Capítulo décimo cuarto
De memoria histórica
Nada más fichar por la mañana en la oficina, Bernardo se pone el barbour y se pasa al centro. Cruza el viaducto viejo y sube una pequeña pendiente junto a la Glorieta que lo deja en la Plaza de San Juan, una plaza con soportales de estilo Regiones Devastadas donde se reúnen buena parte de las dependencias administrativas. Bernardo se toma un café y un bizcocho con mistela en la Cafetera y cruza la plaza de losas grises hasta la Subdelegación del Gobierno, que está en la fachada sur.
Allí no saben nada, pero un poco más allá, en la ala oeste, está el Juzgado, donde una chica joven, rubia, con gafas, extremadamente amable, aclara un poco las cosas a Bernardo. Es una de estas personas que cuando se embalan dando explicaciones entornan un poco los párpados y hablan por un lado de la boca.
-Quién le habrá metido en la cabeza a esa pobre mujer que la nacionalidad es hereditaria –dice-. Es verdad que en el artículo 20 de la Ley de Memoria histórica dice que los voluntarios de las Brigadas Internacionales tienen derecho a la nacionalidad sin menoscabo de la suya propia. En realidad esto parte de un Real Decreto de 1996 que presentó Izquierda Unida en el que también pedían una prestación económica equivalente a la que estuvieron cobrando en su país. Pero tenga en cuenta que el apartado dos de la ley dice que el Gobierno determinará los requisitos. Y, que yo sepa, aún no los ha determinado. De todas formas, supongo que lo primero que tendrá que hacer será acreditar que estuvo aquí.
-Tiene un certificado del Ejército Ruso. Hemos encargado una traducción jurada por si… Aquí dice que estuvo a las órdenes de Gregorovich, el General de División Gregori Mijáilovich Stern…
-Ya, ya –dice la muchacha, como para que Bernardo no se esfuerce-, pero, aun en el caso de que lo consiga, sus hijos podrían tener derecho a la residencia, pero no a la nacionalidad. Fíjese lo que ocurre con las reagrupaciones familiares: la familia tiene derecho a la residencia, pero ni siquiera derecho a trabajar.
-O sea, que está jodido –dice Bernardo.
-Es que ese es el error. Pero si ni siquiera son españoles los hijos de extranjeros nacidos en España, porque primero los tienen que dar de alta en su país y luego solicitar su inscripción aquí. Yo cada vez que veo a una mujer embarazada que arriesga su vida en una patera me pongo mala, porque es que no sirve de nada.
-¿Y si se casan?
-¿El abuelo?
-No, un hijo, o una hija. Una hija por ejemplo que se casase con un español –dice Bernardo.
-Pues tampoco se convertiría en española. Tiene que pasar un año y luego dos de convivencia. Es más complicado de lo que parece.
-Bueno, bueno, muchas gracias, muy amable –dice Bernardo.
-Espere un momento. Le voy a pasar copia de toda la documentación que suele exigirse para tramitar la nacionalidad. Le paso también las leyes y un par de direcciones electrónicas donde puede usted informarse mejor.
Sale Bernardo del Juzgado y baja por las escaleras de uno de los vomitorios de la plaza, el que da a la calle de las Murallas. La información ha sido tan abundante como desesperanzadora. Pronto van a terminarse los favores. Bernardo cruza la calle y llama en el telefonillo de un portal.
-¿Sí?, suena una voz aguda y borrosa.
-Tatiana, soy Bernardo.
-Abro.
-Oye, oye, Tatiana.
-¿Sí?
-¿Puedes bajar un momento al patio? Es que tengo algo que decirte, pero no quiero que…
-¿Ahora? ¿No puede ser luego?
-Bueno, Tatiana, yo estoy en horas de oficina…
-Ahora bajo.
Bernardo se mete en el patio con ascensor de forja y enciende un pitillo. En lo alto se oyen los ecos de una puerta que se abre. Bernardo tira el pitillo. Baja Tatiana. Está muy acalorada.
