Ejercicios espirituales con Gabriel Miró
(marzo de 1998)
(marzo de 1998)
Todos los años por estas fechas, cuando se avecina la semana de pasión, leo medio centenar de páginas de Gabriel Miró para entrar un poco en ambiente. Leer a Gabriel Miró es un acto de ascetismo y de placeres concentrados, el continuo deslumbramiento y el continuo despiste. Para esta época del año vienen muy bien las Figuras de la Pasión del Señor, que Miró describe con piedad de carmelita bordando una mantelería. En su silencio infinito, las hordas bravías de los cactos y cardenchas crepitan de lagartos y escorpiones, y se retuercen y van estilizándose sobre un cielo calcinado, borda Gabriel Miró en su descripción de la tierra de Judea, y sin tiempo a respirar nos abruma con la imagen del desierto: duro, rígido, de peña baja con palmito y cañar, y el desierto cegado de torbellinos y olas de arenas humenantes. Y después, cerros calcáreos, cerros velludos de oro de bojas; sobraqueras umbrías, márgenes de basalto, tajadas, profundas, y márgenes de henar, de zízifos, de juncos y papirus; y el Jordán, ancho, limoso, espeso, que se para cuajándose entre islillas de ovas y médanos... Y leído esto la inercia de la música te invita a seguir leyendo con el recuerdo cegado por el resplandor paulino que había en la frase anterior. De modo que uno vuelve y pasea un poco por el huerto léxico y sagrado, y recolecta un ramillete de palabras extrañas y continúa la peregrinación por la siguiente frase, y en su corazón humea todavía el aroma de la anterior y de pronto se sorprende sin prestar atención a las palabras nuevas, y vuelve atrás cargado de paciencia y de resignación cristiana. Así resulta muy difícil avanzar, hasta que te percatas de que en Miró, como en algunos otros placeres de la vida, lo importante es estarse quieto.
Miró dejó muy claramente dicho cómo debía ser leído, lo que pasa es que se trata de un ejercicio de concentración para el que uno no siempre tiene cuerpo. En El humo dormido, hablando del órgano que sonaba en el convento de unas monjas, Miró reflexiona sobre si se oye mejor con la ventana abierta de par en par o tan sólo entornada o cerrada del todo, y llega a la conclusión de que lo mejor es esperar a que llegue el verano, que entreabre las salas más viejas y escondidas; así se escucha y se recoge su intimidad mejor que con las puertas abiertas del todo; abrir del todo es poder escucharlo todo, y se perdería lo que apetecemos del trastornado conjunto. Esto quiere decir que la prosa de Gabriel Miró, como las letanías del rosario y las hagiografías de los misales, entra por el subconsciente, por la música de su rumor sagrado, como cuando a uno se le va el santo al cielo en mitad de la homilía pero esos pensamientos en los que se acurruca tienen que ver, más o menos, con lo que dice el cura.
Toda la obra de Miró es un abnegado sacrificio de perfección. Miró consideraba pecado la velocidad, y en sus ejercicios espirituales concibió la prosa más lenta y levitativa de nuestra literatura. Ortega y Gasset decía que era menester leerlo con visera, para escapar al deslumbramiento de sus pasamanerías. Y eso lo dijo alguien que sentó un tópico tan ingrato como peligroso: la admiración condescendiente, el afecto sin interés, ese tono que no se sabe muy bien si es de sinceridad o de cachondeo. Ortega sabía que Miró había creado un idiolecto sagrado para monjes en ayunas, y desde luego que lo supo valorar, pero sus palmadas en la espalda (los dos, a fin de cuentas, practicaban la misma clase de modernismo) sentaron a Miró peor que las críticas salvajes, un poco patéticas, que le dedicaron algunos críticos ilustres de la época. Astrana Marín le reprochaba su insensibilidad, el exceso de afectación y de conceptos fiambres, y luego se dormía en la suerte de unos cuantos insultos un poco demasiado histéricos. Fue en una crítica a su libro El obispo leproso, obra de una piedad y una amargura inconcebibles, y Astrana lo zahería desde la ortodoxia católica, lo que quiere decir que tampoco Miró fue santo de la devoción de los beatos.
