4.7.08

OTOÑO RUSO, IV


Capítulo cuarto
Los hombres que se van con extranjeras

Las cuatro amigas ya se han bebido sus cortados descafeinados de máquina pero siguen charlando. Están en el Expresso, un amplio café retro con aspecto de franquicia, las paredes de piedra artificial y muchas fotos antiguas. Lo habitual es que se reúnan a las diez o diez y media, a esa primera hora de asueto entre obligaciones. Ya están los niños en el colegio y los maridos se han evaporado y ha llegado la asistenta y se han hecho las diez, y se van a tomar un café. No son todas de la misma edad. Matilde es la más joven de todas. Matilde pasa generosamente los cuarenta pero sus amigas son aún más generosas con los cincuenta. Está harta de que hablen siempre de lo mismo. Dos de ellas vienen con la tertulia radiofónica de Federico Jiménez Losantos todavía fresca en las entrañas, las otras dos hablan menos de política.
De entre las políticas, una lo es porque su marido fue candidato del Partido Popular en las últimas elecciones. En ella se suma la ideología con los deberes maritales. Se llama María Dolores. La otra, Virginia, es más liberal. Le apasionan los adulterios, le brillan los ojos cuando alguien pronuncia la palabra amante. De los actos sociales sólo le interesa la nómina VIP, y la verdad es que siempre anima los soliloquios de María Dolores con alguna frivolidad que a María Dolores, que es del Opus, le sienta como un tiro. Estas escenas divierten a Matilde, ella misma pregunta cosas a Virginia cuando a la política eclesiástica se le escapa un segundo de silencio y puede meter baza. La otra no política, Remedios, que fue al colegio con Matilde, intenta traer la conversación a cuestiones más profundas, pero sólo Matilde le sigue la corriente, porque María Dolores está en campaña permanente y Virginia se limita a tener salidas graciosas pero no acapara la conversación.
Si Matilde o Remedios llegan las primeras, aún pueden hablar unos minutos del hastío vital o de lo bueno que está el camarero colombiano. Si luego llega Virginia, ya sólo pueden hablar del camarero colombiano, y para cuando aparece María Dolores la conversación se empantana en el problema de la emigración. En todas las otras posibles combinaciones de recién llegados, el locutor de la COPE Federico Jiménez Losantos aparece antes de lo que Matilde quisiera, y es muy difícil echarlo.
Matilde va por Remedios, y en más de una ocasión ha estado por decirle que se cambien de bar, o de horario. Remedios se siente más cercana a Matilde que a las otras dos, y no sólo en cuestiones políticas. Remedios cree que con Matilde tiene más cosas que hablar que con las otras. Le gustaría hablar con ella de cine por ejemplo, o de las vicisitudes del amor maduro, que la tienen muy intrigada. Pero Matilde se toma el cortado descafeinado de máquina y se va. María Dolores se portó muy bien con el padre de Matilde cuando su marido consiguió que le recalificaran un terreno, y Matilde se siente obligada. Si dejase de aparecer por el Expresso a las diez o diez y media sería un desaire. Hoy la primera en llegar ha sido Virginia, de modo que cuando llegó Matilde ya estaban las tres acodadas en el velador y hablando bajo.
Veinte minutos después siguen hablando de que el marido de Esperanza Beltrán se ha liado con una extranjera veinte años más joven que él. Toma la palabra María Dolores, después de que Virginia haya terminado con los detalles escabrosos.
-Mira, Matilde, me lo decía el domingo en misa tu tía Angelita, me decía mira, María Dolores, siempre que llegan los rojos al poder pasa lo mismo, que todo el monte es orégano. Porque yo no sé a ver por qué motivo tenemos que tener tanto roce con ellos. Estas chicas búlgaras no porque el jefe las lleva rectas y los búlgaros se conoce que son más recatados, que Polonia está muy cerca y allí son cristianos y como tienen que ser, pero es que vas a otros bares donde hay niños y todo y te las ves en la barra con las tetas fuera, y eso no puede ser. Y estas pájaras menos, que mucho amol y mucho meneo y cuando te quieres dar cuenta te lo han cogido y ya no lo sueltan. Porque a ver, ¿qué quieren, qué quiere esa moza con el marido de Esperanza Beltrán, a ver? Pues qué va a querer, las perras. ¿Adónde va a sacar esa tía un partido como el marido de Esperanza Beltrán, la pobre, que no para de llorar?
