Después del regusto a sangre y queso rancio que me quedó con
Intemperie, me he ido al otro extremo
de la literatura campestre contemporánea: a la Arcadia feliz. Ha sido como
beberme un par de litros de agua clara después de una cucharada de grasa. Tenía
el libro de Chris Stewart aparcado junto a los de Dianne Ackermann (no tengo ni
idea de por qué) desde que en el 2007 me lo regaló mi amiga Raquel, que
entonces, cuando apareció el libro en español, vivía en Granada. Otras lecturas
se cruzaron y ha sido ahora cuando he ido a beber en él como una cabra que por
fin encuentra un manantial. Y me lo he pasado tan bien que nada más que acabe
este recordatorio me iré corriendo a por el segundo volumen, El loro en el limonero, que mañana ya es
fin de semana.
Chris
Stewart es un discípulo de John Seymour. El optimismo que tanto se publicita
(incluso en el subtítulo) no es más que la prosa sonriente de Seymour cuando
nos cuenta las ventajas y los inconvenientes de la autosuficiencia en el campo.
Siempre recordaré el implacable razonamiento que da para no limpiar los
establos a menudo: el estiércol es blando y da calor. Ahí había un inglés. En Caballos de labor dedico unas líneas a
este hombre.
…Seymour era algo así
como un jipi con amor al trabajo para quien la libertad no era tanto dejarse
crecer el pelo como plantar las patatas que te vas a comer según un método
racional, tan alejado del negocio especulativo como de la tufarada psicodélica.
No se trataba de volver al campo para vivir como animales ni tampoco de perder
el tiempo con hinduismos, sino de ser parte de la naturaleza, vivir con ella,
eliminar la relación con el capital y estar orgulloso de ello. Era un comunismo
individualista, en todo caso una cooperativa de la buena voluntad.
Así veo
yo a Seymour y así veo a Chris Stewart, y es lo mejor que me podía ocurrir como
lector, porque ambos tienen ese sentido del entretenimiento que pasa por la falta
de pereza y de prejuicios, y por la conciencia de que la tradición consiste en
usar lo que tienes más a mano de la forma más inteligente posible, que además
suele ser lo más útil y lo más barato. Son hombres de acción en el único
sentido al que todos tenemos derecho: la ilusión del quehacer, la posibilidad
real de ser feliz en la naturaleza y no necesitar la piedra de Sísifo para
llegar eternamente a fin de mes.
Ambos
son ingleses de toda la vida, tan resueltos como Robinson Crusoe y tan
optimistas como el vicario de Wakefield. A la hora de tomar decisiones que a
los de cultura católica nos parecen tremendas, ellos las reducen a su
mínima expresión. Si el ser humano ha hecho lo que yo voy a hacer durante
siglos, vivir en un cortijo aislado en Las Alpujarras, ¿por qué no puedo
hacerlo yo? Esta sencilla pregunta está en la base de buena parte de nuestros
problemas económicos, dicho sea de paso. Pero no es algo que pueda imponer un
gobierno de buenas a primeras. Nuestro Daniel Defoe fue el Padre Isla; nuestro
Oliver Goldsmith, José Cadalso; nuestro Samuel Johnson, Gaspar Melchor de
Jovellanos, y solo en sus libros de viaje. Sí encontraríamos, luego, algún equivalente de Thomas Hardy, desde Pereda a los naturalistas tardíos, y ya metidos en el XX quizás haya algún autor popular al estilo de Hugue Walpole, Delibes aparte.
