Juan Ramón Jiménez en la azotea
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Pocos científicos han tenido tanta trascendencia en nuestra literatura como el doctor Simarro, médico de confianza de Juan Ramón Jiménez. Cuando el poeta venía a Madrid, cuando le tocaba regresar al caos porque ya llevaba mucho tiempo retratando las paredes blancas de Moguer, el doctor Simarro lo internaba en un sanatorio que era como un hotel de lujo para poetas. Allí Juan Ramón, siempre al otro lado de la tapia, daba melancólicos paseos y escuchaba el ruido de sus dolores. A Juan Ramón Jiménez le dolía todo. Al doctor Simarro le decía, en términos generales, que estaba muy triste.
Los domingos por la tarde los otros poetas noveles (Villaespesa, los Machado, gente así) lo venían a visitar. Ellos llevaban una vida sana y disipada, y les admiraba que Juan Ramón, con el dinero que tenía, la llevase tan concentrada y enferma. Juan Ramón los recibía en su alcoba de poeta, en el decorado en el que siempre nos imaginamos a un poeta, con el florero de lilas en el alféizar y el sillón de orejas junto al fuego, con una mesita baja llena de infusiones orientales y la enredadera que asoma por la ventana, y una tarde llena de cipreses y un enfermero que parece un mayordomo. Entonces el coro de poetas modernistas le pedía a Juan Ramón que les leyese algo, y Juan Ramón les leía unos poemas tristes sobre las hojas amarillas del otoño, como si se hubiese recluido en el sanatorio para provocarse los dolores y destilarlos luego con tinta violeta. No había cumplido aún los veinte años y ya tenía enfermedades caras, interiores, generales, y oía ruidos extraños (esto fue un poco más tarde) y le molestaban los vencejos para escribir sobre los vencejos.
El doctor Simarro dijo que todo eso eran nervios y le recetaba bromuro en grandes cantidades. Estaban los poetas escuchando su aria triste y llegaba el mayordomo del manicomio con una bandeja y un vaso de agua y le ponía unas cuantas cucharadas de bromuro, como si fuera bicarbonato para sus úlceras existenciales, y Juan Ramón se lo bebía de un trago y seguía recitando su aria triste.
Para entonces ya tenía la cara que yo más tengo grabada, porque es la que venía en la solapa del Platero y yo que me leían cuando era pequeño. Es un hombre de ojos lánguidos y decaídos, como de ternero degollado, con ojeras negras y una barba tupida y también muy negra. Daba la impresión de que para ser un gran poeta había que estar enfermo, pero no con el mal del poeta romántico, que después de todo sigue siendo alegre y follador, sino con el del poeta que se ha puesto malo de ser poeta, de la hiperestesia, del sentir demasiado, del ver demasiado, de vivir y morir demasiado, y de tomar demasiado bromuro. Después del tratamiento a que se sometió en el sanatorio del doctor Simarro, Juan Ramón había contraído ya un tumor poético y depurativo, como esos vegetarianos que caminan sin tocar el suelo, y se lavan mucho las manos y una voz más alta que la otra les destroza los tímpanos y los deprime mucho. Juan Ramón construyó en ese jardín de mármoles neurasténicos del sanatorio la imagen de poeta delgado que cruza dos veces las piernas, que siempre está serio, que bebe zumo de acelgas mustias sin abrir la boca, y que siempre piensa en sí mismo. Juan Ramón se fue elevando hasta su nombre y allí se quedó, labrando piedras de aire y quejándose mucho del costado.
