Cada San Isidro vuelve a verme un largo período de mi vida en el que no solía perderme ninguna corrida de feria. Una de las últimas veces que asistí, hace ya algún tiempo, dediqué una bernardina a José Manuel Perera que titulé Verdad, un término muy taurino del que ayer, en Las Ventas, se conoce que Perera volvió a dar una lección, aunque esta vez el protagonismo se lo arrebató Julio Aparicio, que al final del festejo pidió a sus compañeros de terna que le cortaran la coleta. A Perera y a Tejela, que cerraba el cartel, los he leído declarar su respeto por Aparicio, su comprensión del trago que debía estar pasando y sus mejores deseos de que el malhadado torero se venga de nuevo arriba. Por dentro, pensaba yo, Perera estará pensando que se ha vuelto a jugar el tipo, pero entre que no anduvo diestro a espadas y que el otro estaba montando el número, nadie lo habrá de recordar.
En la
fotografía del asunto (un buen trabajo de Domingo Álvarez para el ABC de
Sevilla) están todos los protagonistas: Perera mira contrariado, mientras Tejela,
oculto, procede al despojo. Aparicio mira al suelo como la víctima del sacrificio,
con rictus de entereza trágica. Detrás, con gesto de muy medida desolación, Ortega Cano. Los únicos que no tienen cara de foto, los únicos a quienes les han robado un gesto no compuesto,
verdadero, obedezca al sentimiento que obedezca, son Perera y el banderillero, que mira cauto y sorprendido, con esa mirada que ponen los subalternos cuando el maestro no
ha tenido su tarde y nada más cerrar la puerta del coche se acuerda del
santoral en pleno.
Aparicio
va vestido de fucsia y azabache, o sea de Rafael de Paula, pero de un Rafael ya
pasado, regordío, plateresco de alamares, barroco de tiempo y de posturas,
saturado de gitanería, de cuando hasta sus más encendidos admiradores habíamos
perdido toda esperanza de que volviese a brotar en él una buena faena pero nos
conformábamos con su presencia. Paula tuvo unos
pocos momentos redondos, definitivos, los suficientes para que el recuerdo y la
esperanza lo siguiesen manteniendo en los carteles. Y el morbo, que de todo
hubo. Pero Paula siempre estaba, siempre era el poder ser, en él siempre
asomaba el arte por algún sitio. Y además era, en sí mismo, un mito, es decir,
y en términos narrativos, un personaje arquetípico.
Y un
arquetipo que tuvo y tiene sus imitadores. Desde el insólito Javier Conde, de
quien no se sabe que haya hecho nunca nada (me refiero en el ruedo, porque
fuera vive en un teatrillo ambulante), a Morante de la Puebla, que como es tan
bueno se está independizando míticamente, se ha salido del arrebato cañí para
incorporar un dandismo refinado, que se puede permitir porque de vez en cuando
sigue poniendo la plaza en pie. El caso de Aparicio es otro. Como recordaba hoy
un crítico, aquellos diez minutos de 1994 le han servido de currículum para el
resto de su carrera, por más que, hace no mucho, sufriera una de esas cornadas cuya
foto acaba entre la casquería gráfica de la taberna taurina de la Plaza Mayor. Fue terrible, formidable y espantosa, seguramente un precio
demasiado alto para lo fácil que le resultó pasar durante tantos años por una
figura de culto, pero no tanto como para que olvidemos el camino de rosas fucsias y
azabache por el que ha transitado este torero desde que nació.
Los
aficionados recordamos con rencor aquellas temporadas en que resultaba difícil ver
en plazas grandes a novilleros buenos porque todos los carteles estaban copados
por los hijos de papá. El hijo de Aparicio, el hijo del Litri y el hijo de Paco
Camino. A los dos últimos hubo que ponerles hasta un profesor particular
cuando, solo por la cosa del nombrecito, ya tenían firmada la temporada. Los
toros son un espectáculo excesivo. Los agravios, el nepotismo, las
arbitrariedades y las injusticias son el pan de cada día. Litri y Camino no
aprendieron nunca a torear, pero Aparicio sí sabía, o al menos así lo demostró
en aquellos diez minutos de gloria, de los que el maestro Vidal dijo en su
crónica lo siguiente:
Fue el toreo soñado.