-Perdona, Tatiana, es que vengo del Juzgado y…
-Le he dicho a tu tía que era el recibo del Ocaso.
-Bien hecho. Mira, yo le pasaré estos papeles a Matilde para que te los dé ella, pero quería decirte que sería bueno redactar una declaración jurada para que tu padre acredite que estuvo en la guerra. Yo mismo puedo tomar los datos, si tú me haces de traductora.
-Bueno, pero, ¿y cuándo? –dice Tatiana, que ya ha empezado a subir otra vez las escaleras.
-Tú tienes el martes libre. Puedo ir a vuestra casa.
-No, a mi casa no. Mi marido está allí, no tiene trabajo.
-No te preocupes por eso. He hablado con un amigo. Tú sólo dile a Matilde cuando venga que tu marido no tiene trabajo. Ella me lo dirá a mí. Podría empezar a trabajar esta misma semana, así que el martes que viene puedo ir.
-Bernardo –dice Tatiana-, esto está siendo demasiado difícil. Yo…
-No, no, no. No te preocupes. Es que, bueno, ya te he dicho lo celosa que es Matilde. Si hago esto a ojos vistas, no te quiero ni contar la que me espera.
-Pero ella también trata de ayudarme. Y me pregunta todo el rato si has venido.
-Es que esta mujer es la pera –dice Bernardo.
Tatiana vuelve a subir las escaleras. Se ha oído el chirriar de un gozne por los pisos de arriba. Bernardo sale del portal y Tatiana saca del bolsillo el recibo del Ocaso que llegó ayer pero la tía Angelita no se enteró porque estaba dormida. Cada vez que llega un recibo y está dormida, Tatiana se lo guarda para sisarle unos minutos a la vieja. Pero ahora le ha venido fatal. Son las once y cuarto y Kolia estaba contándole por el balcón de la fachada posterior, el que da al paseo del Óvalo, cómo sigue su padre.
El martes siguiente por la mañana Bernardo recibe una llamada de Tatiana.
-Estoy dando un paseo por el campo con mi padre. ¿Quieres venir ahora?
Bernardo deja un comedero de buitres que hay junto a la paridera de Valdelacabra, en el barranco del Tolmo, cuyo nombre estaba intentando averiguar, y se pone el barbour y coge las llaves del coche. Quedan en el cruce de Alfambra. El abuelo, vestido con un plumífero negro, y Tatiana, con una trenka roja, le esperan junto al puentecillo donde arranca el desvío. A Bernardo le gustan estos días fríos y serenos, anuncio de los primeros hielos.
-Mi padre dice que ha encontrado el sitio donde estuvo cuando la guerra. Dice que es por aquí.
Bernardo nota un poco nerviosa a Tatiana, pero imagina que es por lo comprometido de la situación. Por si las moscas, Bernardo no pierde nunca la compostura más inofensiva. Saluda muy cordial al viejo Rodión e intercambian frases que no entienden pero desprenden afabilidad. Luego se dirige a Tatiana.
-¿Qué tal tu marido? Matilde dice que se quedó aquel mismo día ya en la granja.
-Sí –dice Tatiana-. Está muy contento. Yo lo veo mucho más recuperado. Sólo lleva unos días, pero lo veo más feliz.
-Eso está bien. ¿Vamos?
Los tres se meten en el jeep de Bernardo. El abuelo va delante, para indicar el camino, y Tatiana detrás. Bernardo está muy contento. En los últimos días ha revisado todos los mapas y libros de historia militar que guarda en casa. Según sus cálculos, si es verdad que el viejo Rodión estaba a las órdenes del general Gregorovich, tuvo que sufrir la maniobra envolvente de Sierra Palomera, el implacable bombardeo de la 5ª División hasta orillas del río Alfambra y el avance de la caballería del general Monasterio, que arrasó el Campo de Visiedo sin apenas oposición. De lo que le diga el viejo seguro que Bernardo puede redactar un buen artículo para la revista Muletón. Ya quedan pocos combatientes vivos. Después del libro de Frazer sobre la historia oral de la Guerra Civil, los aficionados y los especialistas van buscando testimonios de ancianos que ya pasan de los 90 años. Es como cazar especies a punto de extinguirse, disecar sus palabras antes de que aliento se les congele.
