19.8.25

Declinación

 Cuaderno de verano, 60


El país está en llamas y los termómetros al rojo vivo, pero se supone que estamos llegando al final de la canícula. Salvo los maizales, que seguirán lozanos lo que quede de verano, hoy me ha parecido que los ribazos van tomando un color ceniciento. Quedan algunas flores diminutas, puntos morados y azules de los cardunchos y las achicorias, pero ya muy desvaídos. El campo se agosta, y al mismo tiempo los huertos están a pleno rendimiento. Con el hortelano que hables, no está siendo año de tomates, a todos les ha entrado algún bicho, no van a tener ni para ensaladas. Pero los hortelanos suelen exagerar al revés que los pescadores, siempre se están quejando. La razón me la imagino, pero también que en este caso los refranes populares, con su exquisita delicadeza, se me pueden aplicar a mí, al menos el de «a labrador tonto, patatas gordas», porque aquí estamos teniendo una espléndida cosecha de tomates, que les ha costado pero empiezan a estar maduros, y ahora llenamos las cestas y hemos vuelto al vegetarianismo autosuficiente, a las judías refritas con ajo y tomate, a los pimientos rellenos de calabacín, a los salmorejos y las vichisuás, a los pestos de albahaca, cuyas hojas parecen de molde, a los bullits y a las espléndidas tortillas de patata con cebolla, si bien en este caso, todo hay que decirlo, las patatas son de importación, concretamente de un vecino que las cultiva a menos de cien metros aguas abajo, y los huevos de unas serranas negras, la raza autóctona de por aquí, de otra vecina que las cría más cerca todavía, pero esta vez aguas arriba, y cuyos gallos de un gris azulado me amenizan el despertar. Casi habría que pagarle por esos cantos tan ceremoniosos (y por los cloqueos de las gallinas el resto del día) lo mismo que le pago por los huevos, en concepto de ambientación.
Y aún habría que plantar acelgas, coles y espinacas, pero nuestra subsistencia es más estética y espiritual que otra cosa, y en acabándose el verano preferimos recogernos y atender a otras partes del jardín que con tanta producción hortícola tenemos algo desatendidas. Pondríamos algún repollo, algunos puerros más donde han estado las cebollas. El huerto, cuando no es constante por necesario, es la tentación de la continuidad. Total, se cava en un rato, se planta en un momento, solo hace falta regar…

18.8.25

Chaparrón

 Cuaderno de verano, 59


El bochorno de estos días se ha condensado en una tormenta ligera, nada de esos violentos chaparrones que nos tenían en vilo, pendientes de que el agua no armara ningún estropicio. Esta tarde los truenos sonaban lejanos, amortiguados, y las nubes no eran muy bajas ni muy oscuras. Una lluvia fina liberó el aroma de la tierra y parecía que iba a quedarse en otro amago de tormenta, cuando las gotas se van secando a medida que tocan la piedra. Pero luego aumentó la fuerza y se convirtió en un aguacero, no hasta el punto de desbordar los canalones ni arrastrar cantos rodados ni abrir cárcavas ni escorrentías, pero sí lo suficiente para que no hubiera que regar el huerto, para que los setos de aligustre recobrasen la lozanía, que ya estaban algo mustios, y las briznas secas de grama de la última siega se desmenuzaran y volviera el verde intenso a dominar el suelo del jardín. Ha sido una lluvia sin complicaciones, nada inquietante, y lo bastante duradera para que empapase bien la tierra. Así dan gusto las tormentas. Yo creo que si nos dejasen diseñarlas para refrescar el ambiente y quitarnos faena elegiríamos algo muy parecido. Ha sido como quitarle el polvo al huerto. Limpió incluso las hojas de las tomateras, que tenían viruta de los agujeros que horadan los bichos en las puntas de las varas, para chupar la poca savia que les queda. Esta mañana el melocotonero volvía a lucir sus hojas nuevas, tersas, de un verde más claro, y las de la catalpa, que son grandes y tienden a ponerse lacias, flotaban otra vez horizontales, como si el viento las levantara. Y eso por no hablar de las hierbas que han salido en el huerto de la noche a la mañana, que podría tomarse como el único inconveniente pero no lo es tanto porque la tierra está empapada y casi se arrancan solas. Eso sí, la lluvia da un poco de galbana. Me asomo al barandal a ver si cogen color los tomates y lo veo todo lleno de hierbas pero hay un regocijo en aspirar el aroma de la lluvia que me impide bajar a quitarlas. Y es bueno ser consciente del placer, «dichosos los labriegos que saben lo que tienen», dice Virgilio, que saben mirar desde lejos el sembrado, y saben gozar de la lluvia y mantener a raya el vicio del trabajo.

17.8.25

Herrerillo

 Cuaderno de verano, 58


Ya era casi mediodía cuando ha venido un herrerillo a visitarnos, con su antifaz negro sobre las mejillas blancas, su pechera verde amarilla y su librea azul. No se asustaba de vernos, pero al escuchar el ruido de la cámara se ha subido al ventilador, y luego al marco de la ventana. Iría buscando la sombra, aunque ha tenido suerte de no estamparse contra los cristales y acertar con la estrecha abertura entre las puertas correderas. Vienen mucho, a beber agua en los platos de los tiestos o en los charcos que van dejando las mangueras, o cuando riego el huerto, antes de que se la trague la tierra. A veces, a las horas de más calor, abro una puerta que da al jardín y de los cerezos sale una bandada cuyo «tupido aleteo» me recuerda al poema de Safó, aunque en ese caso eran los gorriones de Afrodita, los pardales que llamamos aquí, de capa más parda, pero bastante parecidos a los herrerillos. 
Supongo que son unos u otros (o los pájaros carpinteros, que al atardecer oímos taladrar los troncos de los chopos) los responsables de que este año casi no cogiésemos albaricoques, o que tengamos que embolsar los melocotones si no queremos que los estropeen. Aquí tienen la despensa y el abrevadero, y la rama donde descansar. En otros huertos manda el sol, y salvo que el dueño haya plantado chopos o cerezos bordes, más allá de la ribera pocos parajes tan boscosos tienen cerca como este. Nosotros nos hacemos cargo. Solemos tirar redes por los árboles pequeños, para que los dejen en paz, pero son listos y se meten por debajo, y luego saben salir. Otras veces disparamos al aire, sin perdigones, la escopeta de aire comprimido, y al principio se espantan y se van a las nogueras de la acequia, pero pronto descubren que no hay bajas entre ellos, que es ruido y nada más. De poner un espantapájaros ya ni hablemos: se subirían a él, lo cubrirían de lamparones, se pondrían a dormir en el sombrero. Pero pasa con ellos lo mismo que con las hierbas del huerto: podríamos fumigarlas, llenarlas de veneno y tenerlo limpio como la patena, pero tampoco son tantas las veces que hay que agacharse a quitarlas. Tampoco es tanta la fruta que se comen los herrerillos, y cuando la han picado, si la cogemos a tiempo, sirven para hacerlas mermelada.

