En 1930 Baroja publica dos novelas, Los confidentes audaces y La estrella del capitán Chimista, las
dos bastante flojas. En el primer caso, su serie de Aviraneta ya está tomando
tierra: le quedan datos históricos, pero narrativamente ya está agotada. Y algo
parecido sucede con La estrella del
capitán Chimista. Baroja cuenta, empalma, hila, pero no narra. Salvo algún
episodio lleno de oficio (otra vez el naufragio, esta vez en las costas de la
China, magnífico), las historias están resumidas, las anécdotas mencionadas,
pero poco más.
Y es curioso porque esta novela
tiene uno de sus títulos más famosos, como si fuera buena, cuando la buena de
verdad es la primera, Los pilotos de altura,
por una razón que al leer esta segunda parte queda bastante clara. Ocurre aquí,
salvando las distancias, lo que pasó con Mala hierba, que es una inercia de La Busca
en la que el protagonista no hace nada nuevo. Aquí Ignacio Embid navega por el
mundo entero, pero dramática, narrativamente, no hace nada nuevo. Se casa y se
descasa en cuatro páginas, y en sus viajes por el globo uno tiene, en efecto,
la sensación de que viaja por un globo, por un mapa, por un pueblo disperso que
tiene tabernas en Shangay o en Sidney, en Hawaii o en el cabo de las Tormentas,
y en todos ellos se va encontrando con Chimista como aquel que se encuentra con
el vecino cada vez sale a tomar un vino. Aunque parezca raro, esto es
verosímil, los marinos mercantes viven en una ciudad desperdigada, entre
vecinos nómadas, pero esta novela no se mueve por una fuerza que los una sino
por una sucesión de empalmes sin desarrollo, lo cual afecta a veces a la
mímesis.
Y eso que Baroja se regodea en los
detalles. A veces parece un logógrafo. En Filipinas, por ejemplo, se fija en lo
mismo en que se fijó Heródoto cuando fue a Egipto, en cómo mean los hombres, y
lo dice con la misma sorpresa y la misma seriedad. Hay incluso un párrafo que
lo dejan por ahí suelto y, cambiando chinos por persas, cualquiera diría que lo
han arrancado de las Historias:
Muchas extravagancias podría
contar de los chinos de Cantón, pero la mayoría ya las han contado los
viajeros. Además, cuando se piensa en la vida de los demás pueblos, queda la
sospecha de que, en hábitos y costumbres, no hay ninguna norma, y que lo que
parece lógico y natural acá, es absurdo y disparatado allá.
Pero
esas retahílas de costumbres curiosas y nombres marineros, que en la anterior
novela nos pareció tan conseguida, en esta está puesta como encima de un tapete,
como en un muestrario de “praos, juncos, cascos, pontines, sarambaos, lorchas,
champanes, champatianes y bancas de Filipinas”. La novela es a veces resumen y
a veces incluso índice, libro de geografía, cuando no rellena de pequeños relatos
(el del sacrilegio de Calzada de Calatrava, el del cura don Martín, o esa historia
de falsos fantasmas que Baroja ya ha empleado en varias novelas) que no tienen
nada que ver, como si hubiera traspapelado capítulos de otras novelas, donde no
hay mar ni chinos sino los personajes que pueblan, sin ir más lejos, Los confidentes audaces.
Lo que sostenía a Los pilotos de altura era, como siempre, la tarea del héroe, sus
constantes fracasos, los turbios medios de que se valía, pero también la sombra
del ausente, Chimista, el ejemplo lejano. Aquí Chimista llega a ser una especie
de Aviraneta en Asia, que siempre
aparece en el momento oportuno (en cualquier parte del mapa) para decir las
palabras adecuadas o vencer al enemigo, y por supuesto desaparecer. Y, cuando reaparece, lo hace “como sabio,
medio curandero, medio homeópata y alquimista, que había estudiado cosas raras.
Se veían en su casa muchos libros de magia, en latín y en otros idiomas, y
aseguraba que en ellos encontró grandes secretos. Unos lo tenían por loco y
otros por extravagante”.
En
esta segunda parte el principio estructural iba a ser otro, el del doctor Mackra,
el malvado comeniños que está retirado en algún lugar remoto, urdiendo su venganza
contra el capitán Chimista. Todos los que vinculan estas dos novelas con Conrad
se basarán en este Mackra, digo yo, pero sin mucho sentido, porque este Mackra
es más un monigote tipo Banderas (el de Valle-Inclán) que un monstruo tipo Kurtz.