La camarera búlgara trae dos cortados descafeinados de máquina y un vaso de agua. Remedios no puede quedarse callada.
-Quién sabe, dice. El marido de Esperanza Beltrán no es idiota, algo le dará.
-Seso, seso y nada más que seso –dice María Dolores.
-Es que si no les das sexo no te duran nada –tercia Virginia.
-Virginia, no digas tonterías –la reconviene María Dolores.
-Yo por lo pronto a mi Paco lo tengo contento –zanja Virginia. Matilde se ríe, a Remedios se le suben los colores.
-¿Pero cómo puedes decir eso? –dice Remedios.
-Ay, hija, pues como lo has oído. Tú como eres medio de izquierdas crees en el pan y la cebolla, pero yo no.
-¡Pues es una postura muy elástica! –dice María Dolores, para María Dolores la palabra elástica significa inmoral, no relajado, del mismo modo que la palabra estúpida significa creída, no idiota. No obstante, añade:- ¡Y no le veo yo tampoco mucho espíritu cristiano, Virginia, la verdad!
-Yo lo único que sé de los hombres es que todos quieren lo mismo. Y tú luego lo pintas como te dé la gana. Yo estoy casada con mi Paco y lo hacemos sin condón, así que cristiana más que ninguna. Pero una cosa es ser cristiana y otra ser un cardo.
-¡Oye, guapa! ¡Estás hablando de Esperanza Beltrán! –tercia María Dolores indignadísima.
-¡Pues tampoco le iría muy bien a Esperanza Beltrán! Que, en fin, para qué hablar –se defiende Virginia.
-Eso –se mete Remedios-, para qué hablar. Pero no sé, yo creo que eso ha pasado siempre. Siempre ha habido gente que se va con otro. Es lo más normal del mundo.
-Pero ahora hay más. Ahora se ponen más a tiro –dice María Dolores-. Yo porque he tenido una suerte bárbara con mi marido, pero yo si fuese otra vez joven, yo si fuese joven ahora, a ver cómo vas a elegir novio, a ver cómo compites.
-Es la globalización del amor –dice, de pronto, Matilde, y después de decirlo se queda callada. Es como si hubiera enunciado el título de su parlamento y luego no hubiera sabido qué decir. Hay un par de segundos de silencio espeso, hasta que Virginia desdramatiza.
-¿Cualo?
-Sí –dice Matilde, que no estaba segura de si ha dicho esas palabras o sólo las ha pensado-. Aquí es que hemos sido siempre pocos. Todas nos hemos casado más o menos con el que nos tocaba. Ninguna hemos vivido mucho tiempo en otra parte. Hemos crecido con nuestra generación. Tarde o temprano, nos vamos apañando entre nosotros. Pero de pronto crece la ciudad y las mujeres no son las tres o cuatro compañeras de trabajo y las amigas de toda la vida. Surgen otras posibilidades.
Matilde ha dicho eso como si lo estuviera recordando. A sus tres amigas les ha parecido un poco extemporáneo, con la mirada un poco perdida del desengaño, como cuando acaban de enterarse de que sus maridos las traicionan y aún no les ha dado tiempo a reaccionar y hartarse de llorar, o jurar venganza. Matilde lo ha dicho con resignación y con rencor. Nada indica que estuviese hablando de sí misma, pero sus amigas así lo perciben, sobre todo Remedios y Virginia, sobre todo Virginia.
-¡Pues estás tú como el día! –dice Virginia.
Matilde no sabe por qué ha dicho todo eso. Quizás haya sido un resumen mental que se le ha escapado. Ella es muy reservada e incluso en conversaciones sobre Federico Jiménez Losantos sabe situarse en un lado, lubricar la conversación con sus preguntas y sus pequeñas aportaciones pero no acapararla por completo. Va allí para escuchar. Quizá sigue yendo allí porque a esas horas no tiene nada mejor que hacer. Pero no quería ser tan solemne, ni tan íntima, ni tan nada. Las palabras han salido por su boca y a medida que las iba escuchando entendía lo que la tiene tan inquieta últimamente.
