A Galdós se le nota que los ingleses le entusiasman. Hacia 1868, con 25 años, ya leía con fervor a Dickens y había traducido, a su modo, las Aventuras de Pickwick, y siete años después, cuando escribió La batalla de los Arapiles, aún no le había bajado la fiebre. Pero no me refiero tanto al amor por la novela inglesa sino por lo inglés, por la figura romántica de lord Gray en Cádiz (e, indirectamente, aquí también), o por ese gran personaje, Miss Fly, tan extraordinario que fastidia un poco el final, desde el momento en que se trata de una mujer mucho más interesante que la heroína casadera, la sosa Inés, cuyas páginas de piedad filial, amor fraterno y deseos cristianos nos aburren un poco. Teniendo en cuenta que Galdós no se salta un principio de proporcionalidad cuando reparte los papeles del final, sucede que muchas páginas nos impacientan, bien porque aún no ha llegado miss Fly, o porque ya se ha ido. La misma Amaranta, tan seductora siempre, transige con una especie de reconciliación senil con el moribundo Santorcaz, cuya tez amarilla ocupa demasiadas líneas, sobre todo cuando cae en brazos de la claudicación melodramática. Amaranta dice que se va al sur, y otra vez los secundarios nos hacen soñar más que los protagonistas, aunque se casen, aunque ella cuide de su anciano padre y a él lo hagan general. Pero Amaranta, que promete desaparecer mientras viva su ex amante Santorcaz, va rumbo a intrigas y adulterios, mientras que a Inés la imaginamos reuniendo el papeleo de su beatificación.
Miss Fly, sin embargo, le ha dado vida a la novela entera, desde cuando, tras ese primer episodio ascético y cervantino, el del pobre monje Juan de Dios, espléndido, Gabriel de Araceli se ve en la situación de entrar como un espía en Salamanca, tomar nota de los parapetos y las fortificaciones, rescatar a la dama raptada por su presunto padre y unas cuantas misiones imposibles más, y miss Fly, una dama sin remilgos, decide acompañarlo. Pensaba todo el rato en la Fanny de Baroja, la que acompaña a Roberto a internarse en el peligroso mundo del hampa. Las dos quieren ir allí para ver, para curiosear; las dos aman el arte, pero también las costumbres extrañas. La dos tienen espíritu de aventura, y se comportan con una feminidad inteligente y aguerrida donde, si no está todo lo que Galdós veía en la mujer perfecta, poco le falta, ciertamente, porque le salen bordadas. Quizá lo único que no me gusta es cómo la despide, dando a entender que se había enamorado de Gabriel. Una dama tan sugerente no puede caer en manos de un meapilas.
Ya me había pasado lo mismo con Gray en Cádiz, cuya sombra se asoma en Los Arapiles con un papelito curioso, tanto que si miss Fly se encapricha de Gabriel es por agradecimiento a que Gabriel se pulió a Lord Gray en aquel duelo tan injusto del que ya en su momento protestamos. Uno se imagina una novela con Fly y Gray en amoríos imposibles, veloces y arrebatados, llenos de olas gigantes y ojeras de color violeta. Pero a Gabriel sólo le falta regalarle a Inés para la boda un plan de pensiones. Es un héroe menor, por mucho que haya arrebatado el águila francesa en lo alto del Arapil, y lo es porque sus hazañas sólo sirven si su suegra escribe unas cuantas cartas de recomendación. Llega un momento en que pide el retiro porque si no, de mérito en mérito, lo van a hacer capitán general, algo que, dicho sea de paso, dice mucho de cómo veía Galdós el cursus honorum del militar español.
En realidad no hay nada reprochable. Gabriel era nosotros, el que escucha, aunque nosotros hubiéramos preferido a cualquiera de las otras dos mujeres. Sus audacias nunca son producto de una mente superior sino de unas circunstancias muy propicias. De pronto se sube a una torre desde donde se ve toda la fortificación. De pronto engaña a un soldado francés que es la vergüenza de la Enciclopedia. Incluso en su batalla final, tan majestuosamente narrada, el cuerpo entero del ejército, el miedo y la bravura enloquecida es lo que lo impulsa, no algo de veras decidido, como en esas escenas de Andrei Volkonski decidiendo jugarse la vida en primera línea. A Gabriel lo llevan.
Quizás el alma realista de Galdós prefería que el protagonista fuese un espíritu tan mediano, y adrede dejó que las grandes figuras narrativas se disolviesen en una función decorativa, como papeles de raso brillante con que forrar de pasiones la trama. Ocurre en más novelas (en Lo prohibido, sin ir más lejos), que destina a labores subalternas a las mujeres que debían comerse la novela entera. No obstante, la última mirada de miss Fly está descrita con el escrúpulo de quien quiere quedar bien con el personaje que ha usado. Gabriel no lo sé, pero Galdós babeaba con la inglesa. Nos lo hemos pasado muy bien con lo que vio Gabriel, y nos ha decepcionado un poco lo que hizo. El hecho de que el siguiente Episodio, El equipaje del rey José, ya no esté contado por él es algo que no nos produce demasiada melancolía, porque es más que probable que sigan apareciendo personajes como miss Fly.
Desconocía la faceta anglofílica de Galdós. Y en cuanto al episodio que nos cuentas, lo haces tan detallado y de forma tan sutil que lo doy por leído. Muchas gracias, Antonio
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