A finales de los 80, en el Trinity
College de Dublín, asistí a una conferencia del senador David Norris, crítico
entusiasta de James Joyce y activista de los derechos de los homosexuales. Dijo
Norris entonces que los cuentos de Joyce eran “como barras de metal que se cimbrean
por la tensión narrativa”, y que, donde otros las forzarían hasta que se
quebrasen en tragedia, o se retorciesen, Joyce las devuelve poco a poco a su
estado rectilíneo, a esa quietud horizontal con la que a pesar de todo sigue
pasando la vida.
No encuentro más feliz comparación
para el estilo narrativo de James Joyce, sobre todo para sus Dublineses, pero también para su obra
posterior. Lo que pasa es que ya entonces Dublineses
les parecía a muchos no el más importante para la historiografía literaria pero
sí el mejor libro de Joyce, y desde luego el que más recorrido tuvo en cuanto
al arte de narrar. Más que elUlysses,
porque la epopeya de Leopold Bloom solo abre caminos a la imitación, es decir,
callejones sin salida. Muchos han escrito como el Joyce del monólogo de Molly,
como el Joyce del cementerio, como el Joyce de la imprenta, etc., en obras que
nacían muertas porque no pasaban de ser ejercicios de estilo ya exprimidos por
Joyce. Sin embargo, el realismo de Dublineses
es una forma de narrar adaptable a
cualquier época y sin que ello comporte sumisión y copia. ¿Y qué hay del Retrato del artista adolescente? ¿Es
experimento llevado al límite o sistema de narrar? ¿Es barra que se tensa y
recupera su posición o se queda en un retorcimiento inimitable y genuino?
En
una de las últimas bernardinas, hablando de Forster, comentaba que por
aquella época (segunda mitad de los 80, cuando estudiante) “yo aún creía en
James Joyce, pero no en el que creo ahora”. Los jóvenes (y más si están
estudiando latín en el Trinity College) tienden a mitificar lo complicado, es
decir, lo ostentosamente complicado: la sintaxis de Tácito, el Ulysses, los ensayos de García Calvo,
ese tipo de cosas tan entretenidas. Con el tiempo uno aprecia más la
complicación interna, la difícil sencillez. Por eso ahora me gusta más Forster
que antes, por eso me aburre ahora Virginia Woolf y por eso en Dublineses aprendo más del arte de
narrar que en el Ulises.
El Retrato del artista adolescente tiene de los dos. Me recuerdo, a
principios de los 90, discutiendo entre cervezas con mi amigo Adam Beck sobre
la estética y la estática, de cuando Stephen Daedalus, antes de la cantata
final (y el broche realista, sobre todo), sermonea sobre lo bello como antes había
sermoneado el padre Arnall sobre los horrores del infierno. Es justo en ese
gran sermón, capítulo tercero del Retrato,
donde ahora pienso que se termina Dublineses
y empieza el Ulises. A partir de
ese capítulo encandila más la forma que los contenidos. El propio Stephen se lo
pregunta: “¿Era que amaba el rítmico alzarse y caer de las palabras más que sus
asociaciones de significado y de color?”. Y eso le pasa al protagonista y a la
novela entera, porque es entonces cuando se percibe inevitablemente que el
lenguaje está creciendo con el personaje, adaptándose a su situación, y que la
forma de narrar ha cobrado más presencia que la propia historia. A partir de
entonces el autor, más que contar, reflexiona sobre sí mismo. Piensa más que da
que pensar.
Y evocaba su propia y equívoca
posición el el colegio de Belvedere, alumno externo, primero de su clase,
atemorizado de su propia autoridad, orgulloso, sensible y suspicaz, en lucha
contrinua contra la miseria de su propia vida y el tumulto de sus pensamientos.
En
la vieja edición de Argos Vergara hice a partir de entonces anotaciones algo estupendas:
“epifanías del yo”, “crisis unamuniana”, “Cranly Pílades”, etc. El mismo sermón
del padre Arnall lo tengo acribillado a signos de admiración, porque la parodia
del cardenal Newman es en sí misma un bellísimo ejemplo de oratoria
eclesiástica, y porque la guasa vibra tras sus resonantes palabras, tan
hermosas como delirantes, tan terroríficas como bien dichas, rotundas como la
peste según Tucídides y pestilentes como la travesía del desierto según Lucano.