16.8.25

Baño

 Cuaderno de verano, 57

Para San Roque bañamos a los mastines. No son perros de llevar los sábados a la peluquería, a que les hagan la permanente, ni tampoco creo que hubiese modo de meterlos, pero un par de veces en verano nos imaginamos que agradecen librarse del polvo y del pelo que aún no han acabado de cambiar y no se ha ido con las cepilladas que les damos cada tarde, y ellos cierran los ojos y levantan la cabeza, y se dejan hacer. Seguramente a su naturaleza les parezca un cuidado superfluo, es posible que incluso perjudicial, pero nos hacemos la ilusión de que así están más a gusto y mejor. 

San Roque, amén de ser el santo que más se celebra por los pueblos de la zona (pero ya no le ponen su nombre a ningún niño), se hizo famoso porque un perro le salvó la vida, le llevó un trozo de pan cuando el peregrino se había retirado a morir al bosque, cubierto de llagas purulentas, después de curar a muchos enfermos y él mismo contagiarse, pero gracias a eso el dueño del perro lo descubrió, lo llevó a su casa y le ayudó a restablecerse. El primer jeroglífico que recuerdo me lo dibujó mi padre en un papel: dos líneas a escuadra, la horizontal encima de la vertical; por arriba salía una raya curvada como un signo de interrogación, y por un lado la misma pero tumbada. «¿Qué es esto?» El chiquillo se encoge de hombros. «San Roque y su perro meando en una esquina», dice papá.

Los mastines al principio están remisos al champú, cuesta sacarlos al sol y sigilosamente se ocultan entre los aligustres. Hacen falta mimos y sus buena dosis de paciencia: son inmunes a los gritos y a las órdenes tajantes, miran como si el que grita se hubiera vuelto loco, se dan media vuelta y se van. Pero en cuanto ya nos hemos hecho con ellos y sienten el agua templada y las caricias jabonosas, se quedan quietos, muy serios, aguantando el chaparrón, y luego, recién aclarados, se alejan tranquilamente hasta que llegan al cordel de la ropa tendida, y allí se sacuden como una centrifugadora ambulante hasta que lo ponen todo perdido; vuelven a mirarnos, igual de serios, y se retiran a sus aposentos. Eso sí, si barruntasen que estamos enfermos, no haría falta llamarlos para que viniesen con un trozo de pan.

15.8.25

Pañuelo

 Cuaderno de verano, 56


Hace años le saqué una utilidad inesperada al atuendo de las fiestas de verano, que llevaba mucho tiempo arrumbado en el armario donde lo había metido cuando di por terminada la dichosa juventud. Estaba poniendo un suelo de madera (la gran obra que voy a legar a la humanidad) y entre el esfuerzo y el calor me caían de la frente unas gotas como medallones. Con la gorra no era suficiente, de modo que empecé a buscar algo más eficaz, y cuando vi el traje olvidado me dio por desplegar la faja de algodón descolorido, al estilo de las que se llevan en San Fermín, y me la lie a la cabeza como un turbante oriental. Y fue un acierto: cesó el derramamiento de sudor y encontré alivio al sofoco. Parecía uno de esos hindúes que rellenan en cuclillas moldes de celosías, tan campantes bajo un sol de justicia.  

El otro día me volvió a ocurrir algo parecido. El sombrero de paja estaba tan empapado que empezaba a destrenzarse, el calor iba en aumento y cavar la tierra no era el mejor medio para combatirlo. Y me volví a acordar del atuendo tradicional, esta vez del pañuelo de hierbas, de algodón basto con cuadros azules sobre fondo blanco. La gente ahora lo lleva anudado al cuello, pero en los grabados antiguos y en algunos trajes regionales se ve a los campesinos con él atado a la cabeza como los pañuelos de pirata. Y fue, de nuevo,  una sabia decisión. El pañuelo enjugaba el sudor sin calentarme la cabeza, y encima podía llevar el sombrero de paja. Reducimos las tradiciones a su condición de adorno, molesto muchas veces, y nos da vergüenza usarlas para lo que fueron inventadas. 

Y no solo lo llevo en el huerto. Me lo pongo también debajo del sombrerete de pescador para salir a pasear, con mis alpargatas de cáñamo, mi camisa blanca arremangada y mis pantalones de sarga fresca, mientras a mi lado pasan, sobre todo en días como hoy, ciclistas disfrazados como para un ataque nuclear y corredores con prendas de última generación, culotes transpirables, camisetas inteligentes, gafas con GPS y zapatillas con propulsión a chorro, armando ruido, levantando polvo, perturbando el equilibrio. Me ven pasar tan pincho con mi vara de mimbre y se sonríen. Qué sabrán ellos, lo bien que me lo paso en mis viajes por el tiempo y por el diccionario.


14.8.25

Azucena

 Cuaderno de verano, 55


Hacemos inventario de las flores que han sobrevivido a la canícula, más de las que nos imaginábamos. Aparte de que las hortensias, ya un poco resecas, siguen tan pomposas como siempre, y de que alguna rosa brilla en su singularidad extemporánea, tan solo hay flores grandes en los hibiscos, y unas dalias nazarenas que aún no han terminado de brotar. Lo demás son flores pequeñas, geranios, tagetes, y algunas otras de curioso nombre (salvias, gaitas, gauras, abelias, gazanias o montbetrias), sobre las que ya nos iremos deteniendo. Pero entre las flores grandes hay unas que nos tienen encantados, las azucenas rosadas, que leo por ahí que son flores de invierno pero aquí están más lustrosas que en los manuales de botánica. Sacan unas varas altas y desnudas, al final de las que brotan algo lánguidas las flores como campanas de chirimía, media docena de pétalos levemente ondulados, tan solo para que las líneas rosadas que cubren el fondo blanco dibujen la curvatura de las pinceladas finas, de los trazos delicados. Son curvos también sus filamentos, rematados en anteras en forma de herradura. No es de extrañar, mirando flores como esta, que los modernistas se limitasen a copiar las líneas blandas de la naturaleza, donde ni en los filos de las rocas encontramos líneas rectas, pero tampoco es muy frecuente verlas así de elegantes.
    Hasta el nombre científico, Amaryllis belladona, tiene su aroma selecto. Amarilis es la amada de Títiro, el pastor de las Bucólicas de Virgilio: «tu, Tityre, lentus in umbra», le dice Melibeo, «formosam resonare doces Amaryllida siluas», es decir, «tú, Títiro, a la sombra tendido a los bosques 
 / a ser eco enseñas del nombre de Amarilis». Esta dulce Amarilis es toda una revolución en el ideal amoroso de la Antigüedad. A través de Lucrecio, la filosofía de Epicuro había enseñado que la pasión es sufrimiento y que el amor es todo lo contrario. Títiro ha dejado al fin a Galatea, apasionada infiel, que lo tenía esclavizado con su caprichos, sometido a sus antojos, y ahora suspira por Amarilis, la tierna muchacha, la flor del campo, fiel compañera que es el símbolo de la libertad y del amor leal en el que no hay lugar para los celos. Con Amarilis podrá ser él mismo y no apartarse de su lado. Con Amarilis el amor es el principio para gozar juntos del camino, no un fin para amargarse la vida.