-Pues a Bernardo no le pega nada largarse con una dominicana, Matilde, así que tú tranquila –dice Virginia.
-No, Bernardo es más sobrio. A Bernardo no le gusta bailar ni bajarse a la playa, así que ya hay un continente menos –dice Matilde, con la media sonrisa de quien está contando un chiste.
Las amigas se ríen. Las amigas saben ver cuándo alguien ha intentado contar un chiste. Es su oportunidad para demostrarse unas a otras que son amigas y se apoyan.
-Ay qué gracia –dice Virginia.
María Dolores y Remedios pespuntean el comentario con risas flojas. María Dolores centra de nuevo la conversación.
-Pues Esperanza Beltrán es una chica majísima que no se merecía esto. Con dos hijos y todo que tienen, que el mayor está ya terminando medicina y la pequeña está en el curso de Julita, ¿no, Matilde?
A Matilde se le había ido el santo al cielo. Ella está junto a Virginia de cara a la puerta. Las tres mesas corridas de los ventanales están ocupadas por un señor mayor que lee el Diario de Teruel acodado sobre el velador, por una pareja de novios con gafas de sol y por cuatro muchachas que andarán por los treinta y que tienen la misma postura que ellas y el mismo aspecto de estar chafardeando. También, como ellas, tienen todo hecho y se bajan a tomar un cortado descafeinado de máquina. Entre la mesa de Matilde y la de aquellas chicas media un mínimo de quince años pero la imagen es la misma. Todas tienen todo hecho, el futuro es un lento cortado descafeinado de máquina.
Matilde está un poco depre esta mañana, pero se despabila enseguida porque en ese momento se descorren las puertas de cristal del bar y hace su entrada Esperanza Beltrán. Matilde se siente azorada porque María Dolores está diciendo en ese momento que se rumorea que fue ella la que los pilló en la cama. Es Virginia la que sin abrir mucho los labios las informa de que acaba de llegar Esperanza, y es entonces María Dolores la que gira todo su cuerpo y saluda con la mano y hace sonar la esclava de oro.
Esperanza se acerca hasta ellas. Va elegantísima. Lleva un chaquetón de cuero negro con solapas y unos pantalones vaqueros. María Dolores le dice a Remedios que se corra un poco para que quepa una silla para Esperanza. Cuando se sienta, las cuatro amigas perciben el perfume de Esperanza, fragancia suave de Clinique, y la saludan y le preguntan por todo menos por lo que le querrían preguntar.
Matilde, instintivamente, busca el dolor en los rasgos bien maquillados de Esperanza. Le parece ver un rastro de ojera que se ha tapado con el maquillaje. Aparentemente se la ve muy desenvuelta y sin ninguna muestra de sufrimiento, pero las cuatro amigas piensan que la procesión va por dentro.
Pero todo se nota un poco. María Dolores está más amable que de costumbre y Virginia más risueña y a Remedios le tiembla un poco el labio inferior. También Esperanza, que siempre fue una chica un poco triste, mueve mucho las manos para hablar y abre mucho los ojos, y Matilde no sabe si es que se ha vuelto muy expresiva o es que trata de vengarse de su marido aparentando que es feliz.
Esperanza les está contando que va así de arreglada porque se va a ir a Valencia a ver la exposición de Joaquín Sorolla sobre los pueblos de España que le han dicho que es una preciosidad. Matilde siente un pisotón en el pie izquierdo y poco después un leve pellizco en el michelín. Virginia está tratando de decirle algo. En efecto, el marido de Esperanza Beltrán acaba de entrar en el café Expreso con una mujer bastante más joven que él. Virginia se ha quedado de piedra. Lo primero que piensa Matilde es que va a meter la pata, que no va a ser capaz de hacer como que no lo ha visto.
Al principio a Matilde también se le suben un poco los colores y siente una opresión en la boca del estómago. Rechaza cualquier posibilidad de asistir a una escena de celos, no quiere contemplar cómo Esperanza Beltrán tiene que pasar por el trago de que su marido se pasee con su amante por los sitios por donde va ella. Matilde no juzga a nadie, pero un poco de discreción no habría estado mal.
Lo que más le llama la atención, sin embargo, es la actitud de Virginia, que muy lejos de meter la pata empieza a contarles un chisme.
