Capítulo décimo segundo
¿Y eso qué tiene que ver con Dostoievski?
Matilde se tira a la piscina. Le gusta, a esas horas de la mañana, antes de que vengan los grupos de ancianos para el cursillo, nadar unos largos ella sola. En verano apenas nada. En verano, cuando se baja con Julia a la Moratilla, se limitan a tomar el sol o a charlar a la sombra de los plátanos con Virginia o con Remedios Villar o con alguna amiga. Pero ahora ya han cerrado las piscinas. Julia y sus amigas tomarán apuntes en el instituto, Virginia y Remedios habrán pedido en el Expresso un cortado descafeinado de máquina, y su marido, Bernardo, está en la oficina del Instituto Geográfico. Antes de entrar en la piscina cubierta del Pinilla Matilde llamó a Bernardo a la oficina, para ver si estaba. ¿Se tomarán ahora apuntes en el instituto?, piensa Matilde, y es el último pensamiento que le pasa por la mente antes de que su cuerpo se sumerja en el agua.
Y allí dentro del agua su mente se enfría como una sartén bajo el grifo, casi puede oír el chisporroteo de los pensamientos, que suceden al murmullo de los primeros bañistas y se zambullen en el rumor blando del agua, ese sonido de sordos, plano, suave y sin matices que a Matilde le parece como la música de las placentas. Esto es lo que escuchamos cuando fuera no hay nada que escuchar, cuando nuestra intervención en el mundo cesa y se nos abre una tregua porque de nada más nos podríamos enterar hasta dentro de unas horas. No es la misma sensación que tiene cuando Bernardo deja el libro en la mesita y apaga la luz. Entonces la cabeza le estalla, lo repasa todo y los más absurdos detalles, de tanto pensar en ellos, cobran consistencia narrativa, y la torturan. Pero aquí dentro del agua el ritmo de los brazos impide que se cuelen los pensamientos. Pensar altera el ritmo de los brazos. Pensar cansa. Por eso Matilde suele tararear alguna cancioncilla monótona, a veces sólo una estrofa o un fragmento de melodía, algo que se repite con la cadencia de las brazadas y con la expulsión del aire cuando, al acabar el largo, se agarra al bordillo y hace veinte respiraciones antes de continuar.
Otras veces esto funciona, pero ni toda el agua de la piscina puede ahora enfriar su mente, entre otras razones porque la cancioncilla que lleva pegada a los oídos desde hace unos días son los gorgoritos de una soprano, una cosa un poco rara, gritos como salvajes en una ópera clásica, que Bernardo estaba escuchando ayer. Esta misma mañana, mientras terminaban de desayunar, cuando Bernardo aún estaba en la ducha, se ha puesto los auriculares del MP3 de Bernardo y la loca esa ha vuelto a salir a toda castaña.
Eso ha sido ya el colmo. Bernardo lleva unos días ajeno a todo. Está como sin estar. Matilde se siente cohibida porque los comentarios habituales en las comidas y en las cenas, los episodios de la vida cotidiana que Matilde saca a la conversación, lo que le ha pasado esta mañana con Virginia mientras tomaba café en el Expresso, por ejemplo, a Bernardo le importan un pimiento. No hace ni puto caso y Matilde no se siente legitimada para reprocharle falta de atención porque sospecha que quizá no la merece. Tanto Bernardo como Julia prefieren ver los Simpson antes de escucharla a ella. Es previsible, irrelevante. Soy previsible, irrelevante, previsible, irrelevante, va nadando Matilde y cierra los ojos cuando saca la boca para respirar.