Y es aquí donde empieza el más interesante Gabriel Miró, su recuévano de paganía estética. Él, que nunca se metió con nadie, tuvo más de una vez que tapar la boca de los que le criticaban: que digan lo que quieran, pero esto hay que saber hacerlo. Y en efecto eso nadie se lo puede discutir. Si uno coge aire y se sumerge de lleno en una de sus novelas tiene que prepararse para un libro que cuesta el trabajo de diez y contiene idéntica proporción de placeres, de texturas, de metáforas, de contrapuntos. Está la casta María Fulgencia, la frente de orgullo, y los labios y los ojos de pureza, de placer y de infortunio, y está Pablito, su amor imposible, un poco soso, y está el obispo que se muere de lepra, y su amor ulcerado y secreto. Y está un bárbaro que disfruta torturando animalillos, y están los suicidios, las inundaciones, los asesinatos. Y está el obispo, que se va muriendo, que nunca se termina de morir. Y Miró va del cielo al infierno, del paraíso a la podredumbre, de las doncellas a las pústulas, de la botánica profesional a la esencia de los descampados, y uno va mascando ese pastel de aromas dulces como la fresa y como la muerte y empieza a detectar unos extraños movimientos del espíritu que no se sabe bien si son euforia o estreñimiento. Miró fue un orífice de la pulcritud, un devoto de la parsimonia. Rítmicamente no tiene un solo fallo, pero todo está retorcido, detenido, amordazado por su perfección sublime. Miró nos hace levitar con sus devocionarios entre rancios y luminosos, y después de un rato la belleza nos aflige como a esos santos que comulgan con los ojos en blanco y la lengua de degollado. Pero tras su religiosidad abotonada late una sospecha de lujuria verbal, de gula estética, de soberbia estilística, y eso es lo que a los catequistas de la época les traía un poco moscas. Ejemplos tenían en los decadentes de media Europa, y sin ir más lejos en el propio Valle-Inclán, de lo que significa la religión tomada como excusa para la borrachera estética, con todo lo que tiene eso de cinismo, de pecado. Es lo que pasa por tomar a Dios como tema único y obsesivo, que te acaban llamando pecador.
Nada más lejos de las pías intenciones de Miró. Su retrato más carácterístico nos presenta una de esas caras que se ven en los nichos de los cementerios, de gente que murió joven y nos mira con cara de susto y de buena persona, como esos novios frágiles que no tuvieron tiempo de pecar. Miró era uno de esos enfermos crónicos que juntan las rodillas al sentarse, que miran con la lágrima de su extrema bondad y los labios prietos, temblorosos, como si al beber un sorbo de café se les hubiera despertado la úlcera. Miró aparece en las fotografías con un traje que le viene pequeño, y lleva el botón del cuello muy apretado y sobre su rostro lacio salen dos ojos grandes que claman al Señor, como si todas las angustias religiosas se le hubiesen apretado con el traje y brotasen purulentas, húmedas de fervor y de retortijones, por esos ojos límpidos, a punto de reventar. Incluso tenía el nacimiento del cabello en pico, como los vampiros, por ese tanto de sangre y de nocturnidad que hay en sus necrosis evangélicas, en sus pacientes entomologías teologales.
La obra de Miró es un bosque plagado de versos y de angustias, de pasiones reprimidas, de llagas divinas y de crueldades. Yo no sé si su extrema religiosidad le impidió ser el Proust que no tuvimos o precisamente fue su beatitud lo que lo hizo más moderno. De Proust le separa, aparte del mundo, el torrente interior, no la tristeza ni la patológica obsesión por los detalles. La velocidad de su prosa es la de los distintos estadios de un cadáver a lo largo de un velorio, pero más allá de su capacidad para el espanto y la palabra rara se levanta, como a un milímetro del suelo, un espíritu contemplativo y bueno, minucioso hasta el desgarro, paciente hasta el delirio, espectacular y desesperante. Miró detuvo el tiempo para que cupiesen las palabras, y en ellas un sentimiento que por pura fe o por puro vicio siempre sigue fascinando. No hay que leer a Miró en Semana Santa para entender las estaciones del calvario, sino las extrañas contradicciones interiores de sus peregrinos, ese misterio eterno de la blancura que se lava con sufrimiento, del placer al que sólo se accede por la vía mística de la flagelación. De las buenas personas que no valen para este mundo.
En esta ocasión me vas a permitir que dé mi más sincera enhorabuena a tu compañero Juan Carlos Navarro por las geniales y expresivas ilustraciones que elabora y que enriquecen también tus libros.
ResponderEliminarY en cuanto a Miró, los textos que citas en cursiva son tan representativos que en el lector curioso que no lo conozca pueden despertar decisiones contradictorias, pero en modo alguno le dejarán indiferente.
Un cordial saludo, Antonio