13.8.25

Perseida

 Cuaderno de verano, 54


Anoche nos subimos a la azotea con sendas tumbonas, unos vasos y una jarra con una infusión fría de flores de saúco, a ver las Perseidas. Vimos una, yo al menos, como una canica blanca y brillante que surgió de la nada y atravesó la mitad de mi campo de visión y desapareció sin dejar ninguna estela que se desvanece, como son los fuegos de artificio. Ya no presté mucha atención porque tumbarme en el suelo era la única alternativa para proteger las cervicales, y porque, salvando unos mosquitos diminutos cuyas picaduras tampoco eran molestas ni dejaban brujones en la piel, la luna había estado llena hace dos días y la noche seguía bastante clara, y aún no se habían disipado todas las nubes de la tormenta de la tarde, con lo que ver la clásica lluvia de estrellas era una más que incierta expectativa. 
Sobre las lágrimas de San Lorenzo leí hace años una novela penosamente mala, impublicable, con la que se me fueron las ganas de concelebraciones telúricas y otras mandangas jipiosas. Tampoco soy de los que arman un estaribel de trípodes y teleobjetivos para captar una raya en mitad de la noche de la que en la red hay millones de imágenes más nítidas. No. El placer era la sombra de los nogales recortada bajo el manto del cielo nocturno, el tenue claror de la luna en el que brillaba la piel de nuestras manos, el silencio del campo, que da mucho apuro violar alzando la voz. De modo que entre sorbo y sorbo de infusión deslizábamos los comentarios sin molestar a los cuclillos que como un reloj natural iban marcando los minutos, y a otro pájaro sin identificar cuyo canto parecía el paloteado de un urogallo, de los que aquí nunca se ha visto ninguno. Tan solo una vez, al correr las patas de hierro de la tumbona, rasgamos el silencio de la noche, y Galán, que ya dormía en la parte de la hierba donde más da la corriente, se despertó sobresaltado y ladró blandamente un par de veces, hasta que se dio cuenta de que estábamos arriba y subió a sentarse un rato con nosotros. Morena también ladró una vez, más bien por que supiéramos que nos oía, pero siguió tumbada, disfrutando el fresco de la tierra. No sé si hubo muchas o pocas Perseidas, pero se estaba muy a gusto y muy bien.

12.8.25

Camino

 Cuaderno de verano, 53


El camino lo tengo dividido en seis tramos de ida y otros tantos de vuelta que, magnis itineribus, me vienen a costar en torno a los nueve minutos cada uno. Al ir voy más deprisa, por esa tontería de los límites y las mejoras que luego nunca se traducen en la báscula; pero la vuelta ya es a ritmo de paseo, parándome a mirar las salicarias, que están ahora en flor, o los pocos girasoles de amarillo restallante que un hortelano muy apañado cultiva junto al ribazo. 
Empieza en el puente del Cubo, junto al chalecito modernista de balcones con golpes de látigo que hace unos años pintaron a franjas de color pastel, y la primera vez que miro el cronómetro es junto a la vieja sarga medio seca de la que hablamos aquí en su día. La segunda es cuando el camino se junta con el río y durante unos cientos de metros se va disfrutando del frescor de los álamos y del rumor de las aguas. Luego, otra vez, se sale a campo abierto, hasta una noguera grande debajo de la que hay una casa y un mastín que de tanto verme pasar ya ni me ladra. El cuarto punto de referencia es el cruce de la acequia con la trocha que sube a la masía de Artigot, un repecho pedregoso en el que hay que alargar el paso y bajar el centro de gravedad. Ahí empieza el tramo del que más disfruto, entre cañaverales que se meten al camino y altos maizales que a primera hora todavía no dejan pasar el sol. Es, además, el más corto, y termina en el cruce de la senda que lleva a la masada El Cantor, un caserón pintado de añil que perteneció al tenor Marín. El último, con el pueblo a la derecha, levantado en lo alto de las lomas, como las masías, cerca de los campos de secano y preparado para protegerse de las crecidas, termina en la cuesta del Molino, que ya enlaza con la carretera. 
Como siempre salgo a la misma hora, no me hace falta mirar el reloj si a mitad de esta última etapa escucho la campana de la iglesia. A veces aprieto un poco el paso para llegar a unos maizales desde los que ya se puede ver la torre. Si repican cuando paso a su altura, señal de que no me he entretenido.

11.8.25

Corza

 Cuaderno de verano, 52


Esta mañana, saliendo al camino, he escuchado detrás de los maizales un crujido algo más fuerte que si se tratara de un gato. Hay muchos por aquí, me tienen muy visto y ya no se espantan cuando paso, si acaso se meten en algún ribazo, o ni siquiera eso, se quedan sentados al borde del camino, con la cola rodeándoles las patas, y me miran pasar con precavida indiferencia. Pero esta vez me he imaginado que sería un animal más grande, y en efecto, he apretado el paso para salir a un terreno recién labrado y ahí estaba el corzo, que salía del maizal, de desayunarse unas panojas tiernas, o la misma alfalfa que vi ayer, que ya estará bastante seca. Un poco más adelante, de hecho, había un tractor con una hileradora, una especie de molinillo lento de grandes dimensiones que iba recogiendo las filas de alfalfa en otras más grandes e igual de rectas, imagino que para que luego, o mañana, les pasen la empacadora. 
El corzo ha dejado la espesura y durante un instante se paró a mirarme, no me ha dado tiempo a sacarle una foto, y si lo hubiera intentado se habría espantado con solo verme meter la mano en el bolsillo. Sería una corza, porque no tenía pintas blancas para ser muy joven ni tampoco cuernos para ser un macho. Ni la corza era blanca ni yo el montero Garcés, que arreó un ballestazo a su amada confundiéndola con el animalico, y eso que anoche era luna llena y el ambiente era propicio para las metamorfosis. De hecho se oyeron algunos disparos, de otros monteros menos románticos que se apostan entre los cañaverales, a ver si pasan las corzas, blancas o del color que sean, en busca de brotes tiernos.
No más de un instante la he visto quieta, los potentes cuartos traseros, las manos delicadas, la cabeza fina, y ha salido como una flecha, sin casi dejar huella en el sembrado, hasta emboscarse otra vez en el maizal de enfrente. Cuando he pasado por allí, me he agachado a ver si entre la sombra oscura de las cañas se le reflejaban las pupilas, pero ya no la he visto más. Imagino que después habrá cruzado el río para subirse a lo alto de la muela y pacer tranquilamente entre sabinas, a salvo de los cazadores que con estos calores las dejan en paz.