Sus sospechas empezaron el día en que Bernardo dejó de leer por las noches a Benito Pérez Galdós. De pronto se puso a leer un libraco que a Matilde, cuando pasaba el polvo, le llamaba la atención por el título, El don apacible. Una noche, mientras se estaba desnudando, le preguntó de qué iba. Bernardo no levantó la vista del libro y dijo: “de cosacos”, como si esa fuera la mínima formulación posible para quitársela de encima. Matilde trata de recordar si esa contestación fue antes o después de que su tía se partiese la cadera. Este dato es muy importante, porque si no no se lo explica. No es probable que Bernardo conociera a la rusa antes de que la tía se partiese la cadera. ¿Y por qué no es probable? ¿Acaso no lleva Bernardo saliendo a cazar todos los domingos desde que se abrió la veda, y todos los domingos iba a Alfambra? ¿Había conocido a Tatiana antes o después de decirle a Matilde que la había conocido? Cuando su amigo Mingo, ese borrachuzo con el que también a veces va a cazar, le dijo que tenía buenas referencias de una mujer que vivía en Alfambra, ¿había empezado ya Bernardo a leer Guerra y paz? ¿Había ya en casa discos de Mussorgski, de Shostakóvich o de Shshedrin? ¡Pero cómo va a ser una coincidencia que le diese por la literatura rusa antes de conocer a una rusa! Matilde está muy cansada. No lleva el ritmo en ningún momento, le cuesta un mundo llegar a la otra orilla, su cuerpo no se desliza en el agua, tiene que arrastrarlo dando brazadas que parecen manotazos y agitando mucho los pies con las piernas descontroladas.
Porque, además, se diría que Bernardo vive dentro de esos libros tan gordos que lee últimamente. Fuera de ellos no se le escuchan dos frases seguidas. Parece que se los lleva puestos cuando sale de casa. El sábado quedaron unos cuantos matrimonios a cenar algo de picoteo en el Poli y estaban echando por la tele el Osasuna-Sporting de Gijón, y en el lado de los hombres todos estaban con la cabeza levantada mirando la tele como sapos. Bernardo, en cambio, tenía la mirada plácida y perdida. No le importa ni el Sporting de Gijón. Por las noches ya no se pone en los auriculares el Larguero sino esa música estridente rusa. Por las noches, cuando Matilde se desnuda, ve que el semblante de absorto lector le va cambiando y que jamás desparrama la vista. Con El don apacible era el semblante de un niño que se abotona mucho el pijama y se hunde en las almohadas para leer una novela de aventuras. Luego, cuando empezó Guerra y paz, su cara ya era de admiración madura. Matilde estaba segurísima de que aquella mirada de entrega absoluta sólo podía producirse en los fragmentos que hablan de Natacha. Matilde no ha leído Guerra y paz pero lo ha visto en una serie por televisión en la que Natacha era la protagonista y salía siempre. Alguna vez ha pensado que le gustaría que mirase su cuerpo en esos momentos con la misma mezcla de admiración y de placer, de respeto y de deseo con que Bernardo miraba las páginas de Guerra y paz.
Hasta entonces Matilde no había notado nada raro, pero es que Bernardo cogió después Los hermanos Karamázov, y se le puso entonces una cara mientras lee que ya no se le ha quitado y que a Matilde la saca de sus casillas. A veces se siente incluso avergonzada de desnudarse delante de él mientras lee, aunque no la esté mirando. Es como si Bernardo mirase algún desastre irreversible, como si se regodease con el espectáculo de una derrota. A Matilde le parece la media sonrisa cínica y los ojos encendidos de quienes ya no creen en nada y viven con un constante rictus de estar dándose cuenta de que el mundo es una mierda. En ocasiones, incluso, le parece una mirada salaz, como un regodeo en el fango, tumbadazo en las almohadas, despechorrado, con un pie fuera y las sábanas revueltas, como si estuviera enfermo de tuberculosis o llevase años sin salir de la cama, y en su retiro voluntario se diese cuenta en cada instante de que el mundo es absurdo, de que no hay nada que merezca la pena.
Eso ya sí sucedió después de contratar a Tatiana. Bernardo siguió comprando libros y discos de autores rusos, pero esa cara era ya la habitual y siempre tenía puesto lo mismo en el MP3 y en el tocadiscos del salón cuando no se iba a Alfambra a dar una vuelta al perro, embutido en unos cascos enormes y con un tomo de Dostoievski entre las manos, los gritos desatados, los gorgoritos silvestres de una ópera de Shchedrin que compró por internet.
