Capítulo segundo
Conejo desollado
Julia está estudiando en su cuarto. Mañana tienen el examen de matemáticas de la primera evaluación, y pasado mañana el de literatura. Su madre y su tía le han repetido ya cincuenta veces que el bachiller no es lo mismo que la ESO, que en la ESO puedes hacer el vago y sacar muy buenas notas, pero que en el bachiller tienes ya que ser la primera y coger carrerilla para la universidad y luego para las oposiciones a notarías. Todo el verano han estado refregándole por los morros a Pototo cuando estaban tomando el sol en la piscina de la Moratilla, mira Pototo, mira cómo sin darse cuenta ya es fiscal, mira el coche que tiene en la puerta y la vida que le espera. La tía Angelita dijo que aunque fuese a estudiar derecho la niña tenía que escoger matemáticas porque luego, si resulta que no alcanzaba para notarías, siempre podía estudiar Económicas.
Pero a Julia las matemáticas le aburren. No es que no las entienda, porque el profesor explica muy bien, pero le irritan un poco. Esa frialdad sin comas de las matemáticas, ese nulo margen para la ilusión, para que las cosas no sean como está escrito que sean, es lo que a Julia le irrita un poco. Lleva toda la mañana del domingo sentada encima de los apuntes con el pelo recogido, mira los diagramas y las ecuaciones; repite algún problema, y cuando lo resuelve levanta la cabeza y deposita la mirada en una chincheta que hay clavada en el corcho, la que sujeta una foto de Julia monísima en Menorca junto a un perro que iba por la calle. A veces también desparrama la vista hacia la ventana que tiene a su derecha. Su cuarto da al Polígono Sur, lo que antiguamente era la Cuesta de los Gitanos, una rambla entre peñascos de cal llenos de aliagas. En las lomas de enfrente ya están parcelando las viviendas nuevas. Julia lleva viendo ese paisaje yerto, con las vías del tren allá abajo, desde que hacía los deberes de la escuela. Justo debajo de su ventana hay un túnel que pasa por debajo de la vía del tren. Es demasiado estrecho para que quepan dos coches y todos los que suben y todos los que bajan tocan el claxon cuando pasan por ahí. Una mañana de domingo que no le apetecía estudiar contó los pitidos: cuarenta y siete, y porque no era un día laborable. Forman una especie de reloj de tiempo discontinuo que sin embargo, con el paso de los años, a Julia le ayuda a perder el sentido del tiempo real.
Julia oye cerrarse la puerta de la entrada. Su instinto es volver a los ejercicios, coger el lápiz en posición de escribir, y repasar mentalmente la situación, no sea que se haya dejado abierta la novela de para por las noches, y que Julia ha estado leyendo hasta media hora antes de que pudiera venir su madre y su tía y entrar en su cuarto de sopetón. Pero el modo de cerrar la puerta la tranquiliza. Sólo así cierra la puerta su padre, con extremo cuidado, de modo que sólo se oiga el metal de la cerradura, no el retumbar de la madera. Julia sale a saludarlo. El libro está cerrado en la mesita de noche. Se titula Emma, y está en inglés.
Bernardo va vestido de cazador y sostiene una bolsa de plástico de Mercadona en cuyo fondo se han acumulado unas gotas de líquido negro, como si viniera de comprar sepia. Julia se acerca a darle un beso y le pregunta qué lleva en la bolsa.
-Un conejo –dice Bernardo.
-¿Y eso? –dice Julia, pero antes de que su padre conteste se da cuenta de que la bolsa de Mercadona está goteando sobre la tarima flotante-. Corre -le dice-, déjalo en la cocina mientras limpio esto.
Bernardo se mete en la cocina y saca un plato de Duralex transparente. Es un plato viejo de borde lanceolado que ya solo se usa para la harina. Allí coloca Bernardo, encima de la tabla de cortar, el conejo desollado que le regaló aquel pastor ruso, o lo que fuera.
Julia mira con un poco de aprensión. El conejo no cabe en el plato y hay que ponerlo en posición fetal, sin manos y sin pies, encogido y con el cuello y parte de la cabeza destrozados y sanguinolentos, y no tiene ojos. Su piel es tan sonrosada y tan tersa que, descontando la cabeza, bien podría ser un feto. Se le marcan las costillas y al encogerse se le hunde la parte de las tripas en un gesto que es como el de meter estómago, Julia siente un leve hormigueo en el abdomen cuando se le ocurre la comparación.
