La crítica
de De ratones y hombres, de John
Steinbeck, que se representa estos días en el Teatro Español de Madrid, no deja
pasar lo obvio, y hace bien: que la cosa viene de Frankenstein y llegará hasta
Azarías. También rebosa de indiscutibles elogios hacia Roberto Álamo, el Lenny, el Azarías de
la pieza (un actor que parece especializado en monstruos, y que en papeles no monstruosos aún lo tengo por ver igual de bien), y no los escatima con el resto del elenco. Como los críticos ahora
forman parte del espectáculo, que es como si los críticos taurinos fuesen de
capea con los matadores, las críticas suelen convertirse en un repaso a los
créditos que parece escrito por el primo de todos los actores, iluminadores,
escenógrafos y hasta taquilleros. La crítica de Marcos Ordóñez en El País lo
tiene todo, incluso algo que da idea de cuáles son nuestros verdaderos males
teatrales. Para Ordóñez, lo único defectuoso es el texto, y el único que no
está a la altura, John Steinbeck. ¡Con dos cojones!, como se dice,
repetidamente, en la versión española.
A
Ordóñez no le gusta que sea una tragedia. No le gusta la cosa esa del destino,
del fatum, de la catarsis. No le apetece nada que el espectador se esté viendo
venir no lo previsible sino lo irreversible, que no tienen nada que ver. Es posible
que a Ordóñez le parezca que Eurípides es un vejestorio, y seguramente es de
quienes, cuando tiene que ver un texto, digamos, de Mailer,
va disimulando su aburrimiento con jaculatorias a los actores. A Steinbeck le
reprocha, como un truco, como un fallo, que la mujer del hijo del jefe se quede
a charlar con Lenny en la espantosa escena final. Le afea que tengamos que ver
una pieza sin sorpresita, sin pero resulta
que, sin besos y abrazos y tan solo con lágrimas de comisura izquierda,
lágrimas sin querer, no producto del espasmo ni de las entrañas sino de la fría
constatación, que es el tipo de lágrima que aflora en De ratones y hombres.
Yo lo
plantearía exactamente al revés. El texto es potentísimo (demasiado poca materia
dramática, en palabras de Ordóñez), y se nota, para bien, que es la adaptación que
escribió el propio Steinbeck de la novela que publicara en 1936. Se nota en que
avanza y muestra, no informa del argumento. Nada más empezar me mosqueé un poco
porque George (Fernando Cayo, a mi juicio el mejor) recapitula e informa del
pasado, algo que en teatro siempre me ha aburrido. Pero la cosa se queda ahí,
en un resumen para explicar qué hacen ahí esos dos tipos, esos dos trabajadores
nómadas, uno grande y tonto, el otro encadenado a cuidar de él (¿a cuidar por
qué?, pregunta que Fernando Cayo sabe formular estupendamente a lo largo de la
obra), que se tienen que ir de todas partes, de todos los trabajos, porque el
tonto, Roberto Álamo, siempre mete la pata. Basta. Uno está cansado de los
lentos desvelamientos. Como haría Carlos Saura en su obra maestra, La caza, primero lo cuenta todo y luego
empieza la película.
Y esta empieza
con una torrencialidad angustiosa que es, por encima de todo, obra del texto,
incluso de este texto tan madrileñista en el acento, tan trufado de tacos y
amontonado de intervenciones, un poco en la norma que se implantó en la época
de David Mamet, con todos los actores como cocainómanos desesperados, y que
consiste en convertir los dramas tremendos en dramones tremebundos (algo, por
cierto, Ordóñez, muy euripídeo). El más histérico de todos, aquí, es el Curly
de Diego Toucedo, el hijo del dueño y marido celoso, un inútil, y aquí, además,
un bufón enloquecido. Yo no sé qué parte le corresponde a Toucedo y qué parte a
Miguel del Arco, pero Curly no necesita ir corriendo a todas partes ni pegar
esos gritos. Ya sabemos que es imbécil. Su papel es el de imbécil, de modo que
no es necesario que riegue el patio de butacas con sus berridos. Pero, ya digo,
no sé si es solo culpa suya. La obra entera está un poco subida de gritos,
pintarrajeada de penumbra, embadurnada de movimientos inútiles, de una
iluminación insuficiente y de una niebla excesiva. Los actores no pueden
estarse quietos, ni siquiera derechos. Se pasan la obra rebozándose por los
suelos. Pero son muy buenos, la mayoría extraordinarios, lo que quiere decir
que sin tanto chillido y tanto arrastramiento la cosa habría resultado igual de
intensa. Es el brochazo vanguardista, ese proceso de usurpación del texto por
parte de los gestos y del decorado que, sobre todo en Europa, ha despreciado
sistemáticamente lo que con tanto tanto desdén llaman realismo, el teatro que
para ellos murió para siempre en los dramones de Ibsen y renació de la mano de
Strindberg. Mailer incluido, Steinbeck incluido. En Estados Unidos no triunfó de
un modo tan excluyente la tiranía del distanciamiento, no se revisitó el teatro
para desprestigiarlo. El resultado es que sus piezas realistas persisten vivas
y coleantes, y sus autores siguen siendo necesarios.
