22.12.20

Cardo

 Cuaderno de invierno, 2


Todos los años por estas fechas me arrepiento de no haber aporcado los cardos para que el tallo se mantuviera tierno y blanco y ahora nos los pudiésemos comer. Es un corro que sale contumaz fuera del huerto, cerca ya de los castaños, de alguna vez que alguien plantó allí unos caballones y los tronchos tuberosos fueron colonizando el subsuelo. También salen, junto a los plantones de arbolillo que regamos con frecuencia, matas de borrajas y de acelgas coloradas. Es la parte de la despensa que nadie cultiva, frutos asilvestrados del invierno que amargan de tanto resistir. 

De cuando en cuando arranco unos pocos con la azada para que no se me descontrolen, pero a los cuatro días ya está formado el rosetón de las primeras hojas, verdes azuladas, con enveses blanquinosos y telarañentos. El fruto es una alcachofa basta, como una chirimoya con brácteas puntiagudas. Las flores están coronadas en flósculos violetas que sirven para cuajar el yogur, pero nosotros preferimos ver cómo destacan sobre un fondo de color ceniza. 

En tal día como hoy, Sánchez Cotán se habría bajado a la despensa del convento, entre muros frescos con respiraderos, a pintar el cardo místico donde lo habían apoyado para que le diese el aire frío de la madrugada. Arranco algunas pencas del interior que conservan ese blanco íntimo, esa ausencia de intemperie que es el color de los primeros deslumbramientos eróticos. Si permanecen en tierra, en seguida el aire las tiñe de verde, pero si las cortas y las guardas lejos de la luz les queda el blanco céreo nacarado de la primera muerte. Entre esos dos tonos de blanco, el inmaculado y el exangüe, hacía equilibrios el pintor Sánchez Cotán. Sus cardos dialogan sobre el sentido de la vida, ahí donde los ves.

En casa nunca se concibió una Nochebuena sin cardo y anguila. El cardo se prepara con salsa de almendras machacadas, y la anguila, cuya carne también tiene ese blanco perturbador, se pone al allipebre o con salsa verde. Nada más humilde que una culebra que se alimenta de fango y un cardo del que nadie se preocupa. Como menú de convento es perfecto. En los claustros no se consiente la glotonería pero se suele ser más permisivo con la acantofagia. Como pasa siempre con los frailes, todo lo que parece forraje para las bestias es en realidad bocatto di cardinale.

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