Da la sensación de que aparece cuando Baroja se acuerda de que en los primeros
capítulos le había dado su protagonismo de ogro, y entretanto sigue resumiendo
los cuadernos de navegación, los datos geográficos, las costumbres raras, y la
novela naufraga en ristras de viajes.
El comienzo parecía querer darle más importancia a la ficción en esta entrega, un tanto desmadrada y ya sin esa tensión que había conseguido en Los pilotos de altura, pero es curioso cómo Baroja parece no dejarse nada del manuscrito de Abaroa, es decir, en vez de seleccionar algunas aventuras y tratarlas narrativamente, las cuenta todas y las resume a veces hasta lo telegráfico, como en ese final que es como un montón de saldos, todos los viajes que le quedaban por hacer, en especial el viaje a Londres, alicatado de nombres y apellidos, de historias de media línea, y todo para homenajear al héroe listo, siempre afortunado, al gran vasco sonriente y algo enloquecido, héroe valiente pero tampoco un dechado de conducta, más bien con las veleidades de quien se ha bebido la vida a chorros.
Uno ve a Baroja resumiendo aventuras
cada vez más desganadamente, trabajando en la elaboración de un texto, más que
escribiendo un libro. Los párrafos se unen tipográficamente, pero esa cohesión
de la fuerza narrativa, ese fluir impetuoso ya no está. Está un envidiable
manejo del castellano, está la guasa negra que se gasta Embid, están los
baupreses y las santabárbaras, los sobrejuanetes y las velas de estáis, los
filipinos melenudos y los chinos de cuento chino, pero, ay, la cosa languidece
y, teniendo en cuenta que Baroja sigue contando historias verdaderas de un
marino, se hace un poco pesada. Qué pocas veces he dicho eso de Baroja, pero a
partir de 1930 es necesario asumirlo: Baroja teje, no compone, y si se empeña
en remeter todo el material que tiene, corre el riesgo de aburrir.
Si a esto le juntamos una creciente
misoginia que impide recordar en esta novela a ninguna mujer interesante (la
mujer de Chimista, que es la gran mujer, no habla siquiera, y en esa tertulia
madrileña que se instala en Manila, la de Matilde Heredia, tampoco hay ninguna
que a Baroja le haga gracia, ni siquiera las chinas “con pies de cabra”), los
buscadores de delitos políticos tienen aquí un buen material: “La mujer española”,
dice Pío Embid, o Ignacio Baroja, “al menos la que yo he conocido, es ignorante,
y, con frecuencia, estúpida; pero cuando une a eso el carácter remilgado y redicho
de las criollas se convierte en algo insoportable. Quizá hable en mí el despechado;
pero así lo creo”. Bien es verdad que habla un Embid cuya esposa, Panchita, le
ha salido rana, pero también un Baroja que, aparte de Chimista, no demuestra sentir
aprecio por ningún personaje, ni siquiera por ese inglés comedor de opio al que
envuelve en un confuso cuento de jarrones chinos sin darle el papel que entonces
podría haber tenido.
Pero el triunfo de Chimista es
relativo. Su relación con Embid, el narrador, es la misma que Roberto Hasting
tenía con Manuel. Hay entre ellos un abismo de gracia, de fortuna, una sumisión
al hombre superior, un natural afecto al inferior:
Chimista comenzó a dar sus
órdenes con tal seguridad, que los que íbamos con él pensamos que todo lo
llevaba calculado y previsto, lo que no era así, pues iba a la buena de Dios.
Chimista vivía con energía en aquel momento; todas sus facultades estaban
puestas en lo que hacía. Se veía que cada detalle constituía para él un
problema importante; yo no me ocupé más que en dirigir el bote hacia el pequeño
desembarcadero.
Como metáfora de la tarea literaria
de Baroja, tampoco está mal. ¿Y cuál es, sobre todo a partir de ahora, esa
tarea? Seguir adelante, nada más. No preocuparse por la invención es también no
preocuparse por el todo. El todo era el cuaderno de Abaroa, y Baroja avanza metódico
y sin entusiasmo, ocupado tan solo de que las cosas estén bien escritas, y de
dejar, en alguna descripción antropológica, alguna de sus páginas mejores. Ese
capítulo dedicado al ‘rapo-rapo’ y las fiestas de Amoy es muy hermoso, por
ejemplo.
Pero
quedan por leer unas cuantas novelas de los años 30 y 40 y esto va a ser así, y
la mejor manera de leerlas será no esperar ni recordar, disfrutar del párrafo,
de la frase, dejarse ir. Claro que esto se puede ver de otra manera, como la
novela en libertad, etc., pero no deja de ser curioso que para hacer algo en libertad
haya que ponerse orejeras.
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