Bernardo se lava las manos y sale a cambiarse. Su ropa de cazador huele a recién planchada cuando pasa por delante de su hija. Julia se queda mirando al conejo, sus muslos de atleta, el gesto de los muñones junto a la cara, como cuando los niños se protegen del frío. Pero Bernardo vuelve otra vez a la cocina con la cámara de fotos que le regaló la tía Angelita para Reyes y saca unas cuantas fotos del conejo, unas con flash y otras sin flash. Julia se ofrece.
-¿Quieres que te haga una foto con él?
-No –dice Bernardo, y añade-: ¿qué tal te ha ido?
-Bien –contesta Julia, aliviada porque la conversación no salga de lo habitual-. Las matemáticas ya me las sé –dice-. Esta tarde tengo que estudiar literatura.
-¿Conoces a Antonio López? –dice Bernardo, que ha subido un poco más la persiana de la cocina para retratar al conejo con luz natural.
-No –dice Julia -. ¿Quién es?
-Un pintor –dice Bernardo, y apaga la cámara de fotos. Luego se queda mirando el conejo y dice:- Me lo ha regalado un anciano que me encontré en el monte. Está cazado al diente, sin escopeta. Le ha quitado la piel y me lo ha dado.
Lo ha dicho en un tono neutro, de información sin segundas, puramente denotativa, como dice el de Lengua. Julia no sabe qué pensar, pero en ese momento le viene a la mente como un fogonazo su incredulidad primera. Conoce a su padre, sabe que le está tomando el pelo. Han dado tantas veces por hecho que no es capaz de acertar a una perdiz que él ahora se venga tirando de guasa. A esa conducta la tía Angelita la llama ser un somordo.
-¿No lo has cazado tú? –dice Julia, y finge incredulidad lo mejor que puede, pone todo su corazón en que parezca que cree que su padre puede cazar un conejo con semejante equipo de camuflaje.
-No –contesta Bernardo-, pero a tu madre y a la tía Angelita les voy a decir que sí. De momento, lo hemos despellejado entre los dos y luego hemos tirado la piel al contenedor de San Pablo, ¿entendido?
-Bueno.
Julia piensa un momento.
-¿Y a mamá tampoco le dices la verdad?
-Tu madre no sabe mentir –dice Bernardo, mientras coloca un poco el cráneo, para que no se salga del plato.
A Julia le da un poco de pereza interpretar las palabras de su padre. Puede que sea una broma, un secreto como los de los regalos de Navidad.
-¿Me puedo meter un rato en el ordenador? –dice Julia, que quiere marcharse. Julia tiene quince años para dieciséis y su madre le tasa las horas de ordenador. Le tiene dicho que si alguna vez se la salta, y ella lo ve, se darán de baja en la conexión. Matilde, su madre, tiene miedo de que Julia pierda el tiempo.
El padre asiente con la cabeza sin apartar la mirada del conejo. Julia se mete en su cuarto y conecta la red, y teclea en Google el nombre de Antonio López. La puerta de la entrada vuelve a abrirse y a cerrarse pero desde antes ya se oían en el descansillo las voces de su madre y la tía Angelita, que vienen a comer. La voz de la tía Angelita ya dentro de la casa es como si las dimensiones cambiaran y todo lo anegase un ciclón de voces y de perfumes.
-¡Qué vergüenza!, ¡qué barbaridad!, con dos criaturas y todo. Que te lo tengo dicho, Matilde, que son todos unos perros –es lo primero que oye Julia desde su cuarto mientras mira una reproducción del Conejo desollado de Antonio López, pero la tía cambia de inmediato de conversación:- ¿Aún no se ha levantado Julita?
