Y también como en Guerra y paz hay en Las armas y las letras ese “sombreado final”, que decía José María Valverde, con la narración de algunas muertes que van apagando la luz de la novela, si es que eso fuera posible. En el caso de Trapiello, el final, tras interesantísimos capítulos llenos de nombres y de datos, de exhumaciones y de aquilataciones, lo forman cuatro sonoros, emotivos capítulos que suenan un poco a los cuatro cohetes potentes con que terminan las buenas sesiones de pirotecnia, y que de paso resuelven aquella ingenua pregunta que me planteaba un par de días atrás: ¿quiénes serían los siete magníficos de la izquierda que vivió la guerra?
Al hablar de la derecha, la pregunta era bastante fácil. Nombré entonces a Baroja, Cunqueiro, Pla, Gómez de la Serna, Solana, Torrente y Foxá. Me refería a autores a los que admiro en mayor o menor grado y cuya importancia, digamos, estilística me parece incuestionable. En el caso de Baroja, sin embargo, no me parece bien que Trapiello lo haya incluido en esa nómina de escritores afectos a la causa franquista. Si no incluyó a Unamuno, e hizo bien, no sé por qué metió allí a Baroja, aun a pesar (a pesar poco) de que cuestionase el libelo de Giménez Caballero, ese de Judíos, masones y demás ralea, interesada y torticera maniobra del corta y pega que cogió a Baroja por los pelos. Baroja y Unamuno merecían estar fuera por igual, del mismo modo que a Valle–Inclán lo sacó la muerte de este libro siete meses y doce días antes de que estallara la guerra. Los tres son otra cosa.
No es este el caso de Machado, el primero de esos cuatro pasajes finales con que redobla este magnífico libro de Trapiello. Machado (“uno de los más grandes poetas de todos los tiempos”, ya lo creo) recibe una despedida de discípulo, que si no es más exaltada es por no ser menos machadiana, y que se perfecciona en la hermosa unión de los dos hermanos cuando Manuel se entera de la muerte de Antonio y de su madre y acude desde Burgos a Colliure para llorar sobre su tumba. No faltan las collejas a Ian Gibson, por cierto, algo que siempre regocija al lector, que ya se sonrió bastante con el repaso que le da Trapiello a propósito de otro muerto enorme, Lorca. En el caso de Machado, aparte de intentar, con mimo, como sin estorbar en el duelo ni en la admiración, la reconstrucción de aquellos momentos finales, Trapiello se enfrenta a algo que va más allá del ensayo, a la visión emocionada, a ofrecer al maestro sus mejores armas, sus mejores letras.
Curioso es que, inmediatamente después, Trapiello se guarde al que en el fondo considera el mejor de los de la derecha, Sánchez–Mazas. El libro viene de un repaso a los escritores brigadistas, Orwell, Auden, Koltsov, etc., y a los otros escritores catalanes, de entre los que Trapiello, buen catador de literatura, por encima de cualquier otra consideración, saca lustre a las figuras de Sagarra o Carner. Para mí que en el gusto literario de Trapiello todavía laten aquellos ochenta neomodernistas, cuando después de mucha grisalla porguerrera Pere Gimferrer volvió a desideologizar el aristocratismo estético, como en su momento había hecho Valle–Inclán.
La cuestión es que el libro termina sus exhaustivos repasos con buenos escritores británicos y norteamericanos y un repaso a los buenos escritores catalanes de uno y otro lado. Un pelín frío lo noto al hablar de Rodoreda. Se limita a constatar la importancia de su obra, pero yo creo que en la reedición de 2010 merecían citarse las palabras de García–Márquez, que vino a señalar en ella la primera novela española de posguerra que le interesó. Sus palabras no eran solo una boutade, sino un aviso a navegantes del océano de los papeles, como enunciar un tema de historia de la novelística que nadie se ha parado a tratar. Yo creo que Trapiello habría sabido ver por qué Rodoreda fue tan importante para García Márquez.
El caso, digo, es que después de una nómina de brigadistas internacionales y catalanes de distinta implicación, y de comenzar el final por Machado, lo continúa con Sánchez–Mazas. La vida nueva de Pedrito Andía, novela que, o se me ha pasado, o creo que no cita Trapiello en el cuerpo del relato, es su gran aportación a la literatura, una de esas novelas de las que dices que “está bien”, como si le cupiera un honor inmediatamente mayor al de “no está mal”. Pero nada más.
Pero un escritor como Sánchez–Mazas no fue tampoco frecuente en la derecha. A nadie como a él le cabe un reconocimiento a la nobleza del personaje. Trapiello resume su novelesca resurrección en unas pocas líneas que a mí particularmente ya me parecen suficientes. Todo lo demás que cuenta Cercas en Soldados de Salamina resulta redundante para ensayo e impertinente para novela. A Cercas le cae, también es verdad, un poco de desprecio del que había usado en abundancia para con Max Aub, uno de esos autores polvorientos, sermoneantes y exageradamente narcisistas al que se suele dejar siempre para otro momento. Muñoz Molina lo adora, no sé por qué será. Trapiello, desde luego, no.