Lo de ir a Alfambra tantas tardes no la preocupa mucho porque Tatiana está interna en casa de su tía y su tía la controla mucho, pero a este paso se va a terminar las obras completas de Dostoievski y va a rayar el disco de Shchedrin, y lo peor es que ese rostro cínico que le marcaba la cara como una cicatriz de desilusión se ha ido convirtiendo, casi de un día para otro, en una mirada mucho más parecida a la que tenía cuando estaba leyendo Guerra y paz. No tiene explicación que esté leyendo un tochazo que se titula El idiota y ponga cara de amor, y se haya vuelto a colocar bien en la cama, como si quisiera estar presentable para las páginas, no para Matilde, los cambios de cuyo rostro no han merecido el más mínimo comentario por parte de Bernardo.
Y Matilde se machaca todas las mañanas en la piscina cubierta y por las tardes va al gimnasio de la avenida de Sagunto, y ve los cuerpos de sus amigas y cree que ella, por el momento, aún se ha salvado del derrumbamiento general, todavía no tiene que elegir entre la cara y el culo. Las cremas todavía mantienen lo que algunas de sus amigas ya sólo consiguen con inyecciones de bottox en las arrugas. Virginia se lo pone todo. Pero Matilde, con el bottox, no pasa de la crema, del de vez en cuando. Si su marido deja en paz una noche a Dostoievski y salen a cenar por ahí, una loción de botulina sí, pero más no. Por eso se sacrifica todas las mañanas en la piscina, hasta que le duelen los brazos, además de la cabeza, y se tiene que salir.
Nada más dejar el vestuario, con la cabeza mojada, Matilde llama a Bernardo al teléfono de la oficina, y a su tía. Tatiana ha sido una buena adquisición. Es admirable la entereza con que la trajina. Es como si hubiese decidido dejar que la tía Angelita intente por todos los medios ponerla nerviosa, hasta que se le terminen los recursos. Pero su tía tiene muchos recursos. Todo el mundo sin embargo está muy contento con Tatiana, de modo que cantaría demasiado quejarse de ella o pedirle a Bernardo que buscase otra. Lo mejor de todo es que, mientras esté con la tía, es casi imposible que Bernardo pueda verla.
Tatiana no tiene necesidad de bottox. Estos rusos tienen un cutis tan fino como resistente. Las dos serán de la misma edad, y Tatiana lleva las encías muy estropeadas, y le cuelga un poquitín de papada cuando dice que sí a algo y los párpados los tiene más oscuros y arrugados que los de Matilde. Patas de gallo, las mismas. Pero hay una naturalidad en los rasgos de Tatiana, una lozanía de crema hidratante monda y lironda que Matilde no ve en ella ni mucho menos en Virginia, que se lo pone todo.
De camino a casa va pensando en ello. Mira esa mujer, se dice, ha perdido un hijo y se ha marchado al otro lado del mundo. Ha trabajado a la intemperie, sabe ordeñar las vacas. Pero también es culta y ha aprendido castellano a una velocidad casi increíble. Hace un par de años, como se aburría por las mañanas, Matilde se apuntó a un curso de inglés pero aquello era más lento que aprender latín, y lo fue dejando y lo abandonó. Pero a esta mujer sólo ha habido que corregirle que, como escucha todas las mañanas a Jiménez Losantos con la tía Angelita, empezó a no pronunciar la erre bien. Matilde se lo dijo, y ahora casi se arrepiente, porque aquella erre con frenillo la desdramatizaba un poco, la hacía menos impactante, menos mujerona.
Matilde deja la comida hecha y se pasa al centro a ver a su tía. Tampoco ha solucionado los dolores de conciencia que le provoca no haberla llevado a su casa. Pero le consuela pensar que tampoco hubiese querido. La tía vive en la calle Las Murallas, la calle de los médicos de toda la vida, en la falda oriental de la ciudad. Son casas de techos altos y ascensores de forja, casas con pasillos y con patios, con dependencas que ya nadie usa, al menos por ese nombre, con chambra y recocina y cuarto del servicio, los suelos antiguos de baldosa hidráulica con dibujos de flores y cenefas que delimitan la distribución original de la vivienda. Por las tardes entra el sol de lleno en las paredes verdes. En invierno da gusto estar en la salita de la galería.