Sin embargo el viejo no le indica que tire por la carretera de Camañas, hacia la Sierra Palomera y la masía en ruinas donde Bernardo lo vio por primera vez. No van al desastre de Sierra Palomera sino a la margen izquierda del río. En principio le sorprende, pero también entra dentro de lo razonable. Posiblemente el viejo perteneciese a la 11 División del Ejército Republicano, la que tuvo que huir de Alfambra y Peralejos, bordeando el río, hasta el pico Muletón, si bien esa retirada también se produjo en la margen derecha. Quizá, piensa Bernardo, era un soldado más del XXII Cuerpo del ejército, y podía estar por toda la zona de Sollavientos hasta el mismo Corbalán, y entonces descendió por esta parte hasta topar con los nacionales en el pico Mansueto. Bernardo lleva el MP3 para grabar lo que diga el viejo y lo que su hija le traduzca. Podría ir tomando notas, pero prefiere escucharlo luego tranquilamente en la oficina. Toman la carretera de Corbalán y a unos cuatro kilómetros del cruce, en las faldas del Cabezo Enebroso, Rodión indica un camino a la izquierda.
El camino termina un kilómetro más allá. Allí se bajan los tres y el abuelo empieza a hablar en ruso y señalar el valle. Con la mano derecha señala las lomas que van a dar a Esorihuela y su dedo sarmentoso va trazando una línea que llega casi hasta la carretera. Bernardo escucha con la boca abierta, como si entendiese. La verdad es que le fascina el sonido de sus palabras, el perfil afilado y el bigotazo, y los ojos pequeños, ya casi cerrados, tan sólo dos mínimos brillos bajo la visera, como si a su vida le quedase lo mismo que a sus ojos para cerrarse por completo. Aunque, de momento, con una vista excelente, porque ahora señala con ambos brazos y todo tiene pinta de un duro enfrentamiento, de una trágica huida. Cuando termina, se sube los pantalones muy sonriente e invita a Tatiana a que lo traduzca. Tatiana lo mira como abrumada por la información, pero se gira hacia Bernardo, se encoge de hombros, y dice:
-Dice que ahí mató una liebre así de grande.
-¿Una liebre? ¿Ahora, estos días?
-No. Entonces. Dice que se quedaron sin alimento y los caballos los perseguían, así que se escondieron en estos árboles. Tenían hambre y pasó una liebre. Mi padre le acertó con el fusil.
-¿Y fue a buscarla?
-Claro -dijo Tatiana.
-Pero vamos a ver. Si tenían a la caballería del general Monasterio pisándoles los talones, ¿cómo se le ocurre disparar un fusil?
-No lo sé. Tendrían hambre, supongo –dice Tatiana.
-¿Y qué pasó después?
Tatiana bisbisea unas palabras a su padre. El padre niega mientras contesta.
-Dice que aquí ya no se acuerda de más.
El viejo Rodión vuelve a decir algo, y esta vez se acompaña con el dedo y señala al noroeste, si es que Bernardo aún no se ha desorientado.
-Dice que hay otro sitio allí.
Ya en el coche, Bernardo recita los hechos históricos para que Tatiana los traduzca, a ver si alguno le suena a su padre. De Gregorovich, por ejemplo, sólo se acuerda de que lo fusiló Stalin, pero no es capaz de dar detalles sobre posiciones. A medida que Tatiana le pregunta va frunciendo el ceño, los ojos se le van cerrando, y al final mueve a un lado y a otro la cabeza con energía, como si se hubiera cansado de buscar en su memoria. El viejo parece un poco apurado por la poca consistencia de su recuerdo, así que Bernardo deja de preguntarle.
