Después
de Los visionarios, de 1932,
cualquiera habría dicho que Baroja, ya sesentón, había abdicado del arte de
fabular y lo había sustituido por el reportaje y la charla, dicho sea esto
último en alusión a las tertulias que forman sus novelas opinativas y al tono
catilinario que exhiben sus heterónimos, Fermín Acha y así. Incluso es moneda
corriente decir que a partir de 1930 Baroja ya estaba acabado como fabulador y que
sus novelas, más que ser porosas, padecen de osteoporosis. Claro que, si eso se dice
después de leer La estrella del capitán Chimista, argumentos hay donde agarrarse.
Pero
no. Así como en La familia de Errotacho, también de 1932, brillaba el gran narrador, en ese caso de novelas cortas, en Las noches del buen Retiro volvemos a encontrar
al novelista sobrado de recursos, entre otras razones porque tiene detrás una
larga carrera de donde ir espumando episodios, técnicas y personajes que, en
las debidas proporciones, vuelven a dar una novela interesantísima. Así que,
por mucho que nos acomodemos a un nuevo tipo de novela-reportaje o, más bien,
novela-charla, Baroja vuelve a venirse arriba y firma una novela que quizá (ya
estamos) sea su última gran actuación.
Con
ella iniciaba la trilogía La juventud
perdida y se encontraba a sí mismo igual que el protagonista, Thierry, se
mira en los escaparates de la calle de Alcalá. Si, a principios de siglo,
Baroja alternaba las novelas contemporáneas con otras que se remitían a un
pasado romántico, ahora, en la década de los 30, alterna el reportaje
contemporáneo con su propio pasado romántico, el que componían aquellas
primeras novelas contemporáneas, valga el retruécano. Y así vemos una redacción,
la de El Bufón, que recuerda mucho a
la de Silvestre Paradox, así como las cenas demoradas y el cutrerío cómico; o
que la condesa de Aracena tiene el mismo “erotismo de leona en celo” que tenía
Laura (y que tienen los borbones de Los
visionarios, claro), y Jaime Thierry el mismo “furor colérico” que tenía
Fernando Ossorio; o que el desprendimiento romántico, siempre agrio, que tenía
Quintín en La feria de los discretos
y el desapego por la propia obra de Pepe Carmona (este es más reciente) vienen a
ser parecidos; o que, en fin, Thierry se consume como el Juan de Aurora Roja, y el vecindario que arropa
a Thierry en Cuatro Caminos es parecido al que lo arropaba en aquella novela,
incluido el vecino de gustos tétricos, aquel Aristón que aquí se llama Beltrán
y es tan buen trabajador como el regente de la imprenta de Manuel.
No
es difícil encontrar más parecidos con aquellas novelas de principios de siglo,
quizá porque, para Baroja, el mundo que vivió y el que escribió están fundidos
en su memoria narrativa. El 98 ya era una categoría histórica que incluía
literatura y realidad en las proporciones en que las incluye esta novela. Quizá
más literatura, y no solo suya. De hecho, quizá esta sea la novela más
galdosiana de Baroja, y novelas como La de Bringas, Miau o El doctor Centeno van saltando a la memoria
en las impresionantes descripciones del mundo
elegante pero también en el proceso de consunción que acaba con Thierry, y
que si nos parece similar al de Juan Alcázar es porque Juan también nos
recordaba a Miquis. La marquesa de Villacarrillo, por su parte, viene a ser una
mezcla de Eloísa y de Juana, las dos hermanas de Lo prohibido , la una frívola y derrochadora, la otra indiferente a
las pamplinas, si bien Thierry no tiene la sensatez de aquel José María Bueno de
Guzmán. A mí incluso se me representa, viéndola actuar, a Odette de Crècy, y
rápidamente veo en el marqués de Castelgirón un barón de Charlús y en la marquesa
de Aracena una madame de Villeparisis. Es Baroja, claro, escueto y recatado,
pero el ambiente de los jardines o del paseo de coches del Retiro está descrito
con esa maestría que no tiene nada que envidiar a los cultivadores del impresionismo
musical. Las doce páginas que le dedica a la velada del Teatro Real son acaso
lo mejor de la novela, y de algunas otras, otra prueba más de que Baroja tocaba
todos los palos, no solo ese mariposeo deslavazador que se le achaca.
