“Próxima estación, Orcasitas”, dijo la
megafonía, y yo entonces fui consciente de que estaba en un tren a las siete y
media de la mañana de un día laborable, atravesando polígonos industriales, y
leyendo a Tito Livio. Frente a mí una señora leía en su kindle ultraligero un
tocho de literatura de sobremesa (lo sé porque al salir he leído alguna frase en la pantalla de letrajas gordas) y le tiraba
reojos a la portada de mi edición de Gredos, de la antigua Gredos, antes del
cloro y la tinta invisible, con letras doradas y encuadernación en cartoné.
“Menudo
tocho”, debía de estar pensando la señora. Y el caso es que estábamos leyendo
más o menos lo mismo. Ella lee una narración de acontecimientos insólitos y yo
también. Ella lee una novela histórica con unos pocos datos fiables y todo tipo
de exageradas invenciones y yo también. Ella lee un libro que cambia de tema
antes de que el tren llegue a la siguiente estación y yo también. No sé si yo
disfrutaría o no con su megalibro, pero es posible que ella sí disfrutase con
el mío.
Ella no sé qué habrá leído, pero a mí me ha dado tiempo para un puñado
de historietas. La historia de Numa Pompilio (Méndez Álvaro), un rey célebre
por su carácter pacífico y por su bondad del que solo tenemos un dato
histórico, su nombre, a pesar de lo cual Tito Livio nos da todo lujo de
detalles que avalan su bonhomía, entre ellos el de inventarse milagros para que la gente creyera en los dioses, porque
“al
quedar libres de preocupación por el peligro exterior, para que la tranquilidad
no relajase los ánimos que el miedo al enemigo y la disciplina militar habían
refrenado, pensó que, antes que nada, debía infundirles el temor a los dioses,
elemento de la mayor eficacia para una masa ignorante y en bruto como era la
que había por aquel entonces” (p. 197).
A Numa Pompilio le sucedió Tulo
Hostilio (Doce de Octubre), que era todo lo contrario, un rey belicoso y
broncas, que nada más llegar al poder la emprende con los albanos. Tras algunas
escaramuzas e intercambio de legados (Orcasitas), Tito Livio nos cuenta la
historia de cómo, en principio, resolvieron el conflicto. Resulta que, como iba
a derramarse demasiada sangre y los dos quedarían demasiado debilitados para
hacer frente a terceros, acuerdan, en un tratado tolstoiano (“Cada tratado tiene
sus propias cláusulas, pero todos se ejecutan con un procedimiento idéntico”),
que para no malgastar vidas elegirán tres guerreros por cada bando y los
pondrán a pelear. Cuando los gemelos Curiacios, tras sangrienta pelea, han acabado
con dos de los Horacios, al tercero, el único que queda vivo, se le ocurre una
idea: huir. Los tres gemelos enemigos echan a correr detrás de él, pero como
ninguno de los tres había recibido las mismas heridas, no corren a la par, y
forman una fila india que se va estirando hasta que el astuto Horacio se da la
vuelta y los rejonea de regreso uno por uno, sin que los otros puedan ayudar
porque se han quedado demasiado lejos (Puente Alcocer). Pero ese astuto hermano
era, sin embargo, un salvaje, porque resulta que uno de los gemelos que había
matado se iba a casar con su hermana, y cuando Horacio regresó victorioso, con
los despojos de los gemelos muertos (3 gemelos 3), la muchacha vio el manto de
su novio y se echó a llorar, y se mesaba los cabellos y se rasgaba las
vestiduras, y su hermano entonces se acercó a ella y le dijo:
“Marcha
con tu amor a destiempo a reunirte con tu prometido –le dice-, ya que te olvidas de tus hermanos muertos y del
que está vivo, ya que te olvidas de tu patria. Muera de igual modo cualquier
romana que llore a un enemigo” (p. 209).
Y la atravesó
con la espada delante de todo el mundo (Villaverde Alto). Aunque eso no se
podía quedar así, naturalmente. No se podía consentir tamaña crueldad, así que
montaron enseguida un jurado popular para condenar al hermano salvaje, que por
una nonada se había cargado todo el prestigio que consiguiera con su fuerza y
con su astucia. Solo pudo salvarlo su padre, que también era muy listo y le
planteó al jurado el siguiente sofisma: “¿No os basta con que haya perdido a mi
hija?”, que convenció inmediatamente a todo el mundo y significó la salvación
de un héroe despreciable (Zarzaquemada).
Aún
he tenido tiempo de leer la guerra contra Veyos y la espeluznante ejecución de
Metio (Leganés) y la destrucción de Alba y la guerra contra los Sabinos (Parque
Polvoranca), todas ellas salpicadas de prodigios y curiosidades, lugares
perdidos y frases célebres, estratagemas militares y discursos emotivos,
detalles irrelevantes para la historia de la realidad, pero no para la historia
de los pueblos. Tito Livio, como Heródoto, escribe lo que considera verdadero y
lo que le parece una invención; a veces previene al lector contra la divertida
fantasía que está a punto de contarle, y otras lo cuenta él muy serio, como si
se lo creyese. El resultado es siempre igual de entretenido.
Al
salir de la estación de Parque Polvoranca he guardado el libro, he descruzado
las piernas, he regresado al mundo. Mi compañera de vagón aún seguía hacia
Fuenlabrada. Al abrirse las puertas se ha cerrado un mundo aparte, el mismo que
ella ha podido alargar alguna estación más que yo.
Precioso relato
ResponderEliminarHa sido una auténtica gazada compartir este viaje contigo y con tu libro. Viaje ilustrado y provechoso. Gracias. Hacía siglos que no "accedía" un libro de Gredos...
ResponderEliminarCada vez tengo más simpatía por el Kindle. Tengo la certeza de que este artilugio y similares avanzan a pasos agigantados. Eso no significa dejar de lado a los libros de papel ni muchísimo menos...
Un abrazo