Julia arrastra la silla de inmediato y ya de pie mata con el ratón todas las ventanas del conejo, y sale a saludar a su tía. Su tía tiene setenta y cinco años y muy buena salud. Lleva vestidos cerrados y abrigos de visón y peinados arriba España. Utiliza un perfume que huele a iglesia. Está gorda. Julia se acerca a besarla y la tía Angelita la abraza y le dirige entre besos y arrumacos y confesiones casi al oído la siguiente alocución:
-Julita, hija mía, seguro que ya estabas otra vez con los auriculares y no nos has oído entrar. Dame un beso. ¿Has dormido bien? Tienes mala cara. Te tenías que haber venido con nosotras. Nos hemos comido una ración de sepia en el bar Pepe con Rodolfo Marqués y su sobrino Pototo. ¿Te acuerdas de Pototo, que ya es fiscal? ¿Cómo van los estudios, hija mía? Te tenías que haber venido porque hoy el sermón de don Mauricio ha sido una cosa fuera de serie, a mí se me arrasaban los ojos, qué razón tiene, hija mía, cuánta maldad y cuanta destrucción, Julia, hija mía, tú estudia mucho que esto se está poniendo feo. Tú sigue siendo siempre una mujer cabal, y no enseñes las bragas por la calle, como esas guarras que veníamos viendo ahora, ¿verdad Matilde?, con el frío que hace. Tú, hija mía, no olvides lo que has aprendido en tu casa, no hagas a un lado tu fe y tus principios, y sé una mujer valiente. Mira Soraya Sáenz de Santa María, anda, jódela, abogada del estado, que más o menos es lo mismo que fiscal.
La tía Angelita suelta la pieza y Julia deja salir la respiración largo tiempo contenida sin que nadie lo note. No le gusta el perfume de su tía. Su madre ha entrado en la cocina sin dejar el abrigo para ver si todo estaba bien. Cuando se fue por la mañana a llevar a la tía Angelita al cementerio e ir después las dos a misa a Santa Emerenciana se dejó sin fregar los platos de anoche, y le dijo a Julia: “Julia, por favor, recógeme la cocina que si viene la tía y empieza a decir impertinencias me disgustaré”.
Julia había recogido la cocina, es lo primero que hizo, minuciosamente, cuando su madre se marchó de casa. Pero ahí estaba el conejo.
-¿Y este conejo?
Julia ha entrado detrás de su madre en la cocina porque si huía rumbo a su dormitorio corría el riesgo de que su tía la persiguiese.
-Lo ha cazado papá.
-¿Y lo ha cazado ya sin piel?
-No. Le hemos quitado la piel y la hemos tirado en el contenedor de San Pablo. Qué asco.
-Ya empezamos.
Matilde se ha puesto nerviosa. Su hija Julia lo ha visto en que después de decir “ya empezamos” ha expulsado el aire por la nariz, no por la boca, y se ha oído. Los tacones de la tía angelita se asoman al umbral de la cocina.
-¿Qué tenemos para comeeer? –dice la tía Angelita, en tono cantarín.
Matilde ya está poniéndose un mandil. La tía Angelita, con los brazos levantados para no mancharse, se acerca al banco de la cocina y coge una oliva. Mientras separa con los dientes la carne del hueso, dice:
-¡Uh! –dice la tía Angelita. Es un uh que Julia odia, es el uh que dice Macarena, su compañera de pupitre, que es una maruja y achina los ojos cuando escucha-. Tú, Matide –dice la tía- dirás lo que quieras pero a mí me sirven un conejo así en una carnicería y no me lo llevo. Mira qué desechura en la cabeza, y toda esta sangre y los pelos y todo, y los huesos, míralos, que parece que los han partido con la mano. Se te clava un huesecico de esos en el esternón y te juegas la vida. Mira lo que le pasó a Luisa Sala.
-Lo he cazado yo –dice Bernardo, desde la puerta; las tres mujeres se giran a mirarlo. Julia decide que no va a decir nada. Matilde quisiera decir algo pero no se decide. La tía está terminando de chupetear la oliva. El hueso sale pintado de carmín.
-¿Y ya lo has llevado al veterinario? –dice la tía Angelita.
-No, no me ha dado tiempo.
-Te lo digo porque el otro día me contaba Mercedes la viuda de Lorenzo Santamaría que ahora en todo eso de Alfambra y por ahí ya no se comen la caza porque han echado tanto abono que las fuentes donde beben los bichos están envenenadas con sulfato.
