Ahora que todo el mundo se retransmite desde casa, me ha dado por fijarme en la tramoya del selfi, la pared del fondo, el lugar en el que se sientan los animadores para hablarle al teléfono. La cosa va por edades. Los adultos ponen libros por detrás, a veces unos pocos, heterogéneos, mezclados con discos y muñecos. Es el decorado más clásico: la cara seria y serena, los libros como un inventario de lo que se lleva dentro del cerebro, aunque sea la enciclopedia de la caja de ahorros. Otros buscan un rincón debajo de los cuadros caros, firmas originales, regalos de amigos de una vida fascinante, motivos japoneses que llaman a la calma. Los jóvenes se reparten entre la estética de tenderete y la pared vacía, entre el horror vacui y la distancia profiláctica. El que vive en el ático de sus sueños procura que se vea alguna viga inclinada. El que pudo alquilarse un piso en el casco histórico se sale al balcón. En la esquina de uno se veía un piano que brillaba como el charol.
Los viejos, pobres, se sientan en la mesa del comedor. Detrás se ven los muebles de la boda, las fotos de los nietos. Hablan como cuando cogíamos los primeros teléfonos, que gritábamos porque estaban lejos. Tantos años de imparable progreso y vuelven a gritarle a un aparato, cómo estáis, ¿estáis bien?, por aquí vamos aguantando, dicen, con la sonrisa un poco descompuesta. El nieto al que no se atreven a decirle adiós les manda besos y emoticonos, su fondo es un surtido de stencils de Banksy, carteles oscuros, de gente que mira con mala leche. En otro canal, la religiosa deja ver el crucifijo, la pared blanca inmaculada, habla desde el convento y desea paz y amor, y le contesta una hermana desde un asilo donde nadie viene a recoger a los muertos. El político presume del sillón de ejecutivo bauhaus en el que no se sienta nunca, o enseña el artesonado de su mansión con un astuto contrapicado y viste chaqueta y corbata para no salir de casa, como si llevara la responsabilidad metida en el traje. Otros nos enseñan sus jerséis de lana, su vida de algodón orgánico. Mi favorito hasta el momento es el de una política que se sienta, en vez de delante de los libros, detrás. En la estantería no se ven los lomos sino el filo de las páginas cerradas. Queda bien.
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