Estos días son así desde hace muchos
años. Sábados de descanso avaricioso, cielos nublados, fuego lento, siesta de
general, un rato de lectura y, por la noche, la película de Woody Allen, casi
siempre en los Ideal de Doctor Cortezo. Cuando hablamos de personas que todos
los días del año hacen lo mismo, siempre nos referimos a los que viven una
monotonía indiscernible, pero no a quienes hacen lo mismo todos los 3 de
octubre, todos los 26 de enero, cada 7 de noviembre. No hay sorpresas de año en
año, pero uno va ganándole terreno al calendario, y además tiene la sensación
de que vive una rutina no impuesta, una construcción personal.
Así que, mientras dure, seguiremos
peregrinando año tras año a los cines Ideal, a ver la última de Woody Allen.
Hay años en los que la rutina se alimenta de sí misma porque la película es un
poco floja. Es lo que ocurrió el año pasado, con la historia aquella del mago,
pero no este otoño, porque Irrational man
es de los títulos que convalidan la
costumbre, reverdecen viejos placeres estéticos e intelectuales y de paso nos
aclaran por qué poco a poco nos vamos alejando del cine contemporáneo. Y a
Woody Allen yo diría que le pasa lo mismo: a estas alturas de su carrera ya no
se alimenta con cualquier cosa. Su cráneo privilegiado no pide sopitas amables.
Su inspiración no surge de la adorable ancianidad sino de un libro de
Dostoievsky, de quien la chica de la película, Emma Stone, ha leído la obra
completa. Y el protagonista, un estupendo Joaquin Phoenix, lo ha llevado a la
práctica. Phoenix es el Rodión que comete un crimen que, de no ser por sus
efectos colaterales, podríamos considerar no demasiado injusto, y Stone es
Sonia, la muchacha que le exige que se entregue. No hay comisario, que se habría
comido la trama, ni familia miserable, que habría justificado a Phoenix y
encarecido considerablemente la película, aparte de que Woody Allen ya no sale
de los paraísos cool neoyorquinos, de los campus idílicos y de la ropa cara.
Salvo
el final, la película crece sobre esa misma trama, algo que Allen repite varias
veces para evitar suspicacias. Pero el final, ingenioso, es una negación de la
novela de Dostoevsky, al menos por lo que respecta a Raskólnikov, y también, en
menor medida, a Sonia. La impresionante grandeza del final de Crimen y castigo es aquí de una sonrisa
amarga. No vence el espíritu sino la conciencia. Phenix, el profesor de
filosofía, ha cometido un crimen justo y perfecto que le devuelve las ganas de
vivir y no el tormento que asedia a Raskólnikov. Pese a ser filósofo, no es
capaz de toparse con sus propios actos; antes encuentra su justificación en
una especie de justicia superior. Pero la alumna enamorada,
la Sonia de esta película, ni siquiera es tan coherente hasta el final con su
conciencia y con sus sentimientos. Sí le puede, y además instintivamente, el rechazo
natural al crimen, pero es demasiado lista como para dejarse llevar. El hombre contemporáneo ha cambiado el final de Crimen y castigo. No tiene valor para
ser del todo malo ni del todo bueno, pero al menos quedan rastros de filosofía.
Se me quedará en la memoria la escena en la que la alumna da tres días al profesor
para que cumpla con su imperativo categórico. La repugnancia que siente la
alumna es casi física, no puede penetrar los territorios atontados del amor.
Allen lo abrocha todo con un último llamamiento a Diógenes, para que nos riamos
del ingenio pero después, ya con los labios en su sitio, pensemos en ello.
Woody Allen también sigue con la linterna encendida.
Se
habla de muchas cosas en esta película, del azar y de la filosofía práctica, de
la justicia y del aprecio por la vida, de la razón y de la sinrazón. Los personajes
se expresan con palabras largas y precisas, en frases que no dicen tonterías.
El placer es escucharlos, oír a la gente hablar, gente culta que utiliza un
lenguaje claro y ameno que invita a pensar. Hora y media sin escuchar diálogos
de molde, en un ambiente confortable y soso como es el de un campus americano:
la (muy buena) profesora desesperada por que la rapte hombre complicado y se la
lleve a España, que es muy romántica; el novio pijo y educado, insípido y
prescindible, el Yarbas, el Hemón de todas estas historias; la estudiante fea y
podrida de pasta, que hace como que estudia debajo de un Sotheby’s. Y poco más.
Salvo un cuidadísimo reparto de personajes con una sola frase, la película se
articula sobre muy pocos elementos, la trama está muy claramente delineada, con
la economía suficiente como para que quepan los ricos diálogos y no sobren las
escenas de comedia. Últimamente hay en Allen como un regusto añadido por las
películas baratas, como si la austeridad formal fuera otro atributo de su arte que cada otoño perfecciona.
El
humor de Allen también se estiliza con el tiempo. Lo reserva para las situaciones
especialmente dramáticas. Las acciones terribles hacen reír, y en los lugares
donde los demás emplearían chistes Allen habla de filosofía. Y no me detengo en
ellas porque merece la pena verlas, sobre todo ese toque altamente erótico que
Allen se reserva para los momentos menos propicios: en la cama los saca muy
tapados y cuando ya han recobrado la respiración, pero luego, en cualquier
esquina, te saca su lado más sensual. Me fijé en Vicky, Cristina, Barcelona, la escena de las dos muchachas cargando
un maletero, y desde entonces no hay película en la que, así como si nada, no dé
una lección de erotismo.
Hoy
domingo tampoco levantan las nubes, la gente aún no se ha echado a la calle y el
asfalto brilla con la humedad de la noche. Domingo de otoño, café caliente, la bernardina de la
película de Woody Allen. Y un Frenadol.
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