-Lo siento –se disculpa con Tatiana-. Es que estos temas me fascinan. Yo pensé que… De todas formas, él sí se acordaba de Alfambra, ¿no?
-Sí. Él se acordaba de Alfambra. Dijo que conocía bien la tierra. La tierra la conoce, de la tierra se acuerda.
En efecto, y para paliar un poco su escasa memoria histórica, el abuelo va describiendo valles y barrancos antes de que los atraviesen, aunque las lomas son las mismas aquí y en Stalingrado, piensa Bernardo, y por otra parte el abuelo siempre está en el monte. Pudo haber estado ayer mismo, preparando la visita turística. Por un momento Bernardo piensa que le están tomando el pelo, pero entonces el abuelo agita otra vez las manos, abre la ventanilla y señala un punto con el dedo, y dice algo. Tatiana lo traduce.
-Dice que en esa paridera estuvo una noche. Dice que se comieron un cordero. Dice que aquí también hay jabalíes, pero que no pudo matar ninguno porque las líneas enemigas estaban muy cerca. En la paridera había muchas pulgas.
Acaban de llegar hasta casi Corbalán para esto. Bernardo lo deja por imposible y les propone regresar a casa. A mitad de camino, sin embargo, el abuelo vuelve a señalar otro camino, esta vez con exagerada insistencia. El camino está lleno de roderas y de piedras, pero el jeep aguanta bien. Al descender una loma, ven una nave industrial de bloques grises levantada en un pequeño bancal ganado al barranco. Es un sitio curioso. Es una nave normal para guardar ganado pero las paredes están todas pintadas con el número 5000. Es como si alguien hubiese querido pintar el número en todos los tamaños, formas y orientaciones posibles, pero está hecho con pintura desleída, muy deprisa, y las gotas de blanco lo embadurnan todo, como si los números se derritiesen.
En un alto, antes de llegar a la nave, Bernardo detiene la marcha. Ve por el retrovisor cómo Tatiana no deja de mirar el reloj. Bernardo, muy atento, espera a que su padre termine las largas y entusiastas explicaciones cirílicas para proponerle a Tatiana que regresen.
-Bueno, vamos –se adelanta a decir Bernardo-. Ya es un poco tarde.
Tatiana, sin embargo, empieza a traducirle muy deprisa, como si se le terminara el tiempo.
-Dice mi padre que ahí donde esa casa está ahora que había un refugio. Dice que cayeron muchas bombas, y que el refugio se hundió. Dice que se hundió y encima cayó la tierra de la montaña. Se hundieron todos y no podían ver ni casi respirar, y así estuvieron unos días, sin ver la luz, y se caían los techos y nadie vino a recogerlos, y a uno le cayó una pared encima, que llevaba todo el cuerpo negro porque lo reventó por dentro. Era español, ese al que le cayó la pared era español. Y supieron que se había muerto porque empezó a oler mal, pero todavía estaba respirando. Y mi padre al final hizo un agujero y se salvó.
Tatiana ha dicho todo esto en un español mucho peor que el que suele. Se estaba frotando las manos constantemente, se atascaba, miraba a todos lados al hablar. A Bernardo le parece una de esas personas que no mueven la cabeza para que no les duela, y entornan los ojos como si les diera el sol. Después levanta la cabeza y mira a Bernardo.
-¿Será bastante con esto?
-Sí sí -dice Bernardo- con esto ya puede valer.
El viejo la mira traducir subiéndose mucho los pantalones, orgulloso de la hazaña que acaba de contar. Se está girando un poco de viento, el cielo sigue nublado.
Allí no saben nada, pero un poco más allá, en la ala oeste, está el Juzgado, donde una chica joven, rubia, con gafas, extremadamente amable, aclara un poco las cosas a Bernardo. Es una de estas personas que cuando se embalan dando explicaciones entornan un poco los párpados y hablan por un lado de la boca.
