerdo una sola escena no
dramática que sirva como caracterización y al mismo tiempo la trascienda y
alcance rango narrativo por sí misma. Lo que no es importante se hace largo, y aún así parece como afeitado, como
resumido. Y todo esto en una película magníficamente rodada y con unos actores
estupendos de verdad, todos, incluidos los dos muchachos, o sobre todo ellos,
lo que quiere decir que no es que haya visto una mala película, sino que lo que
a mí me parece pretencioso, atolondrado, tramposo y vacío no es más que el signo
de los tiempos, el modo como imaginan los cineastas actuales, que a mi modo de
ver han retrocedido a un grado primario del arte, aquel que no se impone la
obligación de no recurrir a tópicos ni a recursos manidos ni a citas de otros.
El artista no es un ingeniero que diseña piezas perfectas aprovechándose de las
mejoras que otros introdujeron, sino un escultor que debe crear el todo y las
piezas con la única obsesión de que aquello esté vivo por sí mismo, no como
reflejo de nada. La otra noche volvimos a ver La cinta blanca, y me volví a quedar boquiabierto, admirado de la
intensísima belleza, horrorizado por lo siniestro del asunto, aleccionado sobre
el ser humano. Quiero decir con esto que no es que no me guste el cine de hoy,
sino que no me gusta el giro que desde hace ya una década o más le han
imprimido las nuevas generaciones.
Me gustaría ir al cine a ver una
película sin resultas, sin por ciertos, sin rimas narrativas, sin cámaras en
movimiento, sin efectos visuales, con personajes que hablan normalmente, no en
susurros o a berridos, que se sientan a una mesa y los vasos hacen ruido cuando
los posan en la mesa de formica y hablan y dicen cosas interesantes. Hay una
por ahí de Christopher Walken sobre un cuarteto de cuerda que no sé si estará
aún… En los 90 ibas un día a ver a Tarantino y al día siguiente a Alain Tanner,
y luego a los Coen y después a Kieslowski, y después a Eastwood y más tarde a
Ken Loach. Hoy en día el cine que más echo de menos quizá sea el de Alain
Tanner, no exactamente sus películas sino las de gente nueva que haga algo
parecido sin necesidad de imitarlo. Películas que parecen robadas a la
realidad, montadas con el negativo de la vida.
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