Cuaderno de invierno, 80
Toda la noche ha estado lloviendo, con fuertes ráfagas de viento que azotaban las ventanas y hacían resonar los hierros de los barandales. Casi podíamos ver cómo se vencían las copas de los cipreses con su fragor de escobas gigantescas. Cuando se calmaba la tempestad, quedaba un suave rumor de lluvia sobre el tejado y las losas del patio. En esos andantinos conciliábamos el sueño. La lluvia intensa nos mantiene en vela. Cualquiera que viva en el campo sabe que cuando el cielo se desventra lo más verosímil es que provoque alguna deshechura. La lluvia fina no solo es la más beneficiosa para la tierra sino también para el reposo de sus habitantes, porque no da tiempo a que se formen torrenteras o se tupan las acequias con palos y hierbas que arrastran las aguas desatadas, y desde luego no hay miedo a que rebosen las rejillas y se pueda inundar la casa.
A media noche se aplacó la gresca y todo fue un concierto moderado. Por la mañana, como el primer sol no iluminaba la pared oeste, hemos estirado el sueño, y al levantarnos hemos visto que los perros seguían en el invernadero tan tranquilos, ajenos a las urgencias fisiológicas, acunados por la lluvia mansa que seguía cayendo sin parar. Una gata blanca preñada cruzaba por delante del cristal y no se han dado ni cuenta. Pero lo más sorprendente ha sido levantar la vista y ver que los membrillos ya tienen hojas, que lo que ayer eran brotes diminutos que no desdibujaban el ramaje oscuro, hoy ya es un verdor más homogéneo, se han abierto los pimpollos y da la sensación de que es cuestión de horas que asomen las flores blancas. Junto a ellos, el albaricoque y el melocotonero ya están perlados de diminutos capullos de color de rosa, y da también la sensación de que la lluvia haya hecho crecer el musgo que recubre las ramas de las catalpas; al menos, con esta luz lluviosa, se ve que es mucho más intenso y llamativo.
Es un error aquello de ver crecer la yerba como símbolo de lentitud. La yerba crece de golpe, sin que tú te enteres, mientras duermes arrullado por la lluvia, mientras la miras incluso, por más que no seas capaz de asimilar la fuerza con que se despliega. Nos avisaban de la última borrasca del invierno cuando en realidad era un chaparrón primaveral.
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