-Quién le habrá metido en la cabeza a esa pobre mujer que la nacionalidad es hereditaria –dice-. Es verdad que en el artículo 20 de la Ley de Memoria histórica dice que los voluntarios de las Brigadas Internacionales tienen derecho a la nacionalidad sin menoscabo de la suya propia. En realidad esto parte de un Real Decreto de 1996 que presentó Izquierda Unida en el que también pedían una prestación económica equivalente a la que estuvieron cobrando en su país. Pero tenga en cuenta que el apartado dos de la ley dice que el Gobierno determinará los requisitos. Y, que yo sepa, aún no los ha determinado. De todas formas, supongo que lo primero que tendrá que hacer será acreditar que estuvo aquí.
-Tiene un certificado del Ejército Ruso. Hemos encargado una traducción jurada por si… Aquí dice que estuvo a las órdenes de Gregorovich, el General de División Gregori Mijáilovich Stern…
-Ya, ya –dice la muchacha, como para que Bernardo no se esfuerce-, pero, aun en el caso de que lo consiga, sus hijos podrían tener derecho a la residencia, pero no a la nacionalidad. Fíjese lo que ocurre con las reagrupaciones familiares: la familia tiene derecho a la residencia, pero ni siquiera derecho a trabajar.
-O sea, que está jodido –dice Bernardo.
-Es que ese es el error. Pero si ni siquiera son españoles los hijos de extranjeros nacidos en España, porque primero los tienen que dar de alta en su país y luego solicitar su inscripción aquí. Yo cada vez que veo a una mujer embarazada que arriesga su vida en una patera me pongo mala, porque es que no sirve de nada.
-¿Y si se casan?
-¿El abuelo?
-No, un hijo, o una hija. Una hija por ejemplo que se casase con un español –dice Bernardo.
-Pues tampoco se convertiría en española. Tiene que pasar un año y luego dos de convivencia. Es más complicado de lo que parece.
-Bueno, bueno, muchas gracias, muy amable –dice Bernardo.
-Espere un momento. Le voy a pasar copia de toda la documentación que suele exigirse para tramitar la nacionalidad. Le paso también las leyes y un par de direcciones electrónicas donde puede usted informarse mejor.
Sale Bernardo del Juzgado y baja por las escaleras de uno de los vomitorios de la plaza, el que da a la calle de las Murallas. La información ha sido tan abundante como desesperanzadora. Pronto van a terminarse los favores. Bernardo cruza la calle y llama en el telefonillo de un portal.
-¿Sí?, suena una voz aguda y borrosa.
-Tatiana, soy Bernardo.
-Abro.
-Oye, oye, Tatiana.
-¿Sí?
-¿Puedes bajar un momento al patio? Es que tengo algo que decirte, pero no quiero que…
-¿Ahora? ¿No puede ser luego?
-Bueno, Tatiana, yo estoy en horas de oficina…
-Ahora bajo.
Bernardo se mete en el patio con ascensor de forja y enciende un pitillo. En lo alto se oyen los ecos de una puerta que se abre. Bernardo tira el pitillo. Baja Tatiana. Está muy acalorada.
-Perdona, Tatiana, es que vengo del Juzgado y…
-Le he dicho a tu tía que era el recibo del Ocaso.
-Bien hecho. Mira, yo le pasaré estos papeles a Matilde para que te los dé ella, pero quería decirte que sería bueno redactar una declaración jurada para que tu padre acredite que estuvo en la guerra. Yo mismo puedo tomar los datos, si tú me haces de traductora.
-Bueno, pero, ¿y cuándo? –dice Tatiana, que ya ha empezado a subir otra vez las escaleras.
-Tú tienes el martes libre. Puedo ir a vuestra casa.
-No, a mi casa no. Mi marido está allí, no tiene trabajo.