Matilde está más nerviosa que nunca. Ahora ya teme que se le note su punto de desconfianza, su comecome dostoievskiano. Necesita salir de dudas, ¿pero de qué dudas? ¿Cómo se puede preguntar indirectamente una cosa que directamente sería algo así como decir oye, ¿tú te acuestas con mi marido?? Mientras cruza el viaducto viejo por la línea central que marca la reja del desagüe (Matilde tiene vértigo) trata de hacer cálculos de su conducta. Piensa que lo mejor es entablar conversación con ella en un momento de descuido, meterse con ella en la cocina y tratar de hacerse amiga suya. No sabe por qué, pero en el caso de que aquí pueda librarse una batalla, está segura de que poniéndose histérica tiene todas las de perder. Para ella es una obligación moral visitar un momento todas las mañanas a su tía y de paso aligerar la carga de Tatiana, pero no hasta el punto de quedarse con su tía mientras Tatiana aprovecha para salir intempestivamente de la casa, a saber dónde.
De modo que cuando, después de una breve conversación amable, una charrada de cosas domésticas, un tono bajo y rápido de confianza, de mujer a mujer, de no me llames de usted, cuando después de eso Matilde se pone melancólica y nasaliza un poco la voz para recordar los tiempos de cuando era niña y vuelve a sentirse un poco acomplejada por la tersura silvestre del cutis de Tatiana, entonces Matilde se lanza y le pregunta, como si fuera un juego de nada, algo como qué tal tiempo hace en tu país, Matilde le pregunta a Tatiana si le gusta leer. Y Tatiana se lo toma como una ofensa. No menea un músculo y en su respuesta es muy amable pero Matilde se da cuenta de que ha metido la pata, de que preguntarle a una persona mayor si le gusta leer es como preguntarle si es analfabeta. La reacción franca y enérgica de Tatiana, su firme proclamación de que los rusos leen mucho, ha sido algo excesivo para el carácter apocado de Matilde. “Chica, no te pongas así, ha estado a punto de decirle”, y sin embargo Tatiana, en vez de molestarse o contestar mal, a pesar de que en los ojos se le veía brillar la indignación ha recurrido a exhibir lo mucho que leen los rusos y los muchos autores rusos que tienen para leer, ha mantenido sus rasgos sobrios, casi hieráticos, y una firmeza que a Matilde la acompleja un poco. Matilde, al escucharla, se ha imaginado si ella también presumiría de tradición lectora en el caso de que la vida les fuese mal y tuvieran que emigrar.
Su flojera, su miedo a ofender, el rubor que le sube mientras a Tatiana se le hinchan un poco al hablar las aletas de la nariz, actúan en el interior Matilde como un disolvente cuando Tatiana nombra El idiota, pero sobre todo cuando Matilde le pide que escriba el nombre de su compositor ruso favorito, y Matilde ve escribir en una servilleta de papel a Tatiana el nombre de Shchedrin, y ve sus manos esmeradas de haber fregado sin guantes -pero de una llamativa perfección, de dedos largos y uñas cortas pero muy cuidadas-, delinear con suaves y elegantes líneas el nombre del compositor.
“¡Joder!”, dice entonces Matilde, y no tanto porque encajen lo que ella piensa que son pruebas, sino porque en esa mano cree ver todo lo que a ella le falta. Allí mismo empieza a obsesionarse con que no es sólo la belleza firme de Tatiana lo que ha seducido a Bernardo, algo que no se arregla yendo a la piscina todas las mañanas, ni siquiera con las dosis de bottox que se mete Virginia. Una inseguridad colosal le deja los pies colgando en la silla donde se sentaba cuando era pequeña, un malestar y un desconsuelo más poderosos que sus modales le suben a los ojos y se deja llevar cuando ya no puede reprimir las lágrimas.
Tatiana la consuela pero Matilde siente que se ha quitado un peso de encima. No, no es ella, no es necesariamente ella, es cualquiera que pueda exhibir una mano como esa, o figurar en un libro como los que Bernardo lee. Ella está casada y tiene un hijo y un padre, y bastante tiene con gobernar a distancia su casa. Matilde siente un poco de vergüenza cuando Tatiana le dice “ven, mujer”, y la abraza para que llore.
Por la tarde, después de comer, Virginia la llama por si quiere que paseen en bicicleta por la carretera de Cuenca, debajo de los olmos que están quedándose sin hojas y está muy bonito. Matilde se queda en casa. Cuando llegan los deportes al telediario recoge la mesa. Bernardo ha terminado de comer y se ha sentado en su sillón a ver los deportes, pero cuando Matilde termina de fregar los platos y vuelve al salón Bernardo ya está liado con su lectura. Matilde se mete en el estudio de Bernardo, sale con un libro y sienta en el sofá, y empieza a leer Guerra y paz. Bernardo, que está leyendo Crimen y castigo con cara de angustia, levanta de pronto la mirada.
