Cuaderno de verano, 10
Hay plantas que llevan toda la vida con nosotros. Al principio eran un tiesto pequeño en el alféizar del patio donde solo daba el sol por las mañanas. Después pasaron muchos años en grandes macetones, con sustrato abundante, en una terraza muy amplia. Allí se hicieron grandes y frondosas, sobre todo las hortensias, delante de las que nos gustaba retratarnos porque todo era un fondo de flores azules, blancas y rosáceas, según el hierro que les echábamos las fuera oscureciendo. Les daba el sol castellano y el viento de la sierra, pero allí seguían, floreciendo año tras año, a mediados de junio, cuando apretaba la calor y las regábamos todas las noches.
Luego viajaron en un camión de mudanzas junto con todas las especies que se habían ido acumulando. Un esqueje de negrillo que encontramos medio tronchado en un parque al lado de casa es ahora un árbol imponente, de más de diez metros de altura; una azalea que en su momento llenaba el mes de mayo con sus grandes pétalos de un rojo vivo es ahora una anciana que en primavera saca dos o tres flores raquíticas. Un geranio que había venido de París y resistía los ataques del taladro, esa polilla silenciosa que los devoraba por dentro, y que de pronto dejó el país sin flores en los balcones, al llegar aquí, sin embargo, se puso pocho y se secó. Se conoce que era un geranio que sólo se encontraba a gusto en las grandes ciudades.
A las hortensias no les augurábamos mucho futuro. Esta tierra es todo lo contrario del hábitat en el que crecen solas. En Galicia forman setos al lado de los muros, y a veces tienen que arrancarlas para dejar paso y que no invadan el camino. Allí están en su ambiente, húmedo y templado, pero en este secativo de oscilaciones térmicas extremas las dábamos por muertas el primer invierno que pasaron a la intemperie, y eso que las poníamos a resguardo y las cubríamos incluso con un plástico en las noches de heladas fuertes. Pero ahí siguieron, y ahí siguen, diez años después de llegar a un mundo extraño, y a finales de mayo echaron sus hojas grandes y dentadas y ahora brotan otra vez las flores, blancas y rosadas, menos oscuras quizá que las gallegas, menos abundosas que cuando estaban en Madrid, pero igual de firmes y puntuales, tan hermosas como siempre.
Luego viajaron en un camión de mudanzas junto con todas las especies que se habían ido acumulando. Un esqueje de negrillo que encontramos medio tronchado en un parque al lado de casa es ahora un árbol imponente, de más de diez metros de altura; una azalea que en su momento llenaba el mes de mayo con sus grandes pétalos de un rojo vivo es ahora una anciana que en primavera saca dos o tres flores raquíticas. Un geranio que había venido de París y resistía los ataques del taladro, esa polilla silenciosa que los devoraba por dentro, y que de pronto dejó el país sin flores en los balcones, al llegar aquí, sin embargo, se puso pocho y se secó. Se conoce que era un geranio que sólo se encontraba a gusto en las grandes ciudades.
A las hortensias no les augurábamos mucho futuro. Esta tierra es todo lo contrario del hábitat en el que crecen solas. En Galicia forman setos al lado de los muros, y a veces tienen que arrancarlas para dejar paso y que no invadan el camino. Allí están en su ambiente, húmedo y templado, pero en este secativo de oscilaciones térmicas extremas las dábamos por muertas el primer invierno que pasaron a la intemperie, y eso que las poníamos a resguardo y las cubríamos incluso con un plástico en las noches de heladas fuertes. Pero ahí siguieron, y ahí siguen, diez años después de llegar a un mundo extraño, y a finales de mayo echaron sus hojas grandes y dentadas y ahora brotan otra vez las flores, blancas y rosadas, menos oscuras quizá que las gallegas, menos abundosas que cuando estaban en Madrid, pero igual de firmes y puntuales, tan hermosas como siempre.
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