Cuadernos de verano, 86
Estamos muy contentos con los tomates. Hace días que empezamos a hervir frascos de cristal para ir guardando las verduras con las que no dábamos abasto para comerlas frescas, y a freír tomates valencianos y de corazón de buey, que fueron los primeros en salir, y siguen creciendo y los cogemos bien maduros, a pesar de que las matas están algo amarillas. Como dice Neruda, él también un poeta tomatoso, jugoso, aparatoso, el tomate «invade las cocinas», con ese olor a pulpa cálida que se deshace, y ese aroma ya es de otoño, de faenas de interior, cosecha para guardar, conserva que colma la alacena. Ayer pasé junto a dos vecinos que hablaban del asunto, y uno (el mismo que sacaba el otro día las patatas) decía que no se le habían dado bien este año los tomates, «salvo los de pera», dijo, que por otra parte son los que se plantan para hacer salsa con ellos y embotarla, no para comérselos en ensalada.
Pero este final de verano nos ha regalado con el estallido del tomate rosa de Barbastro, tremendos tomatazos con uno solo de los cuales casi hemos comido, llenos de carne, golosos, nerudianos. Los ponemos a diario, ora con aguacate o pepino y cebolleta, porque ponerles atún a esos tomates es matarles el sabor con el vinagre, ora solos, nada más que con unas gotas de aceite y unas escamas de sal, y algunos los damos como si ofreciéramos una hogaza de pan o un presente de embutido, pero están saliendo tantos, y están tan buenos, que no podemos por menos que batir alguno con pimiento y demás ingredientes del gazpacho, e incluso los hay que han pasado del rosa terso al rojo vivo y los hacemos también salsa para acompañar a las judías tiernas. Pero nos queda un leve resquemor de la conciencia, como si semejante aristocracia tomatera tuviera un fin innoble si lo hacemos frito y envasado, abandonado a la oscuridad del hielo. Llegará el día de invierno, sin embargo, en lo saquemos y aún gocemos de su sabor a tierra fecunda, su acidez sabrosa, que ahora nos hace salivar con solo sentirlo en la mano, antes de arrancarlo de la mata, y nos hará babear también descongelado, un poco por su sabor profundo y otro poco por el recuerdo de su benéfica sobreabundancia. Así serían, si los hubiesen conocido, los tomates de la Biblia.
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