-¿Qué tal la piscina? –le pregunta.
Y allí dentro del agua su mente se enfría como una sartén bajo el grifo, casi puede oír el chisporroteo de los pensamientos, que suceden al murmullo de los primeros bañistas y se zambullen en el rumor blando del agua, ese sonido de sordos, plano, suave y sin matices que a Matilde le parece como la música de las placentas. Esto es lo que escuchamos cuando fuera no hay nada que escuchar, cuando nuestra intervención en el mundo cesa y se nos abre una tregua porque de nada más nos podríamos enterar hasta dentro de unas horas. No es la misma sensación que tiene cuando Bernardo deja el libro en la mesita y apaga la luz. Entonces la cabeza le estalla, lo repasa todo y los más absurdos detalles, de tanto pensar en ellos, cobran consistencia narrativa, y la torturan. Pero aquí dentro del agua el ritmo de los brazos impide que se cuelen los pensamientos. Pensar altera el ritmo de los brazos. Pensar cansa. Por eso Matilde suele tararear alguna cancioncilla monótona, a veces sólo una estrofa o un fragmento de melodía, algo que se repite con la cadencia de las brazadas y con la expulsión del aire cuando, al acabar el largo, se agarra al bordillo y hace veinte respiraciones antes de continuar.
Otras veces esto funciona, pero ni toda el agua de la piscina puede ahora enfriar su mente, entre otras razones porque la cancioncilla que lleva pegada a los oídos desde hace unos días son los gorgoritos de una soprano, una cosa un poco rara, gritos como salvajes en una ópera clásica, que Bernardo estaba escuchando ayer. Esta misma mañana, mientras terminaban de desayunar, cuando Bernardo aún estaba en la ducha, se ha puesto los auriculares del MP3 de Bernardo y la loca esa ha vuelto a salir a toda castaña.
Eso ha sido ya el colmo. Bernardo lleva unos días ajeno a todo. Está como sin estar. Matilde se siente cohibida porque los comentarios habituales en las comidas y en las cenas, los episodios de la vida cotidiana que Matilde saca a la conversación, lo que le ha pasado esta mañana con Virginia mientras tomaba café en el Expresso, por ejemplo, a Bernardo le importan un pimiento. No hace ni puto caso y Matilde no se siente legitimada para reprocharle falta de atención porque sospecha que quizá no la merece. Tanto Bernardo como Julia prefieren ver los Simpson antes de escucharla a ella. Es previsible, irrelevante. Soy previsible, irrelevante, previsible, irrelevante, va nadando Matilde y cierra los ojos cuando saca la boca para respirar.
Sus sospechas empezaron el día en que Bernardo dejó de leer por las noches a Benito Pérez Galdós. De pronto se puso a leer un libraco que a Matilde, cuando pasaba el polvo, le llamaba la atención por el título, El don apacible. Una noche, mientras se estaba desnudando, le preguntó de qué iba. Bernardo no levantó la vista del libro y dijo: “de cosacos”, como si esa fuera la mínima formulación posible para quitársela de encima. Matilde trata de recordar si esa contestación fue antes o después de que su tía se partiese la cadera. Este dato es muy importante, porque si no no se lo explica. No es probable que Bernardo conociera a la rusa antes de que la tía se partiese la cadera. ¿Y por qué no es probable? ¿Acaso no lleva Bernardo saliendo a cazar todos los domingos desde que se abrió la veda, y todos los domingos iba a Alfambra? ¿Había conocido a Tatiana antes o después de decirle a Matilde que la había conocido? Cuando su amigo Mingo, ese borrachuzo con el que también a veces va a cazar, le dijo que tenía buenas referencias de una mujer que vivía en Alfambra, ¿había empezado ya Bernardo a leer Guerra y paz? ¿Había ya en casa discos de Mussorgski, de Shostakóvich o de Shshedrin? ¡Pero cómo va a ser una coincidencia que le diese por la literatura rusa antes de conocer a una rusa! Matilde está muy cansada. No lleva el ritmo en ningún momento, le cuesta un mundo llegar a la otra orilla, su cuerpo no se desliza en el agua, tiene que arrastrarlo dando brazadas que parecen manotazos y agitando mucho los pies con las piernas descontroladas.