Fue el toreo que los diestros con torería intensa rumian en las duermevelas de
las corridas, cuando se amalgaman en los vericuetos del pensamiento los sueños
de gloria y los presagios de tragedia. Así fue, como un sueño, el toreo cumbre
que recreó Julio Aparicio ante el asombro de la cátedra, en el centro
geométrico del redondel.
Fue también el toreo
que había soñado la afición. El toreo perfecto, el toreo mágico; la suma y
compendio de cuantos retazos de toreo profundo, emotivo y bello se hayan podido
ver en toda una vida de aficionado. Aquellos muletazos de dominio, aquellos
pases de suavidad infinita, la galanura de las trincherillas y de los cambios
de mano, los naturales en su expresión más pura, los redondos convertidos en
exquisitez; el broche deslumbrante de las suertes cabalmente ligadas, resuelto
mediante el revoloteo jubiloso del pase de pecho el embrujo del ayudado; la
estocada en la cruz a volapié neto, volcándose el matador sobre el morrillo del
toro. Todos esos retazos de la tauromaquia excelsa —con marca exclusiva y
autoría precisa cada cual—, que se hubieran llegado a ver en toda una vida de
aficionado y se mantenían frescos en el recuerdo, de repente se ensamblaban y
fundían convertidos en una sola y monumental creación artística, en el centro
geométrico del redondel de Las Ventas.
Julio Aparicio fue el
creador. Ocurrió de súbito. Trasteado el toro en unos armoniosos pases de
tanteo, debió venirle de golpe la inspiración, corrió al centro geométrico del
redondel, citó desde esa distancia, embarcó al toro que acudía vivo y fijo a
tranco alegre, y de ahí en adelante obró el prodigio de transfigurar el toreo
técnicamente perfecto en una explosión de fantasía.
¡Qué locura, entonces!
El público pasó del pasmo al delirio.
Palabra de maestro. Razón suficiente para que Aparicio
demostrase, ¡el día de su confirmación!, que era un grandioso torero. El
problema es que, terminada la faena, se creó el personaje. A partir de entonces
ya se anunciaba, con vestidos cada vez más recargados, junto a Curro Romero en
corridas de arte y ensayo como la de la alternativa de Uceda Leal, a la que
Vidal, el mismo que se había deshecho en elogios con el faenón aquél, le dedicó
una crónica en la que se intuye (si se lee bien, se ve) la diferencia que
Vidal establecía entre los dos artistas pintados, el “torero y maestro”, Curro
Romero, y Julio Aparicio.
Aparicio ya era entonces como esos poetas albertianos que
escribieron un buen libro a los veinte años, pero que luego la vida, el malditismo
y el afectado mundo del artista pintaron bastante más que sus poesías. O que,
como le predijo Alexandre a Claudio Rodríguez cuando le llevó el Don de la ebriedad, ya no podrían
alcanzar nunca la misma altura. Alexandre metió la pata, pero es una pata contumaz
que ha determinado, para mal, la biografía de Claudio Rodríguez (esa pata que
metió Ortega en las novelas de Miró, que el pobre Gabriel ya no se pudo quitar
de encima), y en el caso de Julio Aparicio quizás aquella faena fuera tan
superior al propio artista (así es buena parte de las más grandes obras) que el
resto de su carrera se convirtió en un colgar más caireles en el vestido y
sentir el peso de la impotencia.
Ese
cuerno que le sale a Aparicio por la boca le inhibe a uno de hacer sangre de la
coleta caída. A fin de cuentas, quitarse la coleta no es nada. Por detrás, la cara
de falso duelo de Ortega Cano está diciendo que eso no es nada, que la coleta
es publicidad, programas del corazón, lágrimas de cocodrilo, el diestro está
muy animado porque ha encontrado un nuevo amor, así hasta que, como hizo él,
vuelva y se vaya pero antes de irse se despida más que los payasos, y diciendo
adiós y abrazándose desde el centro del ruedo con un ramo de claveles irá sumando contratos. Pero no. Yo creo que Aparicio había optado más por el
malditismo estético, no por las actuaciones de circo. El día que se ponga al
mismo nivel que el zángano de Rafi Camino borraré de mi memoria aquella crónica
de Joaquín Vidal. La faena de Perera, por lo que se ve en las crónicas, ya está borrada.
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