10.8.25

Marca

 Cuaderno de verano, 51


Igual que los madereros pintan pinos con pintura blanca o azul o les hacen una muesca con el hacha, nosotros atamos un cordel de pita en las ramas que están secas de los cerezos y de las nogueras, para no confundirnos luego cuando las vayamos a cortar y todas estén desnudas. Mientras buscábamos las ramas muertas comentábamos que los cerezos se han extendido tanto que hay algunas, gruesas como troncos, que llegan hasta el suelo y forman con las hojas una especie de cueva, que es donde se tumban los perros si el día no ha salido abrasador. Se está bien allí, claro, y en un radio de lo menos cinco metros ya no crecen las hierbas porque nunca les da el sol. Lo malo es que avasallan otros frutales, y un manzano que resiste de los primeros tiempos y sigue dando unas reinetas muy sabrosas casi está cubierto ya por la hojarasca del cerezo, y lo mismo sucede con un peral antiguo, que a la maldición de la mancha negra une la sombra densa del vecino, y aun así nos da unas altas peras estupendas.
Los mastines seguirán teniendo sombra si aclaramos un poco el panorama. Seguirán siendo árboles monumentales, incluso darán más fruto, y el único problema es que habrá que trepar muy arriba para cogerles las cerezas, porque las nueces caerán por sí solas. De manera que, como todo empieza a estar un poco selvático, decidimos atar unos cordeles también en aquellas ramas vivas que llegaban hasta el suelo, que no dejaban respirar a otros frutales o nos impedían el paso. Y sin embargo, mientras ataba el primero, me asaltó otra duda. Vi plantar esos árboles cuando era niño, los he visto supurar goma cuando las ramas pesaban tanto que les abrían una brecha en las junturas. Alguno lo vi morir, y lo talé y salió otro que también va para majestuoso. Pero estos viejos que quedan,  que les apuntalamos las ramas para que no arrastren las cerezas por el suelo, estos no han sufrido nunca la más ligera poda, son como serían si hubieran crecido en tierra fértil y nadie los hubiera cultivado, y esas ramas vivas que tanto nos estorban seguirán dando cerezas cuando nosotros ya nos estemos para recogerlas. Ni siquiera sé si merece la pena cortar las que ya están secas, que se quiebran con solo tocarlas, y el viento acabará con ellas. 

9.8.25

Alfaz

Cuaderno de verano, 50


Ya están segados los campos de alfalfa, el alfaz, como se decía por aquí. Ayer mañana eran una espesura de verdor a punto de espigarse, salpicada de flores azules. Por la tarde la debieron de cortar, y al amanecer el campo olía a pesebre, la máquina había dejado ringleras de tallos que parecían ordenados con la mano, y en unas pocas horas habían empezado a perder el color. La dejarán unos días hasta que se seque, y luego traerán la empacadora, porque no creo que venga ningún campesino a recogerla en brazados y atarlos con un vencejo. Igual se la comen las ovejas de la masada de Artigot, con su seriedad rumiante, o a lo mejor esta, como la de Castelserás, también se la venden a los flojos sabeos para que alimenten a sus purasangre. 
«Lo que nos da de comer es la ciencia», me decía, con un deje de resignación, el granjero de más abajo, que está en la edad de haber llegado tarde a los tractores, mientras cortaba unas pocas mielgas (que no es exactamente lo mismo que la alfalfa, según me ha dicho) para echárselas a las gallinas. Pero él antes plantaba alfalfa para darles de comer a las ovejas, que yo lo he visto cortarla con la dalla, ese apero siniestro que se maneja en un giro rítmico del cuerpo, con cadencias bien medidas, no sea que se escape la hoja y te des un tajo en el pie. Aquí tenemos una que alguna vez me he puesto a usar, aunque ya está un poco roma, y en efecto es un giro que parece un baile, al menos cuando se dan los primeros pasos, luego los riñones no dirán lo mismo, imagino. 
Pero enseguida la dejé. Me da miedo no solo porque siempre la asociamos con la muerte, sino por una historia que contaba mi abuelo, que había nacido en la ribera del Alfambra, sobre un vecino que estaba segando alfalfa con la dalla. Le apareció entre las matas una culebra tremenda, mitológica, como una anaconda de grande. El labrador mantuvo la serenidad y cuando el monstruo reptó hasta sus pies colocó la dalla junto a él. La serpiente, creyendo que apresaba al campesino, se fue cortando en rebanadas gordas como mortadelas. El hombre no sufrió daño alguno, pero fue tal la impresión que allí mismo cayó muerto, sin que la culebra le hubiera hecho nada.

8.8.25

Manzana

 Cuaderno de verano, 49


«La pálida camuesa arrebolada / en fe de que el afeite la sazona», sigue diciendo fray Plácido de Aguilar, o más bien Tirso de Molina, y no solo porque esté en los Cigarrales de Toledo,  sino porque los otros poquísimos poemas que se conservan de fray Plácido, ninguno editado, son de muy inferior calidad, y esta, aparte de algunos detalles muy tirsianos (los ramilletes, etc.) es una pieza excelente, sobre todo la parte que aquí citamos tanto y que ha pasado a ser el más acabado ejemplo de lo que se dio en llamar el bodegón barroco, la enumeración en versos cadenciosos de frutas y verduras. Demuestra este género que las cosas del campo son sobre todo palabras hermosas sin necesidad de acicalarlas con metáforas. No es el caso del Barroco, claro, que a todo le buscaba los afeites.
Nuestras manzanas, con alguna excepción, están pasando su particular calvario. Las bandadas de pardales y jilgueros que vienen por las mañanas a refrescarse con el chorrillo del aspersor se suben luego a los cerezos, a secarse y limpiarse las plumas, y después van a almorzar a los manzanos. Nada más que asoma la color, ellos picotean hasta el corazón y después la dejan abandonada para que otros bichos menos alegres continúen la faena. De este piscolabis pajarero quedan solo restos de manzana en sus primeros días de arrebol. Reinetas, verdedoncellas, esperiegas sobre todo, que se crían lozanas en la vega del Turia, aquí y aguas abajo, hasta el punto de ser la variedad más conocida de Ademuz. 
Así que estos días vamos recogiendo manzanas todavía sin color, todavía sin picar, y antes de que los señores pájaros procedan a una cata las metemos en un cesto de mimbre en la bodega, cerca de la ventana, para que les dé el sol, a ver si maduran fuera del árbol y del bufé libre de los jilgueros, que parecen jubilados desayunándose en el balneario. Tan solo hay un manzano que dejan en paz, cualquiera sabe por qué, y además es el más viejo, medio siglo lo contempla, en un rincón del huerto, al lado de las judías, al abrigo de un arce y de la pared por donde baja la canal del tajadero, que está forrada de madreselva. Igual es eso, igual es que las cañas los asustan. Igual hay algún bicho que ni vemos ni nos molesta, pero a ellos les causa pavor.