A pocos
metros del Teatro Español, sin embargo, en la Puerta del Sol, a la misma hora, unos
cuantos miles de ciudadanos clamaban por toda la lista de temas que se ponen
tan crudamente sobre el escenario en la obra de Steinbeck. Frankenstein/Azarías
aparte, el mundo que se nos presenta es el de seres humanos tratados como
bestias de carga, amos que heredaron su poder y lo legarán al inútil de su
hijo, viejos a los que se deja en un rincón hasta que ya no sirvan para nada y
se les arroje a la cuneta, trabajadores amedrentados por los caprichos del
patrón, además de dos figuras que en 1936 tenían pleno sentido: la mujer que si
quiere respirar la toman por puta y el negro al que solo le permite compartir
techo con los perros. Incluso trata Steinbeck el servilismo a que conduce la
soledad (“la miseria económica engendra miseria moral”, dice Baroja), hasta qué punto el
que tiene una bota que le pisa el cuello trata, si puede, de pisar el cuello
del que tiene más abajo, como la obscena, triste, despiadada secuencia del
perro. A pocos metros del teatro, en la Puerta del Sol, se clama por el mismo
huertecillo al que aspiran Georges y Lenny, los mismos suaves conejos, pero en
las tablas del teatro se advierte también de que forma parte del sistema que
las víctimas, más que luchar por sus derechos, se cuezan en su mala sangre.
De todo
lo cual el crítico parece no haberse enterado. A él le gusta la iluminación, el
decorado, sus coleguillas los actores, pero eso de la tragedia, eso de lo que
está pasando, eso no tiene nada que ver con el teatro. Así despide su crítica,
deseando ver una comedia, como si presenciar el impresionante drama de
Steinbeck hubiera sido uno de esos días de trabajo aburrido, oficial, salvado
solo por el gran hacer de sus amigos.
Hay que
joderse, cómo está El País. Ayer, en un horóscopo (¡en un horóscopo del diario
El País!) leí la siguiente frase, referida al signo de Sagitario: “La
secretaria, la niñera o la asistenta pueden no llevar bien los cambios
inesperados: será mejor dejar instrucciones claras por escrito si se va a estar
fuera, incluido lo que hay que hacer si la mascota no se encuentra bien”.
Si
publican estas cosas, ¡cómo les va a gustar Steinbeck!
Grande Antonio, eres grande. Te admiro tanto que cualquier día de estos pido tu mano.
ResponderEliminarSoy Roberto Álamo, actor que representa el papel de "Lennie" (no "Lenny") en la obra de teatro que citas en tu artículo.. Solo deseo realizar dos puntualizaciones:
ResponderEliminar1ª/ En relación a: " un actor que parece especializado en monstruos, y que en papeles no monstruosos aún lo tengo por ver igual de bien", me deja perplejo y me horroriza (pero allá usted con sus conclusiones) que considere un monstruo a un ser humano que no tuvo demasiada suerte en la vida y que acabó como acabó, es decir, suicidándose (estoy hablando de Jose Manuel Ibar "Urtain"). Obviamente, mi perplejidad y horror aumentan al constatar que usted, Don Antonio Castellote, considera , de nuevo, un ser monstruoso al personaje de Lennie, es decir, a un ser humano con discapacidad intelectual. Insisto, me genera tristeza su percepción acerca de los seres antes citados, pero qué le vamos a hacer...solo puedo desear que algún día, en algún momento (y lo digo sin un ápice de ironía), su opinión hacia "ellos" se normalice-humanice.
2º/ En relación a: "A él le gusta la iluminación, el decorado, sus coleguillas los actores...". No tengo el gusto de conocer al señor Marcos Ordoñez, por lo tanto, no puedo ser su "¿coleguilla?". De Marcos Ordoñez sólo conozco sus opiniones acerca de los montajes teatrales a los que asiste.
Sin más, un abrazo y que le vaya bien, Antonio Castellote.
Le rogaría, con el máximo respeto, que mi aclaración fuera publicada.
ResponderEliminarUn abrazo
Estoy de totalmente de acuerdo con la primera frase del comentario de Evaristo Torres.
ResponderEliminarUn abrazo, Antonio
Don Roberto,con el máximo respeto, creo que usted no ha leído bien la crítica del señor Castellote. Y si después de volver a leerla aún le quedan dudas, lea otras entradas del blog y se dará cuenta de que Antonio Castellote conoce muy bien nuestro idioma y está a cien millones de años luz de esas ideas que usted insinúa. Antonio Castellote no carece de sensibilidad hacia "ellos". Y para mí, Castellote es un monstruo. Un fuera de serie.
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