La contrafigura de Sánchez–Mazas es otro poeta de izquierdas al que intentó ayudar el padre del grande Ferlosio, Miguel Hernández. La mera curiosidad que nos hizo pasear por Sánchez–Mazas es ahora necesidad de que queden claras ciertas cuestiones. La primera, un extraordinario gesto de buen gusto por parte de Trapiello, la opinión que dio Juan Ramón Jiménez del joven poeta Miguel Hernández. Es de cuando publicó, en 1936, en el periódico El Sol, la Elegía a Ramón Sijé y unos pocos sonetos más, de los que Juan Ramón dijo: “Tienen su empaque quevedesco, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza tremenda de su corazón arraigado rompe el paquete y se desborda, como elemental naturaleza desnuda. Esto es lo excepcional poético, y ¡quién pudiera esaltarlo con tanta claridad todos los días! Que no se pierda en lo rolaco, lo “católico” y lo palúdico (las tres modas más convenientes de la “hora de ahora”, ¿no se dice así? Esta voz, este acento, este aliento joven de España”.
La cita es magnífica, a pesar de ese extraño palabro, rolaco, una definición exacta no solo de la poesía de Miguel Hernández sino de la fuente Castalia, que es la fuente de la poesía. Y también es estupendo el último ajuste de cuentas con la vaya pareja que formaron Rafael Alberti y María Teresa León. Se merecen quedar al final del drama como el malo que se escabulle, el vergonzoso perdedor en la batalla de las letras. En la de las armas, los suyos habían perdido, pero él no: ya había vivido “los mejores años de nuestra vida”, como dijo la León, y viviría de las rentas federicas el resto de su vida. Ya sólo le quedaba a Alberti quedar como un traidor. La visita de Miguel Hernández al palacio de Heredia Spínola donde Alberti y señora se dedicaban a darse banquetes es un resumen definitivo no sólo de las dos clases de escritores que vivieron la guerra, los consecuentes y los aprovechados, sino del lastre que nunca se sacudirá la cultura española, siempre más atenta a la vida literaria que a la literatura.
Y el final, un poco largo, como si insistiera demasiado Trapiello en llegar a la formulación más cabal de lo que quiere decir y ello redundara en aproximaciones prescindibles, está dedicado a Manuel Azaña, un escritor sin lectores, sí, pero de quien, esta vez sí, exaltadamente reivindica sus diarios. Aquí el autor yo creo que barre un poco para casa, no porque no sea verdad cuanto dice de Azaña, una especie de torero que borda los naturales pero antes del paseíllo y desde el burladero está muerto de miedo, sino porque la buena literatura sólo pudo torearla de salón, en su casa, en su diario íntimo. Trapiello lo compara con Pierre, de Guerra y paz, “aturdido, alucinado, colérico ante la estupidez del mundo, tanto como conmovido por el dolor de los pobres y la tragedia de los desposeídos”. Rescata también Trapiello unas palabras suyas que muchos años después tradujo en versión libre aquel político culto y retorcido que se llamó Arzalluz. Azaña había dicho que si, cosa improbable, ganaban los republicanos, al día siguiente los simplemente demócratas tendrían que hacer las maletas. Arzalluz le echó un poco de sal a la cosa: “Si ganasen los abertzales”, dijo una vez, “los de la patera seríamos nosotros”. Azaña da mucho de sí a quien se toma la molestia de leerlo.
Llego al final del libro agradecido por esa mezcla de ciencia y literatura tan escasísima en nuestros pagos. “Un libro de ciencia”, decía Ortega, “debe ser de ciencia, pero también debe ser un libro”. Este lo es, desde luego, porque tiene la honestidad científica de aportar siempre datos de primera mano, de desenterrar valiosos autores olvidados y de distinguir, mal que le pese algunas veces, la ideología de la literatura. Pero es también un libro porque sabe narrar los datos y, llegado el caso, elevar las emociones. Está aquí el gran prosista del Salón de pasos perdidos, pero también, y solo cuando toca, el buen poeta.
La pregunta, en fin, queda sin responderse. Entre los autores de derechas uno puede siempre espigar sus propios hallazgos, o defender a quien empezó a leer cuando aún no sabía nada de su ideología, pero entre los de izquierdas uno tiene que elegir entre Machado, Juan Ramón, Miguel Hernández, Lorca, Cernuda… Lo incontestable de su grandeza deja por detrás esos otros autores equivalentes, acaso no mayoritariamente apreciados, pero sí muy importantes: Ramón Gaya, Merçé Rodoreda, Chaves Nogales, Sender… A ver quién quita a unos y pone a otros. Con la derecha estas cosas siempre son más sencillas.
Qué pena que se acabe este comentario a la lectura...
ResponderEliminarQué alegría volver a leerte, Antonio. Sigue, no pares.
ResponderEliminarNo consigo encontrar la definición de "rolaco", o el significado que Juan Ramón Jiménez quiso darle en este contexto.
ResponderEliminarLorca de izquierdas? Un señorito andaluz de izquierdas??
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