7.8.25

Amigo

 Cuaderno de verano, 48


Ayer hizo nueve años que trajimos a Galán. Era el más manso de los hermanillos, el menos voraz, pero en su mirada tranquila se veía que no tenía miedo, sobre todo a que lo tratásemos mal. Y así ha sido, y así será. Galán nos regaló su nobleza infinita, por más que vayan pesando los años y empiece a costarle subir las escaleras para asustar con un ladrido algo cascado a quien merodee al otro lado de la valla. Jamás lo hemos oído gañir ni quejarse de nada. En alguna ocasión detectamos que renqueaba un poco, porque se había clavado una púa en la almohadilla, o porque en nuestra ausencia, en una de esas carreras de ciclón, se habría caído de morros al resbalarse con las acículas mientras bajaba la cuesta a toda pastilla. Una vez se le encajó un sarmiento en la mandíbula, y se dejó que le metiéramos la mano para sacárselo, y luego nos lamía. Otra vez se quedó despatarrado y no se podía mover. Esperó hasta que llegásemos sin decir ni pío, se dejó hacer mientras lo cogíamos por las corvas y poníamos de pie sus casi ochenta kilos de mastín. Al principio titubeaba un poco, pero dio unos pasos y nos miró con esa misma seriedad agradecida, esa tierna solemnidad.
El invierno se echó encima y Galán no es perro de estar amorrado a la chimenea: por más que le preparásemos un refugio en condiciones, se pasaba las horas recorriendo sus dominios, aparatoso y delicado, cauteloso y tremendo; si se pone contento y se arrima igual casi te tira al suelo, pero jamás ha roto el tallo de ninguna flor. Como no nos gustaba nada que estuviera solo, muy pronto llegó Morena. Y ahí siguen, grandes, fuertes, firmes con los ruidos infrecuentes, imponentes con la más leve amenaza, nunca empalagosos ni pesados, pero dulces, atentos, siempre cerca, tan solo para cerciorarse de que todo está como tiene que estar.
Ha vuelto el calor sofocante y cuando el sol sube a lo alto se meten en la galería, se tumban en las losas de rodeno, se dejan acariciar por el ventilador. Y en cuanto empiecen a barruntar movimiento se pondrán de nuevo en marcha y nos seguirán allá donde vayamos, y se acostarán en la hierba como si no estuvieran pendientes, solo para sepamos que no hay de qué preocuparse mientras ellos estén junto a nosotros.

6.8.25

Medida

 Cuaderno de verano, 47


En verano no se cumple la regla monástica de trabajar sólo la tierra que ocupa un hábito extendido. Cuando en invierno hay días que da pereza cumplir, ahora es una desmedida obligación que invita a pensar cuál es el campo pequeño del que habla Virgilio en su célebre sentencia: «Alaba el campo grande, cultiva el reducido», «laudato ingentia rura, exiguum colito». La frase está inspirada en Hesíodo, que, hablando de barcos, decía justo lo contrario: «Alaba la nave pequeña, pero pon la carga en la grande». 
Los demás tratadistas insisten en ello: «Es más fecunda la escasez cultivada que la abundancia desatendida», dice Paladio. Según Columela, es una adaptación en verso de lo que decía «ese pueblo tan listo que eran los púnicos», que «el campo debe ser más débil que su cultivador», y la cifra en siete yugadas licinianas, que es lo que, con el advenimiento de la República, el tribuno de la plebe adjudicó a cada individuo. Del mismo modo da cuenta de que llegó a considerarse delito que un senador tuviera más de cincuenta yugadas, sobre todo si las dejaba baldías.
Una yugada venía entonces a equivaler a unos 2.500 metros cuadrados actuales, y siete yugadas sería, sobre poco más o menos, lo que John Seymour considera razonable para un proyecto de autosuficiencia, con terreno suficiente para no salir a comprar nada (él, como buen inglés, no gastaba aceite sino mantequilla, y del azúcar y la sal, fuera de los productos que la contienen, se puede prescindir). Seymour no empleaba más ayuda que la tracción de sangre, dos hermosos caballos de labor, y es de suponer que la mano amiga. En la época de Virgilio, aunque el poeta no los nombre nunca, el colono tenía esclavos, alguno, como el gallinarius, instalado a vivir dentro del gallinero; pero en aquel reparto de tierras de Licinio no está claro que el labriego tuviera más ayuda que la de su familia y una yunta de bueyes (de donde, por cierto, viene la palabra yugada, que es lo que eran capaces de arar en una sola jornada). 
Aquí nos conformamos con mucho menos, y aun así excede al recreo. De once varas tendría que ser el hábito para que lleváramos a rajatabla la sentencia. A veces hay incluso que dejar abandonada momentáneamente la lectura porque se empieza a echar la noche encima sin regar un arbolillo. Esto es un no parar.

5.8.25

Sardina

 Cuaderno de verano, 46


Ya sé que suena un poco presuntuoso, pero es verdad: hay gente para quien el éxito en la vida es tener un jardín. Hay potentados que lo disfrutan en medio de la gran ciudad, o en una urbanización de lujo; otros se vuelven al pueblo, a la tierra de sus padres, y aun otros van buscando con candil unos palmos de tierra a la medida de sus posibilidades, en un sitio donde puedan ganarse la vida o pasarla tranquilamente cuando ya se la han ganado. Todo es cuestión de prioridades. Conozco ciudadanos que se han instalado fuera del mundo, más allá de su lengua y de casi cualquier contacto con el prójimo, solo por el placer de regar cada tarde unas enredaderas. Entre los jubilados, tener un huerto es como para otros jugar a la petanca por las mañanas, no exactamente lo que siempre quisieron hacer, sino lo que les llena, otro verbo de rara exactitud que usamos como si tal cosa. La tierra llena, llenan los cantos de los pájaros y ahora en agosto, de vez en cuando, unas sardinas a la brasa mientras esperamos que aparezcan las Perseidas. Agosto, en la edad adulta, es un ir de jardín en jardín, de vida en vida. La primera conversación nada más llegar y saludarse siempre se refiere a la lozanía de las uvas o a cómo se llama una planta, compartimos experiencias hortícolas como cuando antes compartíamos los libros, o aun antes los discos, o al principio los cromos y los tebeos. Y siempre hay alguien en la reunión que ni ha salido ni tiene previsto abandonar la ciudad, y al que todo lo que no esté liofilizado por el asfalto le parece una pérdida de tiempo, que nos mira con sonrisa complacida, como si pensara en lo bien que se está en su rascacielos, sin necesidad de regar nada, sin hierbas, sin bichos, sin pájaros molestos, sin ladridos de perros. Jamás cometerán la torpeza de mofarse de este intercambio de experiencias jardineras, ni tampoco de tomarlas como una etiqueta triunfal, qué tontería, pero veo en esa sonrisilla, mientras mastican el lomo de una sardina, el placer que da ver a un niño ilusionado con su juguete que corre a enseñárselo a un amigo. Sonríe pero también sabe que ese regreso a la inocencia es lo que mejor puede llenar este tranquilo estuario en que se va convirtiendo la vida.

4.8.25

Cundir

 Cuaderno de verano, 45


Normalmente hago del riego una faena descansada. Un año, fiel a la ortodoxia hortelana, azada en mano iba conduciendo el agua, abriendo canalillos, levantando presas de tierra, más o menos como ahora veo hacer al hortelano mudéjar que cultiva sus cilantros y sus calabazas río abajo, que mete los pies en el barro y va estirando la manta de agua sin necesidad de conducciones previas. Pero pronto descubrí que era más llevadero levantar caballones estancos (ya se buscan ellos con el desgaste del tiempo y la lluvia sus vías de comunicación) e ir regándolos con la manguera uno por uno. Si tuviera dos hectáreas de patatas sería un poco latoso, pero con esta miaja de huerto no cuesta nada, al contrario, es un placer observar cómo se va llenando el surco hasta los bordes nivelados, cómo penetra en la tierra y deja de subir un poco antes de quitarlo, cuando, en los días de mucho calor, ha empezado a drenar en la misma cantidad en que recoge el agua, o a pasarse al de al lado. A veces incluso hay que volver a rellenarlo si se ha chupado el agua demasiado aprisa el subsuelo de cascajo.
Sin embargo, cuando está el huerto en su apogeo, de nada sirve cambiar la manguera y sentarse en un poyato a echarse un cigarro. Se impone optimizar el tiempo, de modo que, mientras se va llenando un surco de las tomateras, arranco las hierbas de los pimientos, y lo mismo con las judías mientras riego los calabacines, o con los puerros mientras riego las cebollas, o bien reconduzco hacia la caña travesera los zarcillos que han llegado a lo alto del rodrigón y van buscando las ramas del manzano, que ya se doblan bajo el peso de las pomas, o las de los arces de donde saco las varas, que cada pocos días hay que ir ramoneando para que no den más sombra de la necesaria. Y eso sin contar con que tengo que regar con una jícara, uno por uno, los hoyuelos donde pusimos las últimas judías, que procuramos mantener húmedas hasta que asomen. Cuando ya he pasado la manguera por las matas de albahaca y están los apios bien amerados, entonces dejo también de acicalar el huerto, de repelar la madreselva y arrancar las largas raíces de la grama: todo huele a fresco, ha caído el sol y ya me puedo sentar.

