La
ley del menor empieza
como Bleak house y termina como The Dead. No es extraño. Bleak house es algo así como la decana
de las novelas de abogados, y The Dead
un símbolo de la melancolía en la mujer adulta. Dickens metió en la historia de
Esther el sistema judicial inglés, y Joyce pintó con delicadeza insuperable los
sentimientos puros (y por eso perturbadores) que ocultan las esposas
intachables. Entre uno y otro, otra excelente novela de Ian McEwan.
Esta vez no tocaba el novelista extenso de El inocente o la espléndida Expiación,
de la algo cargante Sábado (por
exceso de exhaustividad a lo Richard Ford) a la muy divertida Solar, sino el intenso, que para mí empezó con la un poco alambicada Amsterdam y me cautivó por completo con Chesyl Beach, a mi juicio una obra
maestra. Lo bueno que tenía Chesyl Beach,
aparte de su elegante composición argumental, era que McEwan podía ser tan
exhaustivo pero más concentrado, tan claro pero más eficaz que, por ejemplo, en
Amor perdurable, con cuya primera parte
tenía bastante que ver. El realismo preciso y transparente de aquella historia
era suficiente para conformar una
obra de arte. Y no era solo una cuestión de páginas, porque la poda necesaria
está siempre llena de poesía. La prosa de McEwan, la traducción de Zulaika,
pulida como el cristal, jamás desparramada, llena de precisión y naturalidad, tiene
la tensión necesaria para que no tire ninguna sisa. Quizá sea lo que más me ha
gustado, lo bien cortada que está.
La
ley del menor está tan bien trazada como Chesyl Beach pero además rivaliza en exhaustividad documental con
cualquiera de sus novelas largas. Conserva la ligereza de lo breve pero es
capaz de describir una parte tan verosímil como significativa del sistema
judicial inglés. Es fugaz como las historias que ocurren a la gente demasiado
ocupada pero está siempre en contacto con la realidad del mundo en el que vive.
Una juez, Fiona, tiene que decidir si un chico de 17 años, testigo de Jehová,
puede negarse a que se le trasfunda sangre para salvar su propia vida. Pero en
ese par de líneas había mucho y muy complejo que contar. Como novela de juicios,
todo está lleno de argumentos a contrario
demasiado buenos para ser resueltos de inmediato, y todos reclaman la máxima
urgencia. Hasta lo más evidente tiene una segunda lectura. Son las paradojas
con que un escritor se encuentra cuando está decidido a comprender a sus
personajes, en cierto modo a absolverlos.
Es lo que más valoro en un novelista,
que comprenda a sus personajes. Por eso me suelo aburrir con los implacables francotiradores, porque
fluctúan entre el personaje plano y el sermón dominical (o de sábado por la
noche, que viene a ser parecido). Aquí ya casi nos resulta simpático el marido
de la protagonista, que yo le he puesto en la lectura la imagen del
protagonista de Solar, el profesor
que quiere saldar cuentas con la vida y es la vida la que salda cuentas con él,
el calvo escarmentado, el pobre hombre que aquí tiene un papel ridículo pero
también comprendido por el narrador. Nos hacemos cargo. Conocemos a muchos
cincuentones dispuestos a gastar el último cartucho, a jugarse toda una vida
por el precio de la carne joven. Dan pena pero son tantos y tan parecidos que
más bien los vemos como víctimas de la condición humana. El punto de vista que
tiene McEwan con respecto a este hombre, Mark, es el mismo que acaba teniendo Fiona.
No perdonamos porque tengamos buen corazón sino porque reconocemos que podemos
ser igual de impulsivos y de miserables, y luego arrepentirnos.
El tema de la novela es delicado y
esta comprensión de los personajes está miniada de respeto en el caso de Fiona
y de Adam, el chico a punto de morir. Fiona es capaz de sufrir toda la
inseguridad del mundo pero cuando se sienta delante de una sentencia elimina de
su mente cualquier mota de sufrimiento. El dolor desconcentra. Fiona es de la gente
aparentemente inconmovible, en parte como reflejo de su profesión, que sin
embargo, por las noches y los fines de semana, sabe lo que significa ser
frágil. Es un arquetipo femenino, una mujer según desea verla un hombre, pero las
mujeres que conozco que han leído esta novela no lo han visto como algo tópico
ni denigrante: realmente es así. El zángano del marido se pierde nada más
abandonar la cueva, y la mujer tiene que ponerse a condenar y absolver a las
ocho de la mañana, después del berrinche, y menos mal.
