A sangre y fuego es la última obra maestra de Chaves Nogales, después de las excelentes El maestro Juan Martínez que estaba allí y Juan Belmonte, matador de toros, las dos de inmediatamente antes de la guerra, cuando Chaves ocupaba una relevante posición en el periodismo republicano. Al año siguiente de estallar el desastre, en 1937, publicaba una pieza literaria que tres cuartos de siglo después sigue siendo para muchos el juicio más acertado que puede hacerse sobre la Guerra Civil.
Pero A sangre y fuego no es solamente un juicio. Por muy periodísticos que sean, los juicios que no van acompañados de una buena narración no tienen mucha consistencia. Chaves demuestra que a la prosa brillante y jugosa de un Solana se le puede dar más velocidad, de modo que la fuerza de la narración se sobreponga a la plasticidad del lenguaje. No sobra nada, todo está perfectamente bien descrito pero Chaves nunca se duerme en la suerte, y los episodios quedan desnudos, con una transparencia que le concede auténtica grandeza literaria, aquello que nos envuelve mientras leemos y que inhalamos satisfechos después de leer.
Todas son escenas de guerra. Escenas en guerra, más bien, porque esa exactitud en la selección de los detalles suena a historia muy vivida. Los bombardeos sobre Madrid, la caza de quintacolumnistas, las batidas de los señoritos andaluces, las barbaridades de la Columna de Hierro, la brutalidad campesina, el infructuoso rescate de obras de arte, los moros de Franco… En todos los cuentos hay una mínima posibilidad de redención entre personajes que descubren que por encima del enfrentamiento hay razones para convivir. Pero solo es una posibilidad: todos mueren, y casi todos matando.
Son pocas, aunque las hay, y no quedan mal, las digresiones del autor, generalmente centradas en la escasa preparación del ejército republicano, o en la incapacidad de sentir la condición de persona no solo del enemigo sino incluso del propio conmilitón. Pero su punto de vista sobre la guerra ya lo había dado Chaves en el histórico prólogo a estos relatos, y que, en dos palabras, puede resumirse así: no fue una guerra entre la rebelión militar y la legalidad democrática, sino una guerra en la que se enzarzaron fascistas y comunistas para ver quién instauraba su modelo de dictadura. Lo demás, los demócratas, no tuvieron ninguna posibilidad. Y él era un demócrata.
Su idea, un poco a lo Madariaga, es la tercera España despreciada por unos y por otros, un republicanismo demócrata que no tenía nada claro si podría volver a su patria ganara quien ganase. Chaves Nogales es muy duro con los señoritos fascistas, pero ni un gramo menos con los aldeanos bestiales, con los que llega a extremos impactantes en el cuento de los soldados moros, en párrafos donde ya está el tremendismo de Cela o el realismo épico de Ferlosio. Chaves es el periodista muy bien informado que habla con honestidad de lo que está pasando, en un tono narrativo que setenta y tantos años después no ha perdido un grado de su frescura.
Pero los españoles como Chaves no son los personajes de sus relatos. Chaves pinta madrileños de la resistencia tirando cacahuetes a los moros cuando los pasean en un camión por la ciudad antes de fusilarlos, y también a los aldeanos a los que sólo falta caminar a cuatro patas. Habla de los milicianos desertores que campaban a sus anchas por las ciudades y asaltaban las cárceles para impartir su propia justicia, o de los soldados fascistas que coleccionaban orejas de rojo. Pero, más que hablar de las barbaridades de uno y otro lado, lo que destila es la súbita corrupción moral que de pronto invadió al país como una peste. De pronto casi todo el mundo tenía motivos para matar a alguien, y una buena oportunidad.
Sin embargo, ya digo, siempre hay alguna brizna, algún gesto final de nobleza, alguna amistad más arriba de las balas, algo como los rescoldos desperdigados cuando ya solo quedan cenizas. Chaves Nogales me hace simpatizar con personajes cuyo desenlace me resulta espantoso, es decir, hay una continuidad narrativa entre su condición de héroes del relato y su transformación en seres con el alma en guerra. Esa es una vía difícil de explorar, no la de quien se mantuvo fuera y por tanto juzga el relato, sino la de estos personajes, aquellos que eran ciudadanos normales hasta que la guerra los volvió locos.
Pocos héroes hay en este libro, ciertamente, y los pocos que hay mueren sin grandeza. En varias escenas, un momento antes de que los fusilen, los personajes alzan el puño o saludan a la romana, y dan vivas a la República o arribas a España, y ese momento no tiene la emoción tópica a que estamos acostumbrados. La entereza entonces no se sabe si la da la ideología o la desesperación. No, por mucho que algunos gestos (el moro dando la mano, el miliciano rescatando cuadros del Greco) dibujen al ser humano, la confianza en la especie que destila este libro es más bien poca. Es el único punto de vista verosímil para quien sabe de lo habla.
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