3.8.25

Rosa

 Cuaderno de verano, 44


Dentro del jardín los cambios son constantes pero mínimos. Para un ojo poco observador, todo es la misma rutina, cualquier día es el mismo día, las semanas se confunden con los meses, una estación entera es apenas el soplo de un momento. Dicen que la vida es más lenta cuando no hay conciencia de futuro, lo que, en principio, beneficia a los niños y a los ancianos. No sé. Si aplico la mirada, todo pasa a una velocidad inabordable, no hay entradas de este cuaderno para consignar los cambios, los movimientos, las evoluciones, el transcurso del tiempo. Si elijo una planta no sólo me dejo las otras sino las distintas formas de esa misma planta con el paso de los días. Pero verlo todo, captarlo todo, conduciría a una parálisis como la de Funes el Memorioso, a quien la vida se le iba como el agua entre las manos. El jardín propone una rutina variada, un ameno no pasar nada. Lo comparo con los libros. Pasan los años y el recuerdo ya no es tanto de tal o cual página sino del momento de estar leyéndolos, de la sensación de vivir unos días enfrascado en ellos, del hondo suspiro al terminarlos. Pero veo las fechas de lectura y lo que me parece que acabo de leer ocurrió hace varios años, y a veces ocurre al contrario, que lo que sí que he terminado hace dos días ya está perdido en la más brumosa memoria. Así los días en el huerto. Este pepino que arranco no es el mismo de ayer pero sí el del verano pasado. Los zarcillos han crecido en pocas horas y están como hace muchos años. El tiempo se amalgama, se condensa, es un continuo fluir, un presente cambiante, no exactamente un transcurrir. Otros, al sentirlo, pensarían que la vida es corta y todo eso. Yo vivo con el jardín, lo veo nacer y morir, y no hacerlo igual ningún verano. De niño septiembre era un horizonte muy lejano, casi igual que ahora, quién sabe cómo estarán mañana los tomates, o cuándo se pondrán las matas amarillas. Todo sucederá y habrá sucedido, pero nada de eso importa, tan solo que todo está sucediendo, que los pimientos siguen lozanos, que ha salido una rosa cuando ya no la esperábamos, y nos sentamos a mirarla porque sabemos que quizá no esté mañana, o no sea más que un recuerdo.

2.8.25

Cucurbitácea

 Cuaderno de verano, 43

Las cucurbitáceas tienen algo de descomunal, como esas especies colosales de los cuadros mitológicos, que sacian el hambre de los gigantes. Plinio el Viejo habla de dos clases de calabazas, unas rastreras y otras colganderas, que trepan por las pérgolas y proyectan una sombra tenue, con pedúnculos muy finos de los que cuelgan pesados frutos «que la brisa no menea». Debe de referirse a esas ornamentales que una vez compramos en un mercado de Portugal y fuimos guardando las pepitas. 
En todo caso son enormes, y no todos los años plantamos calabazas porque colonizan el espacio con hojas como parasoles y sus guías trepan por los árboles y las paredes, si bien es cierto que donde crecen no salen hierbas apenas. Lo que sí ponemos siempre son calabacines, cucurbitáceas americanas que al parecer no conocieron los romanos, o pensaron que era otra clase de pepino porque los tratadistas no los mencionan por separado. Pero son igual de grandes y hay que darles mucho espacio para que desarrollen sus tallos gruesos como trenzas de Berenice. Compensan, eso sí, porque una vez que han florecido (y conviene polinizarlos con un bastoncillo, para que no se queden desmedrados o se pudran a mitad de crecimiento) y empiezan a echar fruto no hay manera de pararlos: a poco que te descuides se hacen unos calabacines como proyectiles antiaéreos, que saben igual de buenos pero la carne está un poco más dura. Por más que congelemos para ir teniendo luego, cuando empiezan a salir no hay día que no subamos con la cesta llena ni que los comamos rebozados o a la plancha, o rellenos, o hechos puré. 
La Arcadia debía de estar llena de cucurbitáceas, con «la calabaza que el septiembre arranca», según nos dice fray Plácido de Aguilar, y es «custodia del licor que a Baco alienta». En la Edad de Oro, antes de las carestías y las especulaciones, todo debía de estar lleno de pepinos y calabacines, y ninguna fruta era más rica que «el letrado melón que el necio alabe, pues las letras profesa que no sabe», en retorcido concepto con el que el fraile mercedario se refería a la piel rayada, como llena de muescas de navaja, mensajes en clave como los que adornan las cortezas de los árboles, mientras el hombre primitivo echaba la siesta y el mundo le proporcionaba el sustento sin que tuviera que matarse a trabajar.

1.8.25

Sirio

Cuaderno de verano, 42


Estamos a mitad de la canícula, Sirio brilla por la noche hacia el sureste, según dicen los manuales, y en esta parte del mundo debería ser el momento de más calor. No es del todo así, por más que los —razonables— agoreros meteorológicos avisen de que llega otra vez el infierno, porque después de unos días relativamente frescos (esta madrugada no cerramos la ventana pero sí extendimos la manta de viaje) la casa está más templada y hasta mediodía no aprieta el calor, y además suenan truenos a lo lejos, por la tarde salen las nubes y los perros se arriman al invernadero, no sea que se desate la tormenta, y se preparan ventoleras moderadas que airean la casa y dejan muy buen estar. Pero dicen que llega otra ola… 
Agosto era entonces al verano lo que el domingo al fin de semana. Julio era un sábado sin más futuro que la fiesta, pero en agosto había que poner un poco de orden. Por las mañanas madrugábamos para ir a clases de mecanografía o de guitarra, yo vendo unos ojos negros, quién mé los quieré comprar, y luego a la piscina, a los cursos de natación, antes de que llegasen los helados, los bronceadores y los gritos, cuando el agua no hacía olas y se veía el fondo y olía a cloro. Lo de los coches cargados de maletas para irse de vacaciones lo veíamos por las noches en la tele, cuando subíamos de jugar al escondite por los camiones aparcados en las anchas calles del desarrollismo. En la infancia todo es hermoso, y aquel olor a diésel y a rueda recalentada era el aroma de los juegos nocturnos, como el del heno fresco si hubiéramos pasado los veranos en el pueblo. No había vacaciones en la playa (aquí se decía plaia, no playa), ni falta que hacía.
Hoy agosto se ha notado también en el camino. Algún habitual ha desaparecido, se habrá ido a la playa, y algún otro se ha incorporado, quizá porque quiera poner algo de orden en su vida. Pero son muy pocos. El trasiego de personal se dirige más a los campos de alfalfa, que ya ondean como espigas verdiazules, o a los huertos, que están llenos de calabacines. Con Sirio llega el ajetreo. «Desnudo has de arar, has de sembrar desnudo», dice Virgilio, por mucho que luego te des un remojón en el pantano.