-No te preocupes por eso. He hablado con un amigo. Tú sólo dile a Matilde cuando venga que tu marido no tiene trabajo. Ella me lo dirá a mí. Podría empezar a trabajar esta misma semana, así que el martes que viene puedo ir.
-Bernardo –dice Tatiana-, esto está siendo demasiado difícil. Yo…
-No, no, no. No te preocupes. Es que, bueno, ya te he dicho lo celosa que es Matilde. Si hago esto a ojos vistas, no te quiero ni contar la que me espera.
-Pero ella también trata de ayudarme. Y me pregunta todo el rato si has venido.
-Es que esta mujer es la pera –dice Bernardo.
Tatiana vuelve a subir las escaleras. Se ha oído el chirriar de un gozne por los pisos de arriba. Bernardo sale del portal y Tatiana saca del bolsillo el recibo del Ocaso que llegó ayer pero la tía Angelita no se enteró porque estaba dormida. Cada vez que llega un recibo y está dormida, Tatiana se lo guarda para sisarle unos minutos a la vieja. Pero ahora le ha venido fatal. Son las once y cuarto y Kolia estaba contándole por el balcón de la fachada posterior, el que da al paseo del Óvalo, cómo sigue su padre.
El martes siguiente por la mañana Bernardo recibe una llamada de Tatiana.
-Estoy dando un paseo por el campo con mi padre. ¿Quieres venir ahora?
Bernardo deja un comedero de buitres que hay junto a la paridera de Valdelacabra, en el barranco del Tolmo, cuyo nombre estaba intentando averiguar, y se pone el barbour y coge las llaves del coche. Quedan en el cruce de Alfambra. El abuelo, vestido con un plumífero negro, y Tatiana, con una trenka roja, le esperan junto al puentecillo donde arranca el desvío. A Bernardo le gustan estos días fríos y serenos, anuncio de los primeros hielos.
-Mi padre dice que ha encontrado el sitio donde estuvo cuando la guerra. Dice que es por aquí.
Bernardo nota un poco nerviosa a Tatiana, pero imagina que es por lo comprometido de la situación. Por si las moscas, Bernardo no pierde nunca la compostura más inofensiva. Saluda muy cordial al viejo Rodión e intercambian frases que no entienden pero desprenden afabilidad. Luego se dirige a Tatiana.
-¿Qué tal tu marido? Matilde dice que se quedó aquel mismo día ya en la granja.
-Sí –dice Tatiana-. Está muy contento. Yo lo veo mucho más recuperado. Sólo lleva unos días, pero lo veo más feliz.
-Eso está bien. ¿Vamos?
Los tres se meten en el jeep de Bernardo. El abuelo va delante, para indicar el camino, y Tatiana detrás. Bernardo está muy contento. En los últimos días ha revisado todos los mapas y libros de historia militar que guarda en casa. Según sus cálculos, si es verdad que el viejo Rodión estaba a las órdenes del general Gregorovich, tuvo que sufrir la maniobra envolvente de Sierra Palomera, el implacable bombardeo de la 5ª División hasta orillas del río Alfambra y el avance de la caballería del general Monasterio, que arrasó el Campo de Visiedo sin apenas oposición. De lo que le diga el viejo seguro que Bernardo puede redactar un buen artículo para la revista Muletón. Ya quedan pocos combatientes vivos. Después del libro de Frazer sobre la historia oral de la Guerra Civil, los aficionados y los especialistas van buscando testimonios de ancianos que ya pasan de los 90 años. Es como cazar especies a punto de extinguirse, disecar sus palabras antes de que aliento se les congele.