-¿Pero habéis leído hoy el Diario de Teruel? Me estaba acordando de ti, Esperanza, esta mañana cuando lo leía. Dice que los jardincillos de los Paúles, esos tan monos que hay donde la Casa del Barco, que los van a llenar todos de cemento y van a cortar los pocos árboles que quedan. ¡Me da una pena!
-No se paran ante nada –dice María Dolores.
-¿Y eso por qué? ¡Eso…! ¡Bueno! ¡Eso no puede ser! –dice Esperanza Beltrán, y Matilde percibe que le está dando demasiado énfasis, como si en el fondo le importase un pimiento pero quisiera entrar de lleno en la conversación y compartir las penas de sus amigas.
-Nos están quitando los paisajes –dice, tristemente, Matilde.
-Chica di que sí –dice Virginia-. En esos jardincillos le di a Paco el primer beso. No se veía ni torta.
Pero el marido de Esperanza Beltrán no se ha ido. Está hablando con la chica joven, que no es fea ni guapa, al menos en la distancia. Se acercan para cuchichear con firmeza, como si estuvieran decidiendo el destino de las vacaciones o el modelo de lavadora que se van a comprar. Matilde ve en ellos la conversación apasionada de quienes están empezando a vivir juntos. Y ante ella ve a Esperanza Beltrán, que ha empezado a recordar cuando estudiaban en las Teresianas y por las tardes iban a jugar a esos jardines.
El camarero colombiano se acerca y Esperanza le pide un cortado descafeinado de máquina. Cuando se va, María Dolores se gira para pedirle también un vaso de agua y es entonces cuando ve al marido de Esperanza con su amante. Su cuerpo da un bote en el asiento y se queda como paralizada, con los labios prietos, buscando cómplices por toda la mesa. La situación de María Dolores es difícil porque quisiera volverse a fisgar pero también, según las instrucciones oculares de Virginia, comprende que debe hacer como que no se ha dado cuenta. De momento hace como que está enfadada, y se levanta un momento al baño. Cuando vuelva podrá mirar lo que le dé la gana.
Y entonces Esperanza Beltrán mira el reloj y se vuelve hacia la barra y los ve, pero en lugar de volverse hacia sus amigas corre la silla, se levanta y se encamina muy tiesa hacia ellos. Remedios se vuelve. Todo está pasando mientras María Dolores está en el baño. No se lo perdonará en la vida.
Las otras tres amigas ven cómo Esperanza se acerca hasta los amantes y con toda la naturalidad del mundo va y le da dos besos a ella, a la otra, y otros dos a él, a su marido, y sonríe mientras les dice algo y se hurga en el bolso. Matilde cree ver que la otra chica está un poco cortada, aunque también sonríe. El marido está de espaldas. Al marido no pueden verle la cara. Esperanza le da algo a su marido y siguen sonriendo unos instantes, explicándose algo, señalando la residencia del Padre Piquer, que está detrás de la cafetería. El marido lleva ropa de espor, y ella, la otra, va muy sencilla con unos vaqueros desgastados y unos zapatos blancos de tacón.
-Necesito agua –dice Virginia, pero no redondea el comentario porque ya han terminado de hablar y el marido de Esperanza y su amante saludan a Ramón, el jefe del café, y se marchan por las puertas de cristal batiente sin mirar al corro donde están ellas. Esperanza vuelve como terminando de sonreír, se sienta y vuelve a hurgar en el bolso.
-Llevo un lío de llaves que no me aclaro. Me pidió Fernando las llaves del apartamento de Menorca y a poco las encuentro esta mañana.
Esperanza saca por fin el paquete de Philip Morris y el encendedor.
-La verdad es que nos llevamos estupendamente desde que nos hemos separado. Y la chica es muy maja. Yo decía ya verás, con lo desastre que es Fernando, pero no, es una chica muy sensata y muy maja.
En eso llega María Dolores y Esperanza se enciende un cigarro. Lleva mala cara porque cuando salió del baño ya no estaban los amantes. Una lástima.
-Pues no –dice María Dolores, reanudando la conversación-. No hay derecho a que nos quiten los paisajes.
-Pues no –dice Esperanza, soltando el humo, y sujeta con dos dedos el cigarrillo, que tiembla como una hoja.

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