-Bueno, pero… -dice Matilde, que no sabe qué decir. No sabe si decir “bueno, pero por un conejo guisado no creo que nos vaya a pasar nada”, o bien “bueno, pero además ahora ya tengo en un taper toda la fritanga de la paella y solo tengo que echar el arroz”. Mariluz le dejó echo el viernes todo en la nevera con sepia y langostinos y de todo. Tampoco es cuestión de mezclar un conejo de monte con el pescado. Finalmente dice:
-Bueno, pero de todas formas estos conejos de monte tardan en cocerse una barbaridad. Mejor lo guiso esta tarde o lo empiezo a guisar ahora mismo y nos lo comemos esta noche o mañana.
-Tiene razón la tía –dice Bernardo, que se ha puesto la chaqueta de punto estiraceada y las pantuflas de paño escocés-. Lo he traído para hacerle fotos, pero estos bichos son muy jascos. Hay que quitarles bien las vísceras y dejarlos por lo menos una semana que se vayan pudriendo un poco y se les ablanden los nervios. Luego se cuece bien para que se vaya el olor de la putrefacción y están exquisitos. Los franceses comen así. El domingo que viene os haré una receta que he visto en internet. ¿Eh, tía?
-Ah, pues mira –dice la tía, que se ha metido otra oliva en la boca-, mira qué buena idea. Oye, Matilde, esto es un chollo, tienes por la mañana un hombre que sale a cazar y por la tarde un chef francés… -dice la tía, y abre los ojos y cierra la boca para seguir despellejando la oliva.
Matilde ha sacado ya el taper de la paella de marisco que le dejó Mari Luz y lo está echando todo en la paella.
-¿Abro una botella de vino? –dice Matilde.
-He traído un vinillo de Alfambra estupendo.
-¿En Alfambra hay vino?
-Hay poco, pero hay, claro que hay.
Bernardo saca de la nevera una botella de plástico de litro y medio con algún girón de la etiqueta de agua sin gas que no pudieron quitar del todo. En la botella se notan los dedazos. Dentro hay un líquido como cobrizo, amistelado, avinagrado, pero no rojo.
-Ay, no, yo no, gracias, Bernardo, que enseguida se me sube a la cabeza. Mejor me pones un bitter kas sin alcohol.
-¿Y tú, Julia?
-Nada, no tengo sed. Voy a recoger un poco mi habitación –dice Julia.
Matilde arranca una tira de papel de plata con la que cubre el conejo y remete los bordes de papel bajo los lanceolos de Duralex. Mete el plato en la nevera y, antes de cerrarla, se saca una cerveza para ella.
Pero a Julia las matemáticas le aburren. No es que no las entienda, porque el profesor explica muy bien, pero le irritan un poco. Esa frialdad sin comas de las matemáticas, ese nulo margen para la ilusión, para que las cosas no sean como está escrito que sean, es lo que a Julia le irrita un poco. Lleva toda la mañana del domingo sentada encima de los apuntes con el pelo recogido, mira los diagramas y las ecuaciones; repite algún problema, y cuando lo resuelve levanta la cabeza y deposita la mirada en una chincheta que hay clavada en el corcho, la que sujeta una foto de Julia monísima en Menorca junto a un perro que iba por la calle. A veces también desparrama la vista hacia la ventana que tiene a su derecha. Su cuarto da al Polígono Sur, lo que antiguamente era la Cuesta de los Gitanos, una rambla entre peñascos de cal llenos de aliagas. En las lomas de enfrente ya están parcelando las viviendas nuevas. Julia lleva viendo ese paisaje yerto, con las vías del tren allá abajo, desde que hacía los deberes de la escuela. Justo debajo de su ventana hay un túnel que pasa por debajo de la vía del tren. Es demasiado estrecho para que quepan dos coches y todos los que suben y todos los que bajan tocan el claxon cuando pasan por ahí. Una mañana de domingo que no le apetecía estudiar contó los pitidos: cuarenta y siete, y porque no era un día laborable. Forman una especie de reloj de tiempo discontinuo que sin embargo, con el paso de los años, a Julia le ayuda a perder el sentido del tiempo real.
Julia oye cerrarse la puerta de la entrada. Su instinto es volver a los ejercicios, coger el lápiz en posición de escribir, y repasar mentalmente la situación, no sea que se haya dejado abierta la novela de para por las noches, y que Julia ha estado leyendo hasta media hora antes de que pudiera venir su madre y su tía y entrar en su cuarto de sopetón. Pero el modo de cerrar la puerta la tranquiliza. Sólo así cierra la puerta su padre, con extremo cuidado, de modo que sólo se oiga el metal de la cerradura, no el retumbar de la madera. Julia sale a saludarlo. El libro está cerrado en la mesita de noche. Se titula Emma, y está en inglés.