Leyendo
a esos autores (a los ingleses) uno se da cuenta de que pueden seguir conviviendo con
naturalidad en una novela autobiográfica contemporánea y, mutatis mutandis,
suenan igual de bien. Chris escribe estupendamente, dicho sea con
el sentido que en castellano damos al adverbio estupendamente: algo que resulta bueno por suficiente, eficaz por
sencillo, que subordina la fluidez y la alegría de su prosa al hecho de que sea
interesante aquello que esté contando. No escatima hermosísimas descripciones de
la naturaleza (sería impropio de un inglés) pero mide perfectamente las
historias y las cuenta en lo que dan de sí, sin más palabrerío, sin un gramo de
grasa, pero también sin esa velocidad innecesaria, anfetamínica, que parece
requerir la prosa moderna. La prosa de Chris Stewart es la buena prosa inglesa
de siempre. Seymour también exhibe esa precisión en la descripción de los
objetos y su funcionamiento y esa otra, digamos, precisión poética que consiste
en descubrir el modo más hermoso de nombrar la simple realidad. Hay una
obligatoria levedad en esta prosa, perfectamente justificada por la necesidad
estética de no andarse por las ramas y de estar a la altura de la desnudez que
intenta describir.
Lo digo
porque este es el clásico libro que con los años parece lastrado por el fulgor
de su éxito primero. Nos pensamos que duró su tiempo y se apagó. En absoluto.
Los quince años desde su aparición le han sentado estupendamente, porque además
no es una obra cerrada, sino un modo tradicional (inglés) de contar la vida en
el campo y la lucha en tierra extraña con la naturaleza. El propio Stewart cita
con admiración a Juliette De Bairacli Levy, cuyo libro Spanish Mountain Life ya hemos encargado en Amazon, y que tiene la
pinta de ser una maestra en el género.
De modo
que para valorar la obra de Stewart no conviene aplicar las exigencias
dramáticas de las novelas, afortunadamente, sino las del género robinson, y las del amor al campo, tan inglés. Es más:
incluso sería reprochable que se hubiera entretenido en dramas interiores
habiendo un río del que hablar. El género lo impide, al menos como protagonista
de la historia. Ni el narrador ni ese gran personaje que es Domingo son los
protagonistas. Lo es, siempre, el campo, la vida en el campo, la felicidad de
un campo de ababoles, la infinita sensación de libertad, el amor a las tareas
útiles, a las estrategias pastoriles, el entusiasmo ingenuo que debe sentir todo
aventurero. Y cambiar Londres por un cortijo sin agua ni luz encaramado a una
peña de Las Alpujarras no deja de ser una aventura.
Es la
naturaleza la que hace lo que siempre le pedimos a los personajes, que cambie,
que se desplome, que resurja, que nos acaricie y nos azote, cercana,
imprevisible, siempre acogedora y siempre grandiosa. Los demás son figuras del
paisaje. Ana, la mujer del narrador, es la clásica mujer inglesa dulce, práctica
y testaruda. Domingo, el gran Domingo, es el mejor retrato posible de un hombre de
campo en España, desde luego el más auténtico. He
conocido a algún que otro Domingo, y efectivamente son así, buenísimas
personas, tan desprendidos como retraídos, leales por naturaleza, y también
broncos y maniáticos cuando toca, nunca por ofender a nadie, sino por seguir la
lógica más natural. Solo por este Domingo ya no merece la pena tratar el asunto
del desarrollo de los personajes y todas esas historias. Aquí las heroínas son
Las Alpujarras, y Chris Stewart un inglés que las disfruta.
Me voy a
por el segundo volumen, antes de que me cierren.
Se me había olvidado su lectura pero al ver la portada, esbozo una sonrisa recordando su lectura y el buen rato pasado con él.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pues ve preparando el tercer volumen de la trilogia: Almendros en Flor.
ResponderEliminarSu implicación en el drama de la inmigración desde Marruecos y en "poner en oden" la valoración humana a la que tiene derecho toda persona, describiendo con detalle la vida en Marruecos, la hospitalidad de su cultura.... Así como su personal peregrinaje por la ruta de los emigrantes desde que bajan del cayuco en las costas de Algeciras. Ya por ello merece la pena leerlo. Si además llerlo es un ejercicio de positivismo y buen humor y esperanza, que más pedir.
Y yo después de leerte me he ido corriendo a la biblioteca y he conseguido un ejemplar antes de que cierren. Gracias, Antonio
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