Fiona nos gusta porque sabe cómo es.
Recuerdo un pasaje en el que se dice que nunca pudo tocar jazz al piano con
soltura. Las partituras difíciles de Mahler son pan comido para ella, porque
todo son notas, pero un pasaje afortunado de Thelonius Monk ya es harina de
otro costal. Y aun así sólo puede interpretar a Mahler con la debida soltura
cuando está llena de emociones, más incluso que de conocimientos, como si las
manos tocasen solas. Fiona se ha enfrentado a la emoción de que el marido la
abandone con sentimientos conscientes,
pero también ha de enfrentarse a otro tipo de emociones, y la exquisita
precisión y la minuciosa delicadeza con que MacEwan lo plantea son terreno
bueno para crezcan las emociones también en el lector. Las escenas del
hospital, más incluso que las del castillo, son de una ternura sobrecogedora.
Las novelas breves tienen la virtud
de que no pueden no jugársela. El relato entero descansa sobre una escena,
sobre un párrafo que si no funciona es que nada funciona. La escena del
castillo (no doy más detalles) es la que sujeta la novela entera, es arriesgada
pero no excesiva, se nutre de la gran lección de verosimilitud que viene dando
el autor desde el principio, pero aun así podía resultar, más que inverosímil,
increíble. En esos abismos, en esas soluciones tan comprometidas es donde una
novela se la juega, porque a partir de ahí ya todo tiene que ser por eso, y el tono y el ritmo se
aceleran en un sentido no narrativo sino emocional.
Durante la lectura puse una señal a
lapicero en el momento en que McEwan dejó un señuelo para desviar las
previsiones del lector. El chico, Adam, ha viajado de incógnito y bajo la
lluvia hasta el castillo británico y brumoso, para darle las gracias a la mujer
que le salvó la vida. Sí, es así de romántico, y está muy bien. Fiona, por
supuesto, le dice que informe a su madre de dónde está, y entonces uno siente
como si McEwan hubiera puesto un cartel con letras mayúsculas para indicar al
lector cómo va a acabar todo eso, por culpa de los teléfonos de los huevos.
Creo que se ve demasiado el señuelo, porque uno no se espera que se vuelva a
repetir la historia de siempre, pero tampoco se espera el magnífico final.
Cuadra entonces todo en un realismo poderoso, en cómo lamentablemente son las
cosas, pero también abstracto, construido de símbolos, literario.
El personaje de Adam, el chico, no
era fácil. Al romanticismo de la edad se le suma la abducción religiosa. Sus
padres, patéticos, son una ajustada descripción del tipo de ser humano que se
mete en esos fregados religiosos. Saben, como dice Adam, “nadar y guardar la
ropa”. Pero esos son los padres, elementos secundarios, perfecto ejemplo del
pobre hombre que como no puede pagarse una clínica de desintoxicación se mete
en una secta. El complicado es Adam: cómo la inteligencia puede salvar o perder
a un joven más que si fuera de una sensibilidad mediana. Qué le habría pasado a
Keats si hubiera sido testigo de Jehová: no habría dejado de ser el genio que
sería, pero quizá tampoco se le habría dado a ver otra realidad en la que
proyectarlo. La hiperestesia, la excesividad de Adam tiene que acomodarse al
único mundo que ha vivido, un universo de perdones y agradecimientos, de
prohibiciones y malos augurios, de fantasías apocalípticas y mentes frágiles
que han encontrado en la superstición una forma de dignidad. Era difícil
encajar una construcción metaliteraria, un joven romántico de reglamento, con
una construcción realista como la de la juez Fiona. Era difícil, supongo, no
caer en un zoco de tentaciones. Y sin embargo, como siempre, la mejor solución
es ser consecuente hasta el final.
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