Bernardo va vestido de cazador y sostiene una bolsa de plástico de Mercadona en cuyo fondo se han acumulado unas gotas de líquido negro, como si viniera de comprar sepia. Julia se acerca a darle un beso y le pregunta qué lleva en la bolsa.
-Un conejo –dice Bernardo.
-¿Y eso? –dice Julia, pero antes de que su padre conteste se da cuenta de que la bolsa de Mercadona está goteando sobre la tarima flotante-. Corre -le dice-, déjalo en la cocina mientras limpio esto.
Bernardo se mete en la cocina y saca un plato de Duralex transparente. Es un plato viejo de borde lanceolado que ya solo se usa para la harina. Allí coloca Bernardo, encima de la tabla de cortar, el conejo desollado que le regaló aquel pastor ruso, o lo que fuera.
Julia mira con un poco de aprensión. El conejo no cabe en el plato y hay que ponerlo en posición fetal, sin manos y sin pies, encogido y con el cuello y parte de la cabeza destrozados y sanguinolentos, y no tiene ojos. Su piel es tan sonrosada y tan tersa que, descontando la cabeza, bien podría ser un feto. Se le marcan las costillas y al encogerse se le hunde la parte de las tripas en un gesto que es como el de meter estómago, Julia siente un leve hormigueo en el abdomen cuando se le ocurre la comparación.
Bernardo se lava las manos y sale a cambiarse. Su ropa de cazador huele a recién planchada cuando pasa por delante de su hija. Julia se queda mirando al conejo, sus muslos de atleta, el gesto de los muñones junto a la cara, como cuando los niños se protegen del frío. Pero Bernardo vuelve otra vez a la cocina con la cámara de fotos que le regaló la tía Angelita para Reyes y saca unas cuantas fotos del conejo, unas con flash y otras sin flash. Julia se ofrece.
-¿Quieres que te haga una foto con él?
-No –dice Bernardo, y añade-: ¿qué tal te ha ido?
-Bien –contesta Julia, aliviada porque la conversación no salga de lo habitual-. Las matemáticas ya me las sé –dice-. Esta tarde tengo que estudiar literatura.
-¿Conoces a Antonio López? –dice Bernardo, que ha subido un poco más la persiana de la cocina para retratar al conejo con luz natural.
-No –dice Julia -. ¿Quién es?
-Un pintor –dice Bernardo, y apaga la cámara de fotos. Luego se queda mirando el conejo y dice:- Me lo ha regalado un anciano que me encontré en el monte. Está cazado al diente, sin escopeta. Le ha quitado la piel y me lo ha dado.
Lo ha dicho en un tono neutro, de información sin segundas, puramente denotativa, como dice el de Lengua. Julia no sabe qué pensar, pero en ese momento le viene a la mente como un fogonazo su incredulidad primera. Conoce a su padre, sabe que le está tomando el pelo. Han dado tantas veces por hecho que no es capaz de acertar a una perdiz que él ahora se venga tirando de guasa. A esa conducta la tía Angelita la llama ser un somordo.
-¿No lo has cazado tú? –dice Julia, y finge incredulidad lo mejor que puede, pone todo su corazón en que parezca que cree que su padre puede cazar un conejo con semejante equipo de camuflaje.
-No –contesta Bernardo-, pero a tu madre y a la tía Angelita les voy a decir que sí. De momento, lo hemos despellejado entre los dos y luego hemos tirado la piel al contenedor de San Pablo, ¿entendido?
-Bueno.
Julia piensa un momento.
-¿Y a mamá tampoco le dices la verdad?
-Tu madre no sabe mentir –dice Bernardo, mientras coloca un poco el cráneo, para que no se salga del plato.
A Julia le da un poco de pereza interpretar las palabras de su padre. Puede que sea una broma, un secreto como los de los regalos de Navidad.
-¿Me puedo meter un rato en el ordenador? –dice Julia, que quiere marcharse. Julia tiene quince años para dieciséis y su madre le tasa las horas de ordenador. Le tiene dicho que si alguna vez se la salta, y ella lo ve, se darán de baja en la conexión. Matilde, su madre, tiene miedo de que Julia pierda el tiempo.