Sin embargo el viejo no le indica que tire por la carretera de Camañas, hacia la Sierra Palomera y la masía en ruinas donde Bernardo lo vio por primera vez. No van al desastre de Sierra Palomera sino a la margen izquierda del río. En principio le sorprende, pero también entra dentro de lo razonable. Posiblemente el viejo perteneciese a la 11 División del Ejército Republicano, la que tuvo que huir de Alfambra y Peralejos, bordeando el río, hasta el pico Muletón, si bien esa retirada también se produjo en la margen derecha. Quizá, piensa Bernardo, era un soldado más del XXII Cuerpo del ejército, y podía estar por toda la zona de Sollavientos hasta el mismo Corbalán, y entonces descendió por esta parte hasta topar con los nacionales en el pico Mansueto. Bernardo lleva el MP3 para grabar lo que diga el viejo y lo que su hija le traduzca. Podría ir tomando notas, pero prefiere escucharlo luego tranquilamente en la oficina. Toman la carretera de Corbalán y a unos cuatro kilómetros del cruce, en las faldas del Cabezo Enebroso, Rodión indica un camino a la izquierda.
El camino termina un kilómetro más allá. Allí se bajan los tres y el abuelo empieza a hablar en ruso y señalar el valle. Con la mano derecha señala las lomas que van a dar a Esorihuela y su dedo sarmentoso va trazando una línea que llega casi hasta la carretera. Bernardo escucha con la boca abierta, como si entendiese. La verdad es que le fascina el sonido de sus palabras, el perfil afilado y el bigotazo, y los ojos pequeños, ya casi cerrados, tan sólo dos mínimos brillos bajo la visera, como si a su vida le quedase lo mismo que a sus ojos para cerrarse por completo. Aunque, de momento, con una vista excelente, porque ahora señala con ambos brazos y todo tiene pinta de un duro enfrentamiento, de una trágica huida. Cuando termina, se sube los pantalones muy sonriente e invita a Tatiana a que lo traduzca. Tatiana lo mira como abrumada por la información, pero se gira hacia Bernardo, se encoge de hombros, y dice:
-Dice que ahí mató una liebre así de grande.
-¿Una liebre? ¿Ahora, estos días?
-No. Entonces. Dice que se quedaron sin alimento y los caballos los perseguían, así que se escondieron en estos árboles. Tenían hambre y pasó una liebre. Mi padre le acertó con el fusil.
-¿Y fue a buscarla?
-Claro -dijo Tatiana.
-Pero vamos a ver. Si tenían a la caballería del general Monasterio pisándoles los talones, ¿cómo se le ocurre disparar un fusil?
-No lo sé. Tendrían hambre, supongo –dice Tatiana.
-¿Y qué pasó después?
Tatiana bisbisea unas palabras a su padre. El padre niega mientras contesta.
-Dice que aquí ya no se acuerda de más.
El viejo Rodión vuelve a decir algo, y esta vez se acompaña con el dedo y señala al noroeste, si es que Bernardo aún no se ha desorientado.
-Dice que hay otro sitio allí.
Ya en el coche, Bernardo recita los hechos históricos para que Tatiana los traduzca, a ver si alguno le suena a su padre. De Gregorovich, por ejemplo, sólo se acuerda de que lo fusiló Stalin, pero no es capaz de dar detalles sobre posiciones. A medida que Tatiana le pregunta va frunciendo el ceño, los ojos se le van cerrando, y al final mueve a un lado y a otro la cabeza con energía, como si se hubiera cansado de buscar en su memoria. El viejo parece un poco apurado por la poca consistencia de su recuerdo, así que Bernardo deja de preguntarle.
-Lo siento –se disculpa con Tatiana-. Es que estos temas me fascinan. Yo pensé que… De todas formas, él sí se acordaba de Alfambra, ¿no?
-Sí. Él se acordaba de Alfambra. Dijo que conocía bien la tierra. La tierra la conoce, de la tierra se acuerda.
En efecto, y para paliar un poco su escasa memoria histórica, el abuelo va describiendo valles y barrancos antes de que los atraviesen, aunque las lomas son las mismas aquí y en Stalingrado, piensa Bernardo, y por otra parte el abuelo siempre está en el monte. Pudo haber estado ayer mismo, preparando la visita turística. Por un momento