Salvo
en los últimos años de su vida, Ramón Gaya usó mucho el ocre tenue como fondo
de sus cuadros, y en lo que pintaba encima también fue un aliado del ocre en
tantos tonos como las hojas tienen, salpicados de verdes ya tomados de
amarillo, de azules desleídos y de los soberbios carmesíes de Tiziano. La
paleta de Gaya es el envoltorio del cuadro, su vestimenta: colores suaves
del otoño-invierno, indumentaria de sábado en los espíritus cultos. Los ocres
abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera
brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba
zen. El bienestar con que uno contempla los cuadros de Gaya probablemente venga
de esa gama de tonos silenciosos que escuchan cantar a las pinceladas sueltas
de color más vivo. El ánimo se nos ablanda de ocres, nos sentimos cómodos, y el
rato que pasamos hurgando en la difícil sencillez de Ramón Gaya es una
situación que habría que pintar con esos mismos tonos delicados, sin vecinos
que molesten. En esa actitud, con esa ropa, solemos ser más ecuánimes y
desapasionados. Retiramos el fuego para que corra el aire. Nada perturba
nuestra capacidad de admirar. Es el cuadro el que nos ha tranquilizado, son tonos
para el hogar que habitó Gaya. No queremos estridencias ni brochazos, preferimos
a los pintores japoneses del siglo XV. Porque así, tranquilamente, sin
necesidad de fanfarrias, nos vamos a emocionar con lo que está vivo, con lo que
es verdad, al menos en lo que concierte a este mundo culto en el que nos hemos
refugiado mientras las vanguardias pasaban con sus bólidos hasta estrellarse
aparatosamente contra el calendario. Pintar es lo que hacían en Altamira, “y en
eso estamos todavía”, decía Gaya. Pintar es que el Niño de Vallecas sea ya y
para siempre todos los Niños de Vallecas y ese muchacho eternamente vivo nos enseñe
a verlos.
Todos
los grandes pintores figurativos del siglo XX han tenido que soportar un
indisimulado desdén hacia sus virtudes. Es como si un tenor fuera ridículo por
la extraordinaria calidad de su voz. Pero el tenor canta y el pintor pinta, y
forma parte de la belleza su capacidad de ser admirada, no solo en cuanto a su
resultado sino también en cuanto a su proceso. De Velázquez nos gusta la gota
que corre por la tinaja del aguador, pero sobre todo el mundo limpio y hermoso
al que nos transporta. Los grandes siempre nos redimen, nos rinden con su maestría
antes incluso de asombrarnos con su talento. Ahora veo un cuadro de Van Gogh
(para Gaya, el último pintor moderno) y antes de dejarme arrebatar por ese
vendaval de dramática hermosura me dejo hipnotizar por la calidad técnica, la firmeza maestra de sus
pinceladas.
Gaya
da para rato, sobre todo después de ver el documental de Gonzalo Ballester que estrenó La 2 el pasado
16 de octubre. Uno ha leído algún que otro libro sobre
Gaya pero no recuerda un retrato tan claro y certero sobre su figura. El
problema de un pintor como Gaya es que su condición de testigo del siglo xx puede comerse a su esencia de hombre casi
siempre solo que pinta en un estudio pequeño y soleado en una callejuela de
Venecia. Su vida es asombrosa, desde luego, tan asombrosa que sume en la
penumbra su carrera como pintor. Y como escritor, que también es de los buenos.
Si
Gonzalo Ballester hubiera pretendido elaborar un documento significativo sobre
todas las circunstancias que vivió Ramón Gaya, el espectador habría salido con
la idea de que hay vidas más interesantes que otras. Así, tal y como lo ha
planteado Ballester, sale como de haber vivido un rato entre pinceles, y es el
propio Gaya, en documentos exquisitos, el que nos narra la esencia de su propia
vida. En ese y en otros aspectos Ballester ha procedido a retratar a Gaya igual
que Gaya procedía a retratar un paisaje romano, algo que, en proporciones de menos envergadura, había ya probado en Serenísima, su otro documental sobre Ramón Gaya. Ahora Ballester crea un mundo con los ocres,
con el ritmo, con los poemas visuales, con la calidad de las intervenciones, y
de ese mundo afloran carmesíes de tiziano que van marcando, sin informarnos, los hitos de su vida y la
situación exacta de su pintura en el río de la historia. La tarea de Ballester
era conseguir todo lo que consigue un cuadro de Gaya: el reposo, la mirada
honda, no arrebatada, el lenguaje lírico de las palomas, de los puentes y las
frutas, de los árboles y de las ruinas.
