Nuestra generación no ha vivido ninguna guerra, y en esta nos sentimos más inquietos que aterrorizados. No se oyen los estallidos de las bombas ni hay sangre por las calles. Al mismo tiempo, quienes más riesgo tienen son aquellos que sí vivieron una guerra, cuando eran niños, y vieron zapatos vacíos y lo primero que aprendieron en la vida fue el miedo a morir. En la música del azar hay rimas especialmente crueles.
Veo un vídeo de Bill Gates de hace cinco años diciendo que la próxima guerra no sería un conflicto nuclear sino una gran epidemia. Estamos, pues, en esa guerra. Seguimos infravalorándola. No somos capaces de pensar que se trate del mismo fenómeno que narran Tucídides, Lucrecio, Virgilio o Lucano, pestes mortíferas que arrasaron las ciudades, que se cebaban con los débiles y los ancianos y después con quienes los cuidaban y más tarde con los amigos de sus cuidadores, de modo que la solidaridad era el caldo de cultivo, y el amor una pena de muerte. Ahora, quién lo diría, la solidaridad es no vernos, no tocarnos. No hay imágenes de fallecidos ni casi de enfermos. Todo son letras y ausencias, imágenes vacías. No hay ruinas, no hay gemidos. Hay datos y caras serias, números inquietantes en el recuento de víctimas y en las cuentas bancarias, como si el virus se tirase también al dinero. De hecho, la magnitud de la tragedia somos capaces de medirla en cientos de millones de euros, pero no en decenas o miles de infectados. En la aldea global solo hay pantallas, y las únicas imágenes son las de quienes tampoco han visto nada.
Lo único que desde el principio parece una guerra es que reproducimos las muestras de adhesión a nuestros héroes, que la gente se asoma al balcón y canta a los soldados que van a un frente desconocido, y que llenamos la despensa de papel higiénico. ¿Por qué necesitamos esas muestras enlatadas de ternura? Además, tampoco son demasiado fiables: hoy solo es el tercer día y el cansancio es amigo del escepticismo. El afecto, como cuenta Kafka, acaba sucumbiendo al egoísmo. Imaginemos tres años, mil días de penuria y aislamiento, sin pantallas, sin consejos, con hambre, sangre y ruina. Me pregunto qué pensarán aquellos que vieron pasar la muerte cuando niños y ahora, en el cuarto desangelado de la residencia, les dicen que la Parca les acecha, pero no la ven.
Siempre tan brutal ! Marcaste mi vida, como la de tantos muchos y, me encanta seguir leyéndote. Después de un tiempo olvidando las magníficas Bernardinas. Gracias confinamiento por devolverme aquí. JM
ResponderEliminarGracias, JM. Solo lamento no reconocerte por las iniciales.
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