Porque, además, se diría que Bernardo vive dentro de esos libros tan gordos que lee últimamente. Fuera de ellos no se le escuchan dos frases seguidas. Parece que se los lleva puestos cuando sale de casa. El sábado quedaron unos cuantos matrimonios a cenar algo de picoteo en el Poli y estaban echando por la tele el Osasuna-Sporting de Gijón, y en el lado de los hombres todos estaban con la cabeza levantada mirando la tele como sapos. Bernardo, en cambio, tenía la mirada plácida y perdida. No le importa ni el Sporting de Gijón. Por las noches ya no se pone en los auriculares el Larguero sino esa música estridente rusa. Por las noches, cuando Matilde se desnuda, ve que el semblante de absorto lector le va cambiando y que jamás desparrama la vista. Con El don apacible era el semblante de un niño que se abotona mucho el pijama y se hunde en las almohadas para leer una novela de aventuras. Luego, cuando empezó Guerra y paz, su cara ya era de admiración madura. Matilde estaba segurísima de que aquella mirada de entrega absoluta sólo podía producirse en los fragmentos que hablan de Natacha. Matilde no ha leído Guerra y paz pero lo ha visto en una serie por televisión en la que Natacha era la protagonista y salía siempre. Alguna vez ha pensado que le gustaría que mirase su cuerpo en esos momentos con la misma mezcla de admiración y de placer, de respeto y de deseo con que Bernardo miraba las páginas de Guerra y paz.
Hasta entonces Matilde no había notado nada raro, pero es que Bernardo cogió después Los hermanos Karamázov, y se le puso entonces una cara mientras lee que ya no se le ha quitado y que a Matilde la saca de sus casillas. A veces se siente incluso avergonzada de desnudarse delante de él mientras lee, aunque no la esté mirando. Es como si Bernardo mirase algún desastre irreversible, como si se regodease con el espectáculo de una derrota. A Matilde le parece la media sonrisa cínica y los ojos encendidos de quienes ya no creen en nada y viven con un constante rictus de estar dándose cuenta de que el mundo es una mierda. En ocasiones, incluso, le parece una mirada salaz, como un regodeo en el fango, tumbadazo en las almohadas, despechorrado, con un pie fuera y las sábanas revueltas, como si estuviera enfermo de tuberculosis o llevase años sin salir de la cama, y en su retiro voluntario se diese cuenta en cada instante de que el mundo es absurdo, de que no hay nada que merezca la pena.
Eso ya sí sucedió después de contratar a Tatiana. Bernardo siguió comprando libros y discos de autores rusos, pero esa cara era ya la habitual y siempre tenía puesto lo mismo en el MP3 y en el tocadiscos del salón cuando no se iba a Alfambra a dar una vuelta al perro, embutido en unos cascos enormes y con un tomo de Dostoievski entre las manos, los gritos desatados, los gorgoritos silvestres de una ópera de Shchedrin que compró por internet.
Lo de ir a Alfambra tantas tardes no la preocupa mucho porque Tatiana está interna en casa de su tía y su tía la controla mucho, pero a este paso se va a terminar las obras completas de Dostoievski y va a rayar el disco de Shchedrin, y lo peor es que ese rostro cínico que le marcaba la cara como una cicatriz de desilusión se ha ido convirtiendo, casi de un día para otro, en una mirada mucho más parecida a la que tenía cuando estaba leyendo Guerra y paz. No tiene explicación que esté leyendo un tochazo que se titula El idiota y ponga cara de amor, y se haya vuelto a colocar bien en la cama, como si quisiera estar presentable para las páginas, no para Matilde, los cambios de cuyo rostro no han merecido el más mínimo comentario por parte de Bernardo.