El padre asiente con la cabeza sin apartar la mirada del conejo. Julia se mete en su cuarto y conecta la red, y teclea en Google el nombre de Antonio López. La puerta de la entrada vuelve a abrirse y a cerrarse pero desde antes ya se oían en el descansillo las voces de su madre y la tía Angelita, que vienen a comer. La voz de la tía Angelita ya dentro de la casa es como si las dimensiones cambiaran y todo lo anegase un ciclón de voces y de perfumes.
-¡Qué vergüenza!, ¡qué barbaridad!, con dos criaturas y todo. Que te lo tengo dicho, Matilde, que son todos unos perros –es lo primero que oye Julia desde su cuarto mientras mira una reproducción del Conejo desollado de Antonio López, pero la tía cambia de inmediato de conversación:- ¿Aún no se ha levantado Julita?
Julia arrastra la silla de inmediato y ya de pie mata con el ratón todas las ventanas del conejo, y sale a saludar a su tía. Su tía tiene setenta y cinco años y muy buena salud. Lleva vestidos cerrados y abrigos de visón y peinados arriba España. Utiliza un perfume que huele a iglesia. Está gorda. Julia se acerca a besarla y la tía Angelita la abraza y le dirige entre besos y arrumacos y confesiones casi al oído la siguiente alocución:
-Julita, hija mía, seguro que ya estabas otra vez con los auriculares y no nos has oído entrar. Dame un beso. ¿Has dormido bien? Tienes mala cara. Te tenías que haber venido con nosotras. Nos hemos comido una ración de sepia en el bar Pepe con Rodolfo Marqués y su sobrino Pototo. ¿Te acuerdas de Pototo, que ya es fiscal? ¿Cómo van los estudios, hija mía? Te tenías que haber venido porque hoy el sermón de don Mauricio ha sido una cosa fuera de serie, a mí se me arrasaban los ojos, qué razón tiene, hija mía, cuánta maldad y cuanta destrucción, Julia, hija mía, tú estudia mucho que esto se está poniendo feo. Tú sigue siendo siempre una mujer cabal, y no enseñes las bragas por la calle, como esas guarras que veníamos viendo ahora, ¿verdad Matilde?, con el frío que hace. Tú, hija mía, no olvides lo que has aprendido en tu casa, no hagas a un lado tu fe y tus principios, y sé una mujer valiente. Mira Soraya Sáenz de Santa María, anda, jódela, abogada del estado, que más o menos es lo mismo que fiscal.
La tía Angelita suelta la pieza y Julia deja salir la respiración largo tiempo contenida sin que nadie lo note. No le gusta el perfume de su tía. Su madre ha entrado en la cocina sin dejar el abrigo para ver si todo estaba bien. Cuando se fue por la mañana a llevar a la tía Angelita al cementerio e ir después las dos a misa a Santa Emerenciana se dejó sin fregar los platos de anoche, y le dijo a Julia: “Julia, por favor, recógeme la cocina que si viene la tía y empieza a decir impertinencias me disgustaré”.
Julia había recogido la cocina, es lo primero que hizo, minuciosamente, cuando su madre se marchó de casa. Pero ahí estaba el conejo.
-¿Y este conejo?
Julia ha entrado detrás de su madre en la cocina porque si huía rumbo a su dormitorio corría el riesgo de que su tía la persiguiese.
-Lo ha cazado papá.
-¿Y lo ha cazado ya sin piel?
-No. Le hemos quitado la piel y la hemos tirado en el contenedor de San Pablo. Qué asco.
-Ya empezamos.
Matilde se ha puesto nerviosa. Su hija Julia lo ha visto en que después de decir “ya empezamos” ha expulsado el aire por la nariz, no por la boca, y se ha oído. Los tacones de la tía angelita se asoman al umbral de la cocina.
-¿Qué tenemos para comeeer? –dice la tía Angelita, en tono cantarín.