Y sin embargo, a pesar del bromuro, Juan Ramón Jiménez se casó. Puestos a buscar puntos de comparación con los noventayochos de siempre, esto del bromuro del doctor Simarro es como la fimosis de Unamuno, del mismo modo que su prosa es la prosa que nunca supo escribir Azorín, o sus insultos a los trileros del 27 los mismos que se le podían ocurrir a Machado. Incluso, en una época en la que todos escribían un libro sobre el Quijote, Juan Ramón (que ya había tomado de allí su amor hacia los burros) lo que hizo fue imitarlo. Vio desde su ventana una mujer y dijo “¡esa!”, y a partir de entonces la creó y la recreó en un dilatado noviazgo lleno de miradas poéticas. Toda la obra de Juan Ramón se perfecciona y parte en dos precisamente en el Diario de un poeta reciencasado, como si hasta entonces hubiera hecho poesía de soltero, más intrépida, más apegada a las cosas de este mundo, a las tapias del pueblo, a los ruidos esos raros que él oía, como si los litros de bromuro no hubiesen apagado del todo los brotes de contagio con la realidad. En cualquier caso, yo creo que cualquier análisis moderadamente serio de la poesía de Juan Ramón tiene que coincidir en que una vez casado Juan Ramón ya era un ente inasible, y su poesía cada vez más concentrada, más levitativa, más desnuda de todo, incluido de cuerpo, como un espectro conceptual que mantiene con Dios extrañas conversaciones. La prosa, sin embargo, jamás dejó de ser maravillosa, y sus Españoles de tres mundos el libro que uno acaba leyendo para saber si sabe o no sabe escribir.
Su mujer, Zenobia Camprubí, no debió asustarse mucho con lo del bromuro, y desde que se casó fue algo así como la mirada real del poeta, su madre, su hermana, su amante poética. Hay un libro, Vivir con Juan Ramón, donde la mujer cuenta con desnudez existencial (la de Juan Ramón era esencial, de acuerdo con su dieta hipocalórica, con su sangre transparente) cómo Juan Ramón, aparte de un gran poeta, debía ser un callo de hombre. Cuando volvieron a España, Juan Ramón, metido siempre en sus esencias, la tomó de secretaria, de modo que muchos poetas se enamoraban de Zenobia mientras ésta los entretenía en el recibidor. En verano Juan Ramón escribía desnudo, no le fuesen a perturbar los calzoncillos, no se fuese a dejar algo de verdad en las costuras de los calcetines, y cuando salía de su escritorio, para atravesar la sala donde Zenobia pelaba la pava con los poetas enamoradizos, Juan Ramón se metía detrás de un biombo y caminaba con él hasta la cocina, donde se tomaba otro vaso de bromuro y volvía a completar un verso, a ver si le daba tiempo antes de que se hiciese la hora de merendar. Los visitantes veían los pies y el cogote de Juan Ramón caminar un milímetro por encima del suelo, como la pantera rosa, y le preguntaban a Zenobia qué nuevo verso había escrito el maestro, ¡Quiero dormir tu morir!, por ejemplo.
Pero entonces ya era el Juan Ramón volátil y flotante, el Juan Ramón casado. A mí me sobrecoge, aparte de todas sus prosas, esa experiencia del casorio, que la montó como si fuera un asunto para un libro de poemas más que para vivirlo de verdad. Lees ese libro y tiene las tempestuosidades del mar y las claridades del cielo, la soledad de quien cruza un océano para encontrar a su amada y en el agua van cayéndose las conjeturas, esa velocidad del sentimiento de cuando haces algo que ojalá sea lo más importante que has hecho, los vientos frescos de la ilusión y las corrientes frías de la duda, que en muchas ocasiones le atacaban al costado.
Por culpa de la obsesión adelgazadora y antolójica de Juan Ramón, este libro, el Diario de un poeta reciencasado, no ha tenido circulación suficiente entre el mundo de los libros de sobra conocidos. En ningún sitio es lectura obligatoria, y sin embargo es uno de esos libros que no sólo funden la soltería del poeta y su ausencia definitiva sino la tradición poética española y sus rumbos de futuro. Viajas con Juan Ramón por el mar como por un instante inacabable, y ahí está todavía, lozano, el poeta que amaste de pequeño, aunque en la fotografía de la solapa pareciera un enfermo del hígado. Daba igual porque dentro había más fotografías, la portentosa capacidad de Juan Ramón para nombrar las cosas y las sensaciones que brotan de las cosas: Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho cuando, al salir de ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes... Hay fragmentos de la infancia en los que la memoria se ha ido revolviendo con los sueños, los deseos y los miedos, pero si hay algo de lo que me acordaré toda mi vida es que yo, como Platero, también estuve en esa azotea y también he visto esa luz.
Siempre he compadecido a Zenobia Camprubí y eso que no sabía lo del bromuro... Muy interesante todo lo que nos cuentas de JRJ, Antonio
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