Pero todo eso forma parte de la
biografía, y aquí nos interesan las novelas, aun a pesar de que en esta, por lo
visto, hay muchos personajes tomados del natural, como la propia Susana, según
Julio Caro “una profesora de español, que vivía con su madre y que era hija de
un latinista francés conocido”. O de que Miguel Salazar, el protagonista, tenga
que verse sometido a las mismas penurias económicas y tenga a su alcance los
mismos paseos liberadores que se dio Baroja (tantos que, según apunta malicioso
Sánchez-Ostiz, tuvo que comprar ropa porque desgastaba las suelas de los
zapatos):
Suprimía todo lo posible mis
gastos. Mi único vicio era tomar café. La austeridad constituía mi norma. No
había tenido amores, ni éxito con las mujeres. Estaba acostumbrado a que no me
hicieran caso y me consideraran como hombre absurdo.
Salazar vive en el hotel más barato
de la contornada, que “olía a pobre”, y comprende que, siendo un don nadie como
es él, la gente no le tenga simpatía, “pero hay veces en que el ambiente no
parece solo de indiferencia, sino de hostilidad”, dice, y uno escucha entonces
al viejo de 66 años, no al joven químico que no ha cumplido los treinta. Susana,
entre bromas metaliterarias, le reprocha “esa actitud de viejo”.
Lo que hace Baroja en esta novela es
parecido a lo que hace Woody Allen en sus últimas películas: puesto que él ya
es demasiado viejo para el papel de galán, contrata a un actor joven para que
vea el mundo con su misma lente cáustica y enamore a la mujer con la que soñó toda
su vida. Claro que ese joven químico enviado a París por su casera para que
compre un específico que pueda ser rentable en España (en esas circunstancias,
el más rentable habría sido, en efecto, un potente insecticida) solo es el
joven que fue Baroja, al menos más joven, cuando se enamora de Susana, porque
antes es cenizo hasta la impertinencia, con un tipo de resignación sarcástica
que venimos viendo así de clara desde Los
pilotos de altura, esa constatación imperturbable de las barbaridades, ese
decir las cosas como son y como fatalmente serán, y luego encogerse de hombros.
El héroe barojiano puede tener tristeza y melancolía, pero ya no tiene esplín,
ya no acude a verse las lágrimas al espejo, como Baudelaire, porque ya no le quedan
lágrimas y porque ya no le interesan los espejos.
Pero ese joven galán sí puede
cortejar, en la imaginación de Baroja, a la joven profesora de español, quien a
su vez está compuesta por retazos de sus grandes protagonistas femeninas. Como
dice Sebastián Juan Arbó, “las que murieron como Lulú, o como Nelly; las que se
fueron como Sacha”. Sí, Susana tiene esa candidez que tanto fascinó a Baroja,
pero también esa determinación. A Baroja no le gustan las mujeres tontas, pero
tampoco las resabiadas. Baroja consigue que Susana se pase la novela recitando
párrafos de enciclopedia sobre los temas históricos más raros sin que al lector
le parezca pedante jamás. Es como la Mary de El cura de Monleón, pero si allí nos irritaba que Baroja rompiera
el flujo narrativo metiendo una chapa erudita, aquí uno escucha a la deliciosa
Susana y esas mismas parrafadas son curiosidades que amplían el interés del
personaje.
Susana es el consuelo, la razón de
vida de Miguel, pero también la razón literaria de Baroja. “El carácter de
combate que pensaba dar a mi vida”, dice Miguel, “contra la adversa suerte me
parecía casi divertido”. Si cambiamos vida
por novela, quizá encontremos la
razón de por qué esta novela es, sobre todo, divertida. Las sentencias agoreras
de Miguel, su sinceridad brutal, su poco afecto por los tópicos de la cultura
son en ocasiones muy graciosas, como lo son las escenas multiculturales (el
episodio de la polaca y las ratas es tronchante) o ese otro cañamazo que se va
viendo por detrás de Susana, el de los cazadores de moscas.
