Un loro en el limonero no es una novela
campestre, como sí era Entre naranjos,
sino un inventario del material sobrante. Salta a la vista, leyendo las tediosas y
elongadas historietas de Stewart, que la editorial quiso sacar tajada del
merecido éxito de aquel primer volumen. Uno casi se imagina la conversación:
-Chris,
debes sacar un segundo volumen.
-Ah,
bueno, ahora que pienso no dije nada de la yegua Lola y…
-No, no,
no, Chris. Nada de animales malolientes. Ya hemos tenido bastante. Ahora tienes
que contar historias que atrapen al lector. La gente está muy interesada en tu
etapa como batería de Génesis y
cuando trabajaste en un circo y…
-¿Tengo
que contar mi vida?
-Tu vida
es muy interesante, Chris, y nadie
entendería que ahora te convirtieses en una especie de Miss Read de Las
Alpujarras. Escribas lo que escribas, vas a vender montones de libros. En
realidad, da igual lo que escribas. ¿Tienes algo preparado?
-Pues…
Bueno, una vez empecé una novela sobre mis viajes a Noruega para esquilar
ovejas.
-Estupendo.
Ya tenemos un capítulo. Otro con Génesis.
-¡Pero
si me echaron por malo antes de grabar ningún disco!
-¡Y eso qué
más da! A ver, qué más tienes.
-Bueno,
la verdad es que ahora casi no me dedico a las labores agrícolas. Tengo un
empleado y…
-No me
digas que no ha ocurrido nada en tu vida: se supone que tu hija es una andaluza
de padres ingleses, y que tú eres un enamorado de Andalucía. ¿No me dijiste que
una vez, de joven, fuiste a Sevilla para aprender a tocar la guitarra?
-Sí…
-Otro
capítulo. Qué más. Algo insólito. Pero nada de cabras. Hazme caso, Chris, déjate
llevar por lo insólito. Eso siempre funciona. ¿No hay en tu casa algún animal
que no apeste ni se cague por todas partes?
-Tenemos
un loro.
-Perfecto.
Un loro que se lleva bien con tú mujer pero tú lo odias. Es lo que le pasa a
tres de cada cuatro británicos.
-¿Pero
qué emoción puedo encontrar en todo eso?
-Es
verdad. Tienes que ponerle emoción. ¿No has tenido ninguna bronca?
-No. Me
llevo bien con la gente.
-¿Ningún
español con patillas de hacha y un cuchillo en la bota te ha amenazado de
muerte por hablar con su amante holandesa?
-Pero
eso es Merimée.
-Eso es
lo que hay. Otro capítulo. ¿Cuántos llevamos?
Y así,
más o menos, surgió este libro apresurado, condescendiente, regodeante, tópico
y, sobre todo, de un género distinto al anterior. Porque Entre limones cubría el encuentro del hombre con el campo en un
país remoto, y si tenía tantas ganas de leer Un loro en el limonero es porque quería saber cómo se las arreglaba
el hombre una vez que ya ha dejado de luchar, que ya está integrado en el
valle. Quería leer cómo contemplaba la naturaleza y hablaba de aquello que
solo puede verse después de días de frecuentación, de todo lo que no puede
verse a primera vista. El encuentro
robinsoniano con El Valero tiene la sustancia iniciática necesaria para que el
narrador no sea Stewart sino cualquier hombre en ese mismo viaje, o sea un
personaje literario. Pero este segundo libro es la vida del señor Chris Stewart
y la naturaleza y las tareas del campo ya se dan por supuestas. Son estampas de la vida de un guiri que se lleva muy bien con los lugareños pero que no deja de considerarlos eso, lugareños, un deje inevitablemente británico que supo mantener a raya en el primer volumen, pero que en este segundo se le desmadra. Importan más
ahora los personajes curiosos, supersticiosos e iletrados, las anécdotas divertidas, que siempre hacen
gracia solo hasta antes de que se terminen, y a veces (la historia de la nota
para el colegio de su hija) ni eso. El narrador ya es el escritor Stewart, no
el inglés que se va a vivir a Las Alpujarras, y lo que se cuenta son anécdotas,
no episodios, con los pecios más flojos entremetidos en los más interesantes. Y
ese es un género ínfimo, el de recuerdos, ni siquiera memorias, el jubilado que
escribe bien y redacta unas crónicas (para decirlo al estilo de las memorias de
Bob Dylan, pero sin ser Bob Dylan), o toma como referente A salto de mata, el libro de Paul Auster que menos me interesa,
precisamente porque son sus memorias. Stewart nos cuenta lo que los sábados por
la noche contará a los otros ingleses del valle delante de un gin tonic en la
terraza de la piscina. Se nota que cree (él o sus editores) que cualquier cosa
que cuente estará bien, de modo que las más de las veces se duerme en la
suerte, algo que no hizo nunca en Entre
limones, y la obra, a cincuenta páginas del final, ya lleva tiempo despeñada en un tipo de libro que tiene su público pero que a
mí no me interesa en absoluto y que no debe aparecer en un ensayo de literatura
campestre. Sólo al final, cuando se deja de anécdotas autobiográficas, de guitarras y de tipos curiosos (esa fauna tántrica que florece por aquella zona como las chumberas, y sirve para lo mismo), Stewart hilvana dos episodios para adornar el mejor capítulo del libro, una excursión a Los borreguiles, pastos de altura de Sierra Nevada, por un camino que el que suscribe recorrió en cierta ocasión. Por un lado se abre un inevitable episodio ecologista, la amenaza de la presa, pero paralelamente nos va dando noticia de la construcción de una piscina ecológica, símbolo de paz y de dinero, que contrasta con un hermoso relato de unas navidades en tiempos de carestía.
Después de acopiar materiales de desecho vital (pues eso son siempre unas memorias), el libro florece hacia el tono que habríamos esperado desde un principio, quizá para animarnos en la idea de que en el tercer volumen no interrumpirá el relato tanto los logros y aventuras personales del narrador como la mirada del mundo en el que vive. Ángel Marco me ha dicho que este tercero merece la pena (muy astutamente, no me dijo nada del segundo), pero ya laten en la estantería las novelas de Thomas Hardy, que será el siguiente puerto en el que atracaremos.
Después de acopiar materiales de desecho vital (pues eso son siempre unas memorias), el libro florece hacia el tono que habríamos esperado desde un principio, quizá para animarnos en la idea de que en el tercer volumen no interrumpirá el relato tanto los logros y aventuras personales del narrador como la mirada del mundo en el que vive. Ángel Marco me ha dicho que este tercero merece la pena (muy astutamente, no me dijo nada del segundo), pero ya laten en la estantería las novelas de Thomas Hardy, que será el siguiente puerto en el que atracaremos.
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