31.7.25

Naturaleza

 Cuaderno de verano, 41


La naturaleza sigue a su aire. Cada invierno tengo que arrancar los sarmientos de una parra medio silvestre que se encaraman hasta lo alto de un desmayo. Ya he contado cómo, mientras el vecino quemaba el ribazo, en un descuido el fuego cruzó la acequia y la socarró completamente. No quedó más que un palo negro retorcido, como el de una cerilla. Y sin embargo volvió a brotar, y con más fuerza todavía, y a pesar de que digan los manuales que la vid no necesita mucho riego porque si no solo echa hojarasca, esta está llena de racimos, y se aferra a la valla y saca la cabeza por entre los ailantos pestíferos que han ido creciendo alrededor, y se vuelve a agarrar al tronco del sauce y sube hasta la misma copa. Más cerca de la casa, en el terreno que mandan los cánones, con las podas y los riegos oportunos, asperjando azufre cuando toca y aclarando los racimos para que entre el sol, cuando el bicho dice que este año no habrá uvas más vale que las demos por perdidas, porque por mucho que nos empeñemos no sacaremos más que cuatro tristes botellas de vino. 
Todo tendrá su explicación y a veces pienso incluso en cortar antes de tiempo esos sarmientos tan enormes que le salen, no vaya a ser que esa parra se rija justo por lo contrario que las otras, que su espíritu salvaje necesite la inclemencia del azar y los errores de quien trata de domesticarla. A esta le salen las uvas con un hollejo más duro, coriáceo, inasequible a las avispas y otros bichos que intentan succionar la pulpa. Hasta los pájaros, más comodones, se van a las vides más cuidadas, por mucho que las embolsemos. Aquí, en vez de comerse las uvas han hecho un nido, aprovechando la consistencia del sarmiento y una rama seca del sauce, que quizá no tenga tanta salud, o la parra se la esté quitando.
Esa parra me recuerda a los ancianos que se hicieron centenarios sin que los viera el médico, que pasaron por guerras y por hambrunas, que vieron nacer y morir a quienes acaso tuvieron más suerte en la vida. De ellos siempre se alababa su naturaleza, qué naturaleza tiene, se decía. Para hablar de los débiles, sin embargo, nunca se empleaba esa palabra, como si solo sirviera para referirse a los que sobreviven.

30.7.25

Pepino

 Cuaderno de verano, 40


En nuestro exiguus hortus, lo más parecido al pleno rendimiento se produce cuando salen los pepinos y están disponibles los cinco ingredientes de un buen gazpacho, que, además del cohombro, son el ajo, el pimiento, la cebolla y el tomate. Los otros tampoco vienen de muy lejos: el aceite es de aquí al lado, de las tierras del Alto Mijares, según se empieza a descender hacia el Mediterráneo; el vinagre lo hace un primo mío, y la sal, a la espera de que se recuperen las salinas históricas de Arcos o de Ojos Negros, sigue siendo del supermercado. Nos gustan aquellos platos cuya variedad solo radica en la exquisitez de sus productos, siempre los mismos, y en la buena mano al cocinarlos. A combinaciones tan suculentas como el gazpacho no hay que tocarles ya más, no merece la pena introducir ningún elemento nuevo ni buscar su esencia líquida: en un restaurante de La Rioja nos sirvieron un —dijeron— gazpacho que era un dedal de agua con sabor a tomate. A mí esas mistificaciones me ponen malo. Un gazpacho no está bueno por lo nuevo que le añades sino por cómo te sale. De uno tan sólo dependen las cantidades y el mimo con el que hayas cultivado sus componentes. 
De las otras hortalizas ya hemos dado el visto bueno: aprobamos con nota los tomates y los ajos, las cebollas no nos han decepcionado y dedicaremos una entrada a los espléndidos pimientos, pero hoy era el día del pepino, refrescante y suave, nada repetitivo, y menos si se le echa al gazpacho una tira de la monda. Propercio lo llama caeruleus, verdinegro, como el mar profundo, y Paladio da una porción de sabias instrucciones sobre cómo cultivarlo, «en surcos separados de medio pie de altura por tres de ancho», con ocho pies de espacio entre ellos para que se puedan extender. Según él les convienen las hierbas y no es menester escardarlos. Aparte de algunas otras consideraciones para que salgan blancos y dulces, Palacio cita a un tal Gargilio Marcial, que dice que «si la flor, tal cual está en su planta, se mete en una horma de barro y se ata, el pepino tomará una forma igual que el rostro de la persona o animal que tuviera el molde». No sé si hacerme un vaciado y comerme a mí mismo en forma de pepino. Eso sí que sería alta cocina.

29.7.25

Paja

 Cuaderno de verano, 39


Las orillas del camino y los gallipuentes están cubiertos de paja, el equivalente a varias alpacas esparcidas por toda la ribera, que van soltando las cosechadoras cuando salen de los bancales y a nadie le compensa recoger, y que, cuando el viento y la lluvia conviertan en briznas grisáceas, acabarán descompuestas entre los barbechos o disueltas en las aguas del río. Pero hasta entonces, recién cortada, tiene un hermoso color y da gusto pisarla. 
En pintura, el color de la paja (el amarillo pajizo, nombre tan habitual en los manuales de interiorismo como en la coloración saludable de la orina) se consigue con amarillo cadmio aclarado con blanco y calentado con naranja terroso, pero en cualquier caso es un tono fugaz que dura lo que tarda el rocío en mojarla, el viento en apagarle el brillo, el sol en borrarle los matices. Al día siguiente paso por los mismos rastros y ya son pajas grises, trilladas por las ruedas de las máquinas, que por la noche suenan como camiones —aquí que el resto del año no se oye más que los grillos y algún ladrido—, hasta que llegan al ribazo y ponen la bocina intermitente cuando dan marcha atrás. Son pocas noches. Viene agosto, anuncian lluvias, tendrán que darse prisa.
Ya quedan pocos campos sin esos rulos enormes que difícilmente un hombre solo podría manejar, aunque alguno queda con la alpaca de siempre, la que se carga tirando de las cuerdas y apoyándola en los muslos, hasta llenar el carro con un volumen enorme que parece sostenerse de milagro. Con esas alpacas, antes de guardarlas bajo techo, se han levantado hermosas construcciones, templos circulares, auditorios en espiral, incluso casas enteras que son la última palabra en aislamiento sostenible, aunque a uno le hubiera gustado vivir la época de los almiares, cuando «la rubia paja» se guardaba sin empacar, como esa siesta de Van Gogh, o el amor adolescente de Neruda —según su propia versión…—, o la «cuna dorada» de la pera gongorina. Alguna vez escuché la expresión «a la pajera» en vez de «a dormir». Los pajares que ahora veo derruidos, como volviendo a ser la tierra de donde salieron, fueron lugares de abrigo y de fuego interior, de cría y de alimento, de juego y de secreto. En los días de siega, antes de que la echaran a los animales, nunca hubo lecho tan mullido para trabajo tan agotador.