Se trata de unos cuantos personajes
que revolotean en torno a Susana, desde su padre, Roberts, sobreprotector e
hipocondríaco, al eminente profesor Olivier o al pintor Ferón, o al ya clásico
taxidermista y anatomista, que rellena los cráneos humanos con cebada seca y
después los mete en agua para que los granos se hinchen y los huesos se
desarticulen. Todos ellos son gnomos barojianos, seres de un tiempo indefinido
del siglo XIX, el tiempo de las novelas, y que aquí espantan las moscas de 1938
para llevar la novela a un jardín boccacciano, y van de excursión a merendar
como si se fuesen a pasar la tarde a un cuadro de Manet, donde, cosas del
siglo, se escuchan “tangos y rumbas y música de saxófono”. Y allí, en ese París
de pinceladas sueltas, el personaje encuentra el sentido a su existencia y
Baroja un motivo de esparcimiento.
Hay una escena especialmente
significativa. En el estudio del pintor Ferón (que podría ser el de Zuloaga, que
se fue corriendo para no saludar a Baroja cuando lo encontró en París) hay un
cuadro que encierra esa aspiración a la belleza como referencia, como punto de
fuga. La broma es que el padre de Susana, Roberts, siempre que ve un cuadro de
Ferón, pregunta algo sobre el lugar donde está pintado o sobre el tipo de
vestido que llevan los personajes, pero jamás dice si el cuadro le gusta o no.
Y Miguel Salazar, que se queja de esa actitud, tampoco se queda corto:
Lo que más me gustó en la casa
fue el paisaje que se divisaba desde una de las ventanas del estudio. Delante
se veían unas colinas de poca altura, llenas de bosquecillos tupidos y frescos,
y, a cierta distancia, el río, que brillaba al sol. En aquellas alturas, entre
masas de castaños y de olmos, se destacaban grupos de árboles frutales llenos
de flor blanca y sonrosada, que tenían colores tan suaves que eran como una
caricia. La gradación de los tonos, el rosa pálido, el rosa encendido, el rojo
y el malva, y después el verde y el negro de algunos follajes oscuros, era
verdaderamente admirable. El cielo, de un azul desvaído, con nubes blancas y
ligeras, parecía una tela de seda adornada con encajes.
Este es el tono de la novela, y ese también
el carácter de Susana, que de buenas a primeras se marcha por problemas de
salud y uno ya ve venir el final de Sacha, el de Ana, el de siempre. Baroja
juega al final zigzagueando con el destino de sus personajes (es decir, el
destino que a pesar de todo suele imponerles Baroja): primero se va y no dice
nada, luego vuelve y dice que no estaba mala, pero el obsesivo padre decide ir
a un clima más benigno para su salud y se la lleva a Egipto… Unas cuantas
vueltas adobadas con genuinas descripciones de los barrios bajos de París, los
que le pillasen cerca, para concluir en un final precipitado, de media línea,
marca de la casa, que sin embargo da sentido a todo.
Miguel inventa un florero matamoscas
para ganarse la simpatía del padre de Susana, pero estos matadores de moscas
son unos ilusos, pobres románticos arrinconados, muertos de miedo, que juegan a
vivir metidos en un cuadro o en un libro y a colgar del techo cocodrilos disecados.
No era solo el repertorio que Baroja combinaba para sacar otra novela (lo que
también hace Woody Allen, por cierto) sino el mundo que lo acompañaba: las
mujeres frescas y delicadas, cultas y obstinadas, sonrientes, y los hombres con
melena blanca que se dedican a coleccionar curiosidades. A Miguel Salazar no le
apetece ir al Trocadero para ver la Exposición Universal de 1937, pero sí a la
feria de los tiovivos, que describe igual de bien que aquella de Pamplona en
Las figuras de cera. “A veces se ven cosas más curiosas mirando a un rincón que
contemplando un museo o yendo a una biblioteca”, le dice a la culta Susana, que
lo quiere porque no se cree esas caras largas ni ese pesimismo obligatorio. Lo
quiere porque sabe que no es lo que aparenta, y solo esa sensación basta para
que Susana llene la novela entera y aceptemos el abrupto final como aceptamos
la vida breve de las mariposas.
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