La
novela tiene mucho de obra en clave. Al parecer, por allí salen muchos amigotes
suyos de cuando entonces. Incluso Jaime Thierry, el protagonista, parece que se
refiere a un joven que también le arreó un bofetón a otro que le había llamado
mariquita, con el correspondiente duelo, pasaje, por cierto, que tiene menos
entidad de suceso real que cualquiera otra página de la novela. Sí, es, como
dice Sánchez Ostiz, con su punto de condescendencia, “un cuadro de costumbres
de una época”, lo cual, si no se aclara si el fresco que resulta es bueno o
malo, tampoco es decir mucho. Sanchez Ostiz alaba la novela, pero no dice por
qué.
Yo
estoy porque este Thierry naciese de la propia novela, que, después de un
amplio lienzo de personajes, ese fondo que va creando desde hace décadas, un ir
y venir de personajes ambientales, había llegado hasta Carlos Hermida, un joven
arribista que explota a la joven maestra Matilde Leven y la abandona por el
frufrú de una marquesa. Matilde Leven es el gran personaje perdido de la
novela, arrinconado en su sensata huida, sustituido por personajes también muy
interesantes pero escamoteado como una María Aracil que se nos hubiera ido de
las manos. El zángano, por su parte, vive de los artículos que le escribe su novia,
pero es un personaje demasiado indigno y Baroja escoge otro, Thierry, a quien
le pone a hacer lo mismo pero con bastante más grandeza.
Thierry
muere víctima del “esplín masoquista” (Leidseligkeit, que la amante sabe alemán),
de una angustia que no conduce a nada, pero también, muy románticamente, de un
amor creíble, angustiado, dominador, ingenuo al cabo, muy en Werther, sobre
todo por cómo se comporta el marido. Ella, en cambio, es la mujer por la que se
nota que alguna vez ha babeado Baroja. La rusa, claro, Ana, que aún colea desde
hace por lo menos quince años. Hay en ese amor fracasado sentimientos de
verdad, pero ahora se cierne sobre ella la comprensión que dan los años. No hay
una sola línea referida a Concha, una mujer de costumbres licenciosas, que sea
ofensiva o no contribuya a su hermosura. Thierry se desespera por la
superficialidad y el interés de los aristócratas, y Baroja describe con precisión
el tipo de celos que genera ese tipo de mujer, “celos retrospectivos”, otra de
las razones por las que pensar en Proust cuando uno lee esta novela no es
ninguna tontería.
Digamos
que la melancolía reavivó al novelista. Las
Noches del Buen Retiro es otra novela-resumen, novela-delta de novelas como
en su momento fue El laberinto de las sirenas. Ha dejado atrás los amores tardíos y fabula concentrando pasiones
de madurez con delirios de juventud. No ha querido hacer humor con el sarcasmo,
y por eso en esta novela uno se ríe con frecuencia, porque está en ese punto de
sorna que con un manejo deslumbrante del idioma logra lo que en Silvestre Paradox, a intento, no
lograba.
Sí,
he dicho manejo deslumbrante del idioma. Hay páginas de esta novela, el
episodio de la Patro, por ejemplo, que debieron fascinar a Camilo José Cela.
Hay capítulos que ya son una página de La
Colmena, por más que hable del pasado y se centre en las clases brillantes.
Baroja llega, quizá, a su máximo grado de perfección expresiva, ese punto de
maestría que hace perder un poco de fuerza, la fuerza bruta que se tiene cuando
se está verde, algo que, mirando sus propias novelas de aquella época, seguro
que también le produjo su nostalgia. Thierry está lejos. El dandi anarquista
muere como don Quijote, rodeado de curas y barberos, de gente corriente, de los
vecinos pobres que hicieron feliz a Baroja cuando las ariscas y viciosas marquesas
del Retiro le tiraban gañafones, o lo despreciaban.
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