Y Matilde se machaca todas las mañanas en la piscina cubierta y por las tardes va al gimnasio de la avenida de Sagunto, y ve los cuerpos de sus amigas y cree que ella, por el momento, aún se ha salvado del derrumbamiento general, todavía no tiene que elegir entre la cara y el culo. Las cremas todavía mantienen lo que algunas de sus amigas ya sólo consiguen con inyecciones de bottox en las arrugas. Virginia se lo pone todo. Pero Matilde, con el bottox, no pasa de la crema, del de vez en cuando. Si su marido deja en paz una noche a Dostoievski y salen a cenar por ahí, una loción de botulina sí, pero más no. Por eso se sacrifica todas las mañanas en la piscina, hasta que le duelen los brazos, además de la cabeza, y se tiene que salir.
Nada más dejar el vestuario, con la cabeza mojada, Matilde llama a Bernardo al teléfono de la oficina, y a su tía. Tatiana ha sido una buena adquisición. Es admirable la entereza con que la trajina. Es como si hubiese decidido dejar que la tía Angelita intente por todos los medios ponerla nerviosa, hasta que se le terminen los recursos. Pero su tía tiene muchos recursos. Todo el mundo sin embargo está muy contento con Tatiana, de modo que cantaría demasiado quejarse de ella o pedirle a Bernardo que buscase otra. Lo mejor de todo es que, mientras esté con la tía, es casi imposible que Bernardo pueda verla.
Tatiana no tiene necesidad de bottox. Estos rusos tienen un cutis tan fino como resistente. Las dos serán de la misma edad, y Tatiana lleva las encías muy estropeadas, y le cuelga un poquitín de papada cuando dice que sí a algo y los párpados los tiene más oscuros y arrugados que los de Matilde. Patas de gallo, las mismas. Pero hay una naturalidad en los rasgos de Tatiana, una lozanía de crema hidratante monda y lironda que Matilde no ve en ella ni mucho menos en Virginia, que se lo pone todo.
De camino a casa va pensando en ello. Mira esa mujer, se dice, ha perdido un hijo y se ha marchado al otro lado del mundo. Ha trabajado a la intemperie, sabe ordeñar las vacas. Pero también es culta y ha aprendido castellano a una velocidad casi increíble. Hace un par de años, como se aburría por las mañanas, Matilde se apuntó a un curso de inglés pero aquello era más lento que aprender latín, y lo fue dejando y lo abandonó. Pero a esta mujer sólo ha habido que corregirle que, como escucha todas las mañanas a Jiménez Losantos con la tía Angelita, empezó a no pronunciar la erre bien. Matilde se lo dijo, y ahora casi se arrepiente, porque aquella erre con frenillo la desdramatizaba un poco, la hacía menos impactante, menos mujerona.
Matilde deja la comida hecha y se pasa al centro a ver a su tía. Tampoco ha solucionado los dolores de conciencia que le provoca no haberla llevado a su casa. Pero le consuela pensar que tampoco hubiese querido. La tía vive en la calle Las Murallas, la calle de los médicos de toda la vida, en la falda oriental de la ciudad. Son casas de techos altos y ascensores de forja, casas con pasillos y con patios, con dependencas que ya nadie usa, al menos por ese nombre, con chambra y recocina y cuarto del servicio, los suelos antiguos de baldosa hidráulica con dibujos de flores y cenefas que delimitan la distribución original de la vivienda. Por las tardes entra el sol de lleno en las paredes verdes. En invierno da gusto estar en la salita de la galería.
Matilde está más nerviosa que nunca. Ahora ya teme que se le note su punto de desconfianza, su comecome dostoievskiano. Necesita salir de dudas, ¿pero de qué dudas? ¿Cómo se puede preguntar indirectamente una cosa que directamente sería algo así como decir oye, ¿tú te acuestas con mi marido?? Mientras cruza el viaducto viejo por la línea central que marca la reja del desagüe (Matilde tiene vértigo) trata de hacer cálculos de su conducta. Piensa que lo mejor es entablar conversación con ella en un momento de descuido, meterse con ella en la cocina y tratar de hacerse amiga suya. No sabe por qué, pero en el caso de que aquí pueda librarse una batalla, está segura de que poniéndose histérica tiene todas las de perder. Para ella es una obligación moral visitar un momento todas las mañanas a su tía y de paso aligerar la carga de Tatiana, pero no hasta el punto de quedarse con su tía mientras Tatiana aprovecha para salir intempestivamente de la casa, a saber dónde.
