Anochece antes de las seis, pero aún quedan veinte días para que toquemos fondo con el solsticio de invierno. El día entero ha sido oscuro, húmedo, pastoso, con el cielo anubarrado y el jardín hecho un lodazal. Las últimas dos noches ha estado lloviendo y los pronósticos apuntan a que tardará en despejar. Cien kilómetros al este, en la costa, está descargando la segunda o tercera gota fría de lo que llevamos de otoño, pero aquí el cambio climático nos anglifica con días lóbregos y tranquilos.
Casi no se mueve el aire y, si llueve, no hiela, de modo que algunas plantas han recuperado el poco lustre que les quedaba. Las hojas caídas, en cambio, han perdido ya todo el color, les queda un tono céreo, arenoso; perecen enrollarse como caracolas, las nervaduras asoman blancas como los huesos, los albentia ossa de Tácito, los esqueletos que sobresalían en el yermo donde se librara una batalla, que aquí asoman entre la hierba. Podemos observas los cambios de tono de las hojas cuando, aun perdiendo la clorofila, siguen estando vivas, pero la muerte es rápida, una palidez exangüe, uniforme, se apodera de ellas, muchas están en los días en los que tocarlas es quebrarlas, desmenuzarlas. Pulvis es…
Y sin embargo, curiosidades de la retina, es este castaño muy claro, casi piedra, este beis sin vida el que primero identificaríamos con un color zen, neutro y sosegado. Nos abriga y reconforta en la pared lo que visto en una hoja nos recuerda la palidez de la muerte. Al mismo tiempo, cualquiera de los otros tonos que tuvo cuando dejó de ser verde (incluso ese naranja hindú de unas cuantas hojas que cuelgan todavía del cerezo) nos parecerían excesivos en nuestro cuarto de estudio. Fuera de la hoja son demasiado excitantes, y es difícil soportarlos mucho tiempo en la misma habitación. Nos sosiega lo inerte, nos abriga lo yermo, como si detrás de la pared no nos estuviésemos perdiendo nada.
Una vez hubo que pintar un tabique de un muro que habían lucido con cemento blanco y arena. Buscábamos un color para tapar ese gris amarillento, de arcilla seca, y buceamos en los catálogos de Benjamin Moore para encontrar un color de sábado por la mañana con el café y un periódico, mientras afuera llueve. Cuando me aparté un par de metros para ver cómo quedaban los brochazos, casi no pude distinguirlos del cemento.
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