Historia de dos ciudades (1859) es lo
que podríamos llamar una novela de romanticismo crítico. Por lo primero,
rivaliza en acción, misterios, cárceles, fugas y escapadas con la factoría
Dumas, y por lo segundo deja claro que entre los efectos perversos del
despotismo no solo está el tratar a tus compatriotas como animales, sino
también el convertirlos en bestias salvajes. Entre el marqués de Evremonte,
asesinado por el pueblo revolucionario al poco de empezar la historia, y la
señora Defarge, asesinada por la viajera inglesa poco antes de terminar, hay un
retrato sangriento y divertido, implacable y emocionante de lo que un inglés podía
pensar de la Revolución Francesa, a pesar de que, como también describe
Dickens, en Inglaterra, en la otra ciudad, hiciesen de la horca un pasatiempo
cotidiano. El asco y la reprobación con que retrata a esos aristócratas de
aparatosa peluca y cutis de muñeca vieja solo es comparable con el que utiliza para
los revolucionarios ciegos, sedientos de venganza universal, que aplicaban los
mismos privilegios hereditarios para morir que ellos, los aristócratas, habían
utilizado siempre para someterlos. La señora Defarge no se conforma con mandar
al cadalso a Charles Dornay por ser un vástago del opresor, por más que el
propio Dornay fuese contrario al absolutismo; quiere también matar a toda su
familia, a todo el árbol genealógico si fuera necesario. Su marido, el mismo
que traiciona al doctor Manette, cree que ha llegado un punto en que ya es más
que suficiente, ya han rodado bastantes cabezas, ya su mujer ha tejido bastante
calceta en primera fila, sin importarle demasiado que le salpicase la sangre.
Pero ella no. Ella tiene motivos para
una venganza infinita, tan enloquecidos como perturbador es el recuerdo de lo
que los antepasados de Dornay hicieron con ella y con toda su familia.
A pesar
de que Dickens no se para en teorizar al respecto, su diseño de los personajes
está tan alejado de la farsa sádica de los borbones como del rencor
inextinguible del populacho. Su narración de la carmañola, el baile de las
masas borrachas de venganza, no tiene nada que ver con la tradición alegre de
los que estrenaban libertad, más bien con una catarsis dionisíaca en la que
cualquier locura tenía la misma justificación que las que hasta entonces
habían cometido los señores. El papel de Mr. Lorry, un banquero inglés, modelo, a
sus setenta y tantos años, de caballero intrépido, es la prueba permanente de
que la Revolución Francesa fue una colisión entre los extremos que solo podía
encauzarse con el modo de vida que ya llevaban en las islas. El propio Charles
Dornay quiere ser inglés, e incluso el doctor Manette, el mejor personaje de la
novela, tiene esa melancolía diquensiana del padre de Agnes en David Copperfield. Los tribunales de
Londres, suele decir, funcionan mal, pero conservan ciertas garantías. No hace
falta que un individuo se llame ciudadano para saber que lo es. Todos ellos
(salvo, quizá, Dornay) representan profesiones liberales, abogados, médicos,
una burguesía de la que no hay rastro en París, donde los que no son amos o
lacayos de los amos son el pueblo sans
culotte. No sé si Dickens nos escamotea aquí deliberadamente una
comparación de clases sociales homogéneas o es que en la Revolución Francesa solo
había pobres y ricos. A los jacobinos solo se los menciona, si no me he
despistado, una vez, cuando el chivo expiatorio, Carlton, ha empezado a poner
en práctica su plan para salvar a Charles Dornay de la guillotina. A Dickens no
le interesa que Lorry y Manette discutan sobre las célebres contradicciones
jacobinas. Son víctimas de la contradicción, y por lo demás la novela es
acción, no digresión, acción prieta y veloz, sin más remansos que la
generosidad con que deja hablar a sus personajes, aun cuando se estén muriendo,
como el Basilio cervantino.
En esta
espléndida composición narrativa solo hay una cosa que me chirría un poco; es
decir, solo hay un detalle que me parece propio de otra época, porque el resto,
de la primera a la última página, pasaría hoy en día por una excelente novela
histórica recién escrita. Ese detalle tiene que ver con la trama de personajes
secundarios que arma finalmente la novela. El encuentro entre la señorita Pross
y Salomon, su hermano perdido, a la sazón oveja,
esto es, espía de la cárcel, me parece del todo gratuito, y la única concesión
a esa clase de convenciones argumentales que en la época de Dickens (y ahora)
todavía provocan placer en cierto tipo de lectores. En mí no mucho, sobre todo
cuando disfruto de la maestría con que lleva las riendas de la diligencia
desbocada que es esta novela. El asesinato del marqués es uno de los mejores
capítulos que he leído en Dickens, y el doctor Manette y el shakespeariano
Carlton, dos grandes personajes. El uno lucha contra las secuelas mentales de
un largo cautiverio en la Bastilla, que se reproducen al contacto con la
crueldad, y el otro es en sí mismo y personaje para una novela entera, el
abogado brillante y disipado, desgarradamente solitario, a quien se le ofrece
la amistad pero se le niega el verdadero afecto, y que decide dar la vida por
algo que merezca la pena. Al romanticismo francés de un Dumas en la composición
de la novela, viene a sumarse, como colofón, el romanticismo inglés de un
Byron llevado hasta sus últimas consecuencias. Por eso sí se puede dar la
vida, parece decirnos Dickens, por algo que mantenga tu nombre vivo entre
quienes tienen motivos para quererte, entre los únicos que pueden perdonarte
porque son los únicos que no te confunden entre la multitud, que saben quién
eres.
Coincido en casi todo. Acabo de releerla y he vuelto a disfrutar muchísimo. Con Los Papeles del Club Pickwick, lo mejor de Dickens.
ResponderEliminarQuizá sean fetiches de juventud, pero yo entré en Dickens por 'Casa desolada' y tengo un grato recuerdo. Debería releerla. Me dejas con la curiosidad de en qué no coincidías conmigo. Gracias.
EliminarSí, te lo digo. Para mí, el Dr. Manette es el hilo conductor de la novela pero el mejor personaje no es él sino Sidney Carton. Me parece un personaje, como tu bien dices, shaskeperiano y que daría él solito para un novelón.
ResponderEliminarSí, ese Sidney es mucho Sidney. Yo le veo un aire a Steerfort, el de 'David Copperfield', ese dejarse caer. Desde luego, si Dostoievsky hubiera tenido que elegir un personaje de Dickens para escribir una novela, lo habría elegido a él. A cualquiera de los dos.
EliminarUn placer.