Ballester
deja que el documental, más que estructurarse, fluya, y lo ata con hilos internos,
con rimas desapercibidas, y con media docena de palabras que se repiten como
pinceladas de luz: verdad, vida, realidad, soledad, pintura. Hay un momento,
cuando Gaya dice aquello de “bueno, hablemos de pintura”, que no solo divide la
parte biográfica de la exclusivamente pictórica sino que da inicio a la pura
pintura. Qué hermosa la secuencia del tomate, y con ella todas en las que la cámara se
mueve por los cuadros. Es entonces cuando más de cerca veo al artista, al
retratado y al retratista. A Gaya porque Ballester ya lo ha despojado de historia
y, como en un punto alguien subraya, ya es pintura sin tiempo, perdurablemente
viva. La sensación de creciente cercanía con la pintura da una impresión de verdad
que un documental de armadura biográfica es incapaz de conseguir. Es evidente
que hay un minucioso ensamblaje imperceptible, lo que refuerza, a base de yuxtaposiciones
aparentes, una comprensión yo creo que tan desnuda como auténtica de lo que de
veras intentó Gaya. Ballester ha hecho muy bien en aprovechar el estupendo
material antiguo para que fuera el propio Gaya el que se narrase, y la
selección y ordenación de los fragmentos yo sé que es muy difícil, por lo que
tiene de cruel, y por eso sé que es impecable.
Creo
que un artista es el que sabe lo que tiene que podar para que no se muera el
árbol, y en ese sentido la otra parte, el retratista Ballester también queda
muy bien retratado. Consigue que la mirada del espectador del documental sea la
de los espectadores que aparecen mirando cuadros, la suya misma mirando el
ajetreo de una piazza, la mirada del
hombre corriente con oído más fino de lo normal, que es como el propio Gaya
define al artista. Se ve al retratista mirar, pero no opinar sino con poemas
visuales como el del agua o los puentes o los tomates, que son invitaciones a
la verdad, y que en la segunda parte combinan estupendamente con comentarios
que se ocupan más de la poesía que de la biografía: el airecillo de Tomás
Segovia (qué bien escogidas sus intervenciones), los versos, porque son versos,
de Francisco Brines, o el otro que da esas interesantes explicaciones técnicas.
Me gusta cómo encuadra los cuadros, su interior, cómo bucea en ellos, y que
todos los ritmos sean tan homogéneos y acompasados, el de la gente al hablar,
el del agua al correr, el de Gaya al pintar, el de la cámara entre las
pinturas. Los parlamentos dicen lo que las imágenes, más que ilustrar, corroboran: me
acuerdo de lo que dice Tomás Segovia sobre que Gaya era el único en decir con
autoridad que algo era una tontería, y de él mismo diciéndolo de Tàpies, y del
director del documental traduciendo la tontería a un lenguaje más compasivo,
mirándola con la misma mirada con que luego mira pintar a Gaya.
Y
me gusta cómo el propio y entero documental se va purificando de documentos y
llega, desnudo, a la misma rama de nisperero con el que empezó, el primer
recuerdo que Gaya decía tener. Triunfa la mirada del autor sobre la información,
y eso es bueno, y desde luego esa mirada está hecha de decisiones personales,
de afirmaciones de autor, no de recetas de profesional. Queda claro en la memoria
su decepción con las vanguardias y su soledad italiana, su precocidad y su amor
por los clásicos y sus deseos de continuidad. Todas las otras toneladas de información
que manejaba Ballester (algo evidente por la calidad de las que ha
seleccionado) no habrían añadido nada significativo, pero habrían quitado mucha
mirada. Esa admirable capacidad de síntesis hace que con unas palabras sobre pintar
copas de cristal, una imagen de un libro abierto con estampas de Sesshu y un
par de pocillos el autor resuelva lo que ordinariamente necesitaría una tediosa
explicación del narrador, cuya ausencia está claro que resultaba necesaria.
Es
lo que se llama una obra de autor. El juicio sobre Gaya es la obra entera, una
descripción de dos miradas, la de Gaya y la de Ballester. A mí todo eso me importa
mucho más que la rigurosidad biográfica, pero se necesita la capacidad narrativa
que aquí se despliega. A veces pienso que las novelas modernas deberían ser por
principio infilmables, del mismo modo que las películas modernas deberían ser
inenarrables. Esta era lo que creo que ha conseguido ser: pintura, nada más que
pintura.
Sin palabras.
ResponderEliminarSolo muchas gracias.
Una auténtica lección magistral. Destacaría muchas frases, pero solo cito una: " Los ocres abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba zen"
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