28.7.25

Fresco

 Cuaderno de verano, 38


«Ya se ha jodido el verano», se decía antiguamente (esta vez un antiguamente difuso y cercano, de cuando éramos pequeños y oíamos hablar a los abuelos, que lo usaban para referirse a sus años mozos o a todo lo que hubiera sucedido antes del desarrollismo), cuando a finales de julio venían estos días frescos de desplegar la colcha y cerrar por las noches las ventanas. Si además se preparaba un par de tormentas seguidas, había que ir sacando del armario las chaquetas y los refranes del año anterior, «en agosto, frío al rostro», con ese sentido anticipatorio, un tanto exagerado, con el que se dice aquel otro de «en febrero, busca la sombra el perro».  
Para mí es una excelente noticia que a las siete de la mañana convenga echar mano de la chambra, por más que cuando el sol empiece a calentar haya que llevarla atada a la cintura. Pero las cosas han cambiado. Los perrillos de un cercado que a estas horas ya suelen haberse metido a la sombra descansan al sol —y no estamos en febrero— hechos un ovillo, y hay un gato subido a un tejado, en su vertiente sur, sentado junto a la veleta. Algunas plantas han reaccionado al fresco: los carrizos están más tiesos y envarados; a las lechuguillas, que parecen cardos desmedrados, les han salido unas flores amarillas diminutas, e incluso hemos visto un estramonio en flor. En los campos recién segados empiezan a brotar los ricios, y a la orilla del camino los manzanos están cuajados de pomas. Es como si el verano hubiera declinado y quedaran víctimas por el camino, sobre todo las que no son propias del lugar: los gladiolos, por ejemplo, tan rampantes el otro día, ya están un poco pochos, y alguno medio seco.
Pero donde más se nota el cambio de tiempo es en el agua, que suena más fría, y no es una sinestesia. El calor la enturbia un poco y ahora suena más rápida y más dura, más burbujeante en los saltos mínimos que hay en la acequia. En el lecho se ven los nítidos contornos de las piedras, como con la transparencia del deshielo. Me inclino para meter la mano y enseguida se me pone colorada y siento un frío vivificador que no me da nostalgia de ninguna clase. Ojalá sea cierto y de pronto se haya ido el verano. No caerá esa breva.

27.7.25

Bignonia

 Cuaderno de verano, 37


Otras plantas trepadoras, en cambio, son más resistentes y menos peligrosas, pero también, como suele suceder, más sencillas y peor consideradas. Es el caso de la bignonia, con sus flores en forma de trompetilla o de vieja gramola, de color naranja, que crecen sin molestar a nadie, sus finas hojas dentadas no abruman con su sombra y sus delgados tallos se van haciendo cañas como las de la flor del ajo, y su tronco no engorda tan deprisa como el de la yedra ni va buscando a propósito dónde causar problemas. Las he visto en los pueblos de la contornada, a veces en el mismo alcorque donde crecen los dondiegos, en la puerta de las casas, o subidas a una tapia, a modo de barderas. De hecho son al mundo de las trepadoras lo que los dondiegos al de los setos: delicadas flores humildes, complejas formaciones corrientes, intensos tonos vulgares. Conozco gente que se entusiasma contemplando una gardenia pero estas flores le parecen feas, otra prueba de cómo la abundancia y la feracidad genera prejuicios de clase, y de cómo estos prejuicios nos trastornan el sentido estético. A nosotros nos encantan, y a pesar de que las raíces se extienden bastante y de vez en cuando hay que arrancar algún brote alrededor (nada comparable, ni de lejos, a los antipáticos ailantos,  que asoman por todas partes, ni siquiera a las retículas extensas de los álamos), que se deja segar como parte de la grama porque sale con un tallo muy fino y flexible que incluso es agradable a la vista mientras no eche a crecer, a pesar de todo eso las cuidamos, las regamos y les preparamos soportes nuevos para que sigan ascendiendo por el muro y compitan en pie de igualdad con las yedras avasalladoras o las frondosas glicinias, nada de lo cual les resulta necesario porque las bignonias, además de bellas, son muy sufridas. Pero nos queda ese otro prejuicio, el de identificar la hermosura con la fragilidad, que quizá sea un gesto de reconocimiento por nuestra parte, tratar con mimo a quien no lo necesita, como esas mozas del partido del Quijote a las que alguien, de buenas a primeras, agasaja, por primera vez en su vida, como damas de alto copete. Las mismas bignonias, si no tuviesen ese naranja oscuro tan llamativo, se sonrojarían si nos vieran tratarlas como a raras especies en peligro de extinción.

26.7.25

Yedra

 Cuaderno de verano, 36


Y no solo en el huerto hay que escardar las malas hierbas. El verano es un constante crecer de lo que sobra, una permanente ampliación innecesaria. En los frutales brotan hojas nuevas que no tendrán más flores de las que salgan frutos, las zarzas voraces engordan con la sed, a los membrillos y a los ciclamores les salen chupones que nos llegan hasta el cuello, y que cada poco tiempo hay que meterles la tijera. Pero esto, más que podar, es desbrozar, impedir que todo se enmarañe «de abrojos y lampazos», tratar de que las hojas no arguellen los frutos, de que la feracidad no sea infértil, de que la abundancia no provoque la escasez.
Pero además de los hierbajos oficiales hay otros más arteros y dañinos, de buena presencia y prestigio poético, sobre todo la yedra, cuyas virtudes líricas creo que ya hemos glosado, con sus hojas tersas, lozanas, como barnizadas de un verde profundo, que sin embargo van metiéndose por donde no deben, y tapizan el feo muro de cemento pero también se cuelan por los mechinales, y cubren la fachada del cobertizo pero se incrustan sigilosamente en las finas grietas del enlucido, hasta que el tallo ha engordado lo bastante como para abrir una brecha en los ladrillos. En una jardinera de obra hay una hermosa yedra que cuelga como el cabello de una dríade y serviría como fondo de un retrato, pero ya nos ha hecho en el murete que la contiene una raja de dos dedos de ancha que amenaza con tirarla abajo. Hay que estar al tanto de los rincones en los que se junta la fachada con la acera, en los que sobresale la huella de la escalera o el alféizar de la ventana, o en el mismo alero del tejado, bajo el que se desliza con disimulo hasta que de pronto hay unas cuantas tejas levantadas o aparece por el techo alguna mancha de humedad.
De modo que, entre la inagotable —y agotadora— labor del verano, no es lo último contemplar la bella estampa del muro revestido de verdor sin inspeccionar bien las grietas y agujeros, y no tener piedad cuando se descuelga la podadera. A la yedra le da lo mismo: de cuajo habría que arrancarla para que no siguiera perforando hasta las lápidas de mármol, y aun así no necesitaría más que tiempo y olvido para volver a destrozarlo todo.

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