Rompen rayos sin orden entre espesas nieblas, dice Virgilio, que en otro pasaje las llama inania, vacías, lo mismo que Horacio, nubes et inania captet. Espesas y vacías podrá parecer una contradicción, pero en el sentido práctico del latín tiene su lógica. Nosotros tendemos a pensar en lo que suponemos de lo que no se ve. La niebla es cuanto hay dentro de ella, en una disposición que ignoramos y reconstruimos con imaginación y miedo. Las urracas parlotean entre la enramada y cuando emprenden vuelo hacia la vega desaparecen en la manta blanca que la tapa. En efecto, desaparecen, entran en la nada. Por eso las nieblas de la laguna Estigia no son paisajes tenebrosos porque cualquier extraño monstruo se nos pueda aparecer, o la rama de una sabina muerta se nos pueda clavar en la frente, sino en el de que son la puerta de la nada, sombras blancas y vacías como la de Eurídice, figuras que se deshacen. No existe lo que no se ve (por eso no existen las ideas), el no estar no se compensa con el suponer que se está, y más en un día como este en que las nieblas no se deciden a levantar. Tan solo, detrás de la empalizada de chopos y de ailantos, una franja se oscurece un poco, los álamos del río, sombra de humo en la mañana blanquecina.
Son nieblas de otoño, buenas para los pastos, que la noche ha cuajado sin llegar a helarlas, pero no las vimos en octubre ni en noviembre. Entonces era un espectáculo casi demasiado rápido ver cómo el sol las levantaba. Ahora seguir la claridad del día es como mirar un reloj sin segundero, y saber que faltan todavía varias horas. Es la pereza del invierno, el ritmo de la hibernación, la ausencia de matices, de colores que derramen endorfinas y lugares donde sucedieron cosas. Todo está como cubierto de cal viva, la luz no cambia con el paso de las horas. Los únicos colores no blancos y sucios que veo son el rojo herrumbroso de las hojas de la enamorada del muro, que como están resguardadas por la jamba de la ventana todavía se conservan, y el oro viejo de los membrillos y de los manzanos, como resignados a convertirse en la nada que también a ellos los envuelve. Somos, envueltos en tinieblas, la nada que nos mira.
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