Pero
los dos maravillosos primeros capítulos apenan tenían notas (ahora rebosan)
quizá porque no me enjugascaba con las gemas estilísticas y estaba tan absorto
en la narración que no tenía tiempo de coger el lapicero. Luego te das cuenta
de que forman parte del plan. El primer capítulo está visto por un niño,
desnudo de opiniones, asombrado por las pequeñas cosas, transparente en la
emoción de sus recuerdos. Apenas se nos cuenta un hecho, la pérdida de las
gafas por culpa de un compañero que lo tiró al albañal de aguas marrones, la
duda y el orgullo, las palabras de su padre (“jamás acuses a nadie”), su miedo
y su valor, contado sin glosa, con la tersura de la realidad. Y no es menos
impresionante el segundo, el dedicado a su padre, cuando el ya no tan niño
contempla con frialdad herida cómo el bueno de su padre es un pobre hombre,
arruinado y borrachín, como estos alegres parroquianos de quienes no nos extrañaría
nada que nos dijesen que se han ahorcado. Qué gran retrato de afecto y
desprecio, de cariño y de vergüenza, sin cargar jamás las tintas más que para
dibujar escenas como la del padre que busca sus iniciales grabadas en una
piedra, ante la mirada resentida de su hijo.
Son
dos extraordinarios cuentos al estilo de los de Dublineses, y quisiéramos que siguiese así, en ese tono, con esas
proporciones, con esa hermosa lejanía. Pero la verdad es que luego, salvo
quizás muy al final, o en alguna escena como aquella de la playa en la que
viendo a una chica Stephen descubre su corazón salvaje y lleno de vida, la cosa
es autorreflexiva e innecesariamente prolongada. En los dos primeros capítulos
la barra es larga y la tensión máxima llega casi en mitad de la narración, pero
en la segunda mitad de la novela se agita sin doblarse, espejea sin tensión,
recta siempre al pensamiento. Las correlaciones brillan y el análisis del
endurecimiento y la decisión de Stephen emergen en medio del lodazal familiar,
religioso y patriótico y todo lo que los críticos quieran, pero la novela, en
tanto que novela, sin aditivos críticos, ya no funciona igual. Le puede el plan
previo, los propósitos estilísticos, los alardes de estilo. No es un chico que
mira una infancia triste, sino un autor que va preparando ese gran almacén de
artificiosidades que es su obra posterior.
Así
que ahora, en fin, es otro el Joyce que mitifico, el narrador que pone la
potencia en el ritmo y no en la tinta. En ese mismo segundo capítulo, el del
padre, de pronto leo esto:
Stephen
se encontraba de nuevo sentado junto a su padre, en un rincón de un vagón del
ferrocarril en Kingsbridge. iban a Cork y aquel era el correo de la noche.
Cuando el tren arrancó de la estación, le vino a la memoria aquel asombro
infantil experimentado años atrás el primer día de su estancia en Clongowes.
Pero ahora no experimentaba asombro ninguno. Veía cómo iba resbalando hacia
atrás las tierras cada vez más sombrías y los silenciosos postes del telégrafo
que cada cuatro segundos pasaban rápidamente por la ventana y las pequeñas
estaciones penumbrosas, guardadas sólo por algunos vigilantes, arrojadas por el
tren a su espalda, titilantes un momento en la obsturidad como chispas de fuego
proyectadas hacia atrás en plena carrera.
Uno
quisiera leer siempre novelas escritas así, y para eso no es necesario que den
lecciones de vanguardismo. Claro que, si, además, uno tiene el privilegio de
leerlo en la traducción de Dámaso Alonso, todo brilla con su justo resplandor. Alonso
lo traduce todo: las palabras, la emoción, la guasa, la nostalgia, la frialdad,
la confusión, la excitación, el cachondeo y, sobre todo, la poesía. No sé por
qué pensé que en una segunda lectura me resultaría un tanto relamido, pero qué
va, qué va: da gozo leerla. El poeta Luis Díez me recordaba esta mañana que
Dámaso Alonso (Alfonso Donado) tradujo el Retrato
con veinticuatro años. Entonces no era para mí más que un traductor. Ahora
forma parte del mito.
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