Matilde ya está poniéndose un mandil. La tía Angelita, con los brazos levantados para no mancharse, se acerca al banco de la cocina y coge una oliva. Mientras separa con los dientes la carne del hueso, dice:
-¡Uh! –dice la tía Angelita. Es un uh que Julia odia, es el uh que dice Macarena, su compañera de pupitre, que es una maruja y achina los ojos cuando escucha-. Tú, Matide –dice la tía- dirás lo que quieras pero a mí me sirven un conejo así en una carnicería y no me lo llevo. Mira qué desechura en la cabeza, y toda esta sangre y los pelos y todo, y los huesos, míralos, que parece que los han partido con la mano. Se te clava un huesecico de esos en el esternón y te juegas la vida. Mira lo que le pasó a Luisa Sala.
-Lo he cazado yo –dice Bernardo, desde la puerta; las tres mujeres se giran a mirarlo. Julia decide que no va a decir nada. Matilde quisiera decir algo pero no se decide. La tía está terminando de chupetear la oliva. El hueso sale pintado de carmín.
-¿Y ya lo has llevado al veterinario? –dice la tía Angelita.
-No, no me ha dado tiempo.
-Te lo digo porque el otro día me contaba Mercedes la viuda de Lorenzo Santamaría que ahora en todo eso de Alfambra y por ahí ya no se comen la caza porque han echado tanto abono que las fuentes donde beben los bichos están envenenadas con sulfato.
-Bueno, pero… -dice Matilde, que no sabe qué decir. No sabe si decir “bueno, pero por un conejo guisado no creo que nos vaya a pasar nada”, o bien “bueno, pero además ahora ya tengo en un taper toda la fritanga de la paella y solo tengo que echar el arroz”. Mariluz le dejó echo el viernes todo en la nevera con sepia y langostinos y de todo. Tampoco es cuestión de mezclar un conejo de monte con el pescado. Finalmente dice:
-Bueno, pero de todas formas estos conejos de monte tardan en cocerse una barbaridad. Mejor lo guiso esta tarde o lo empiezo a guisar ahora mismo y nos lo comemos esta noche o mañana.
-Tiene razón la tía –dice Bernardo, que se ha puesto la chaqueta de punto estiraceada y las pantuflas de paño escocés-. Lo he traído para hacerle fotos, pero estos bichos son muy jascos. Hay que quitarles bien las vísceras y dejarlos por lo menos una semana que se vayan pudriendo un poco y se les ablanden los nervios. Luego se cuece bien para que se vaya el olor de la putrefacción y están exquisitos. Los franceses comen así. El domingo que viene os haré una receta que he visto en internet. ¿Eh, tía?
-Ah, pues mira –dice la tía, que se ha metido otra oliva en la boca-, mira qué buena idea. Oye, Matilde, esto es un chollo, tienes por la mañana un hombre que sale a cazar y por la tarde un chef francés… -dice la tía, y abre los ojos y cierra la boca para seguir despellejando la oliva.
Matilde ha sacado ya el taper de la paella de marisco que le dejó Mari Luz y lo está echando todo en la paella.
-¿Abro una botella de vino? –dice Matilde.
-He traído un vinillo de Alfambra estupendo.
-¿En Alfambra hay vino?
-Hay poco, pero hay, claro que hay.
Bernardo saca de la nevera una botella de plástico de litro y medio con algún girón de la etiqueta de agua sin gas que no pudieron quitar del todo. En la botella se notan los dedazos. Dentro hay un líquido como cobrizo, amistelado, avinagrado, pero no rojo.
-Ay, no, yo no, gracias, Bernardo, que enseguida se me sube a la cabeza. Mejor me pones un bitter kas sin alcohol.
-¿Y tú, Julia?
-Nada, no tengo sed. Voy a recoger un poco mi habitación –dice Julia.
Matilde arranca una tira de papel de plata con la que cubre el conejo y remete los bordes de papel bajo los lanceolos de Duralex. Mete el plato en la nevera y, antes de cerrarla, se saca una cerveza para ella.
Me resulta familiar el relato por los lugares y experiencias comunes. Alfambra, el pueblo de los barros rojizos. Lo del "plato lanceolado de duralex que se usa para la harina" también está vigente en la cocina de mi casa... Y nunca se rompen estos malditos platos. Por cierto, ¿el tal Don Mauricio no tendrá por apellido Alegre? Sería el colmo...porque lo conozco mucho. Nos daba clase en la Normal y nació en Campos, al lado de Aliaga...
ResponderEliminarSeguré leyendo porque se está poniendo muy interesante.
Saludos, Antonio