De modo que cuando, después de una breve conversación amable, una charrada de cosas domésticas, un tono bajo y rápido de confianza, de mujer a mujer, de no me llames de usted, cuando después de eso Matilde se pone melancólica y nasaliza un poco la voz para recordar los tiempos de cuando era niña y vuelve a sentirse un poco acomplejada por la tersura silvestre del cutis de Tatiana, entonces Matilde se lanza y le pregunta, como si fuera un juego de nada, algo como qué tal tiempo hace en tu país, Matilde le pregunta a Tatiana si le gusta leer. Y Tatiana se lo toma como una ofensa. No menea un músculo y en su respuesta es muy amable pero Matilde se da cuenta de que ha metido la pata, de que preguntarle a una persona mayor si le gusta leer es como preguntarle si es analfabeta. La reacción franca y enérgica de Tatiana, su firme proclamación de que los rusos leen mucho, ha sido algo excesivo para el carácter apocado de Matilde. “Chica, no te pongas así, ha estado a punto de decirle”, y sin embargo Tatiana, en vez de molestarse o contestar mal, a pesar de que en los ojos se le veía brillar la indignación ha recurrido a exhibir lo mucho que leen los rusos y los muchos autores rusos que tienen para leer, ha mantenido sus rasgos sobrios, casi hieráticos, y una firmeza que a Matilde la acompleja un poco. Matilde, al escucharla, se ha imaginado si ella también presumiría de tradición lectora en el caso de que la vida les fuese mal y tuvieran que emigrar.
Su flojera, su miedo a ofender, el rubor que le sube mientras a Tatiana se le hinchan un poco al hablar las aletas de la nariz, actúan en el interior Matilde como un disolvente cuando Tatiana nombra El idiota, pero sobre todo cuando Matilde le pide que escriba el nombre de su compositor ruso favorito, y Matilde ve escribir en una servilleta de papel a Tatiana el nombre de Shchedrin, y ve sus manos esmeradas de haber fregado sin guantes -pero de una llamativa perfección, de dedos largos y uñas cortas pero muy cuidadas-, delinear con suaves y elegantes líneas el nombre del compositor.
“¡Joder!”, dice entonces Matilde, y no tanto porque encajen lo que ella piensa que son pruebas, sino porque en esa mano cree ver todo lo que a ella le falta. Allí mismo empieza a obsesionarse con que no es sólo la belleza firme de Tatiana lo que ha seducido a Bernardo, algo que no se arregla yendo a la piscina todas las mañanas, ni siquiera con las dosis de bottox que se mete Virginia. Una inseguridad colosal le deja los pies colgando en la silla donde se sentaba cuando era pequeña, un malestar y un desconsuelo más poderosos que sus modales le suben a los ojos y se deja llevar cuando ya no puede reprimir las lágrimas.
Tatiana la consuela pero Matilde siente que se ha quitado un peso de encima. No, no es ella, no es necesariamente ella, es cualquiera que pueda exhibir una mano como esa, o figurar en un libro como los que Bernardo lee. Ella está casada y tiene un hijo y un padre, y bastante tiene con gobernar a distancia su casa. Matilde siente un poco de vergüenza cuando Tatiana le dice “ven, mujer”, y la abraza para que llore.
Por la tarde, después de comer, Virginia la llama por si quiere que paseen en bicicleta por la carretera de Cuenca, debajo de los olmos que están quedándose sin hojas y está muy bonito. Matilde se queda en casa. Cuando llegan los deportes al telediario recoge la mesa. Bernardo ha terminado de comer y se ha sentado en su sillón a ver los deportes, pero cuando Matilde termina de fregar los platos y vuelve al salón Bernardo ya está liado con su lectura. Matilde se mete en el estudio de Bernardo, sale con un libro y sienta en el sofá, y empieza a leer Guerra y paz. Bernardo, que está leyendo Crimen y castigo con cara de angustia, levanta de pronto la mirada.
-¿Qué tal la piscina? –le pregunta.
Genial, genial, me ha encantado. Qué pasada de capítulo, Antonio.
ResponderEliminarÁnimo para lo que queda.
Gracias, conde. Me alegro de que vuelvas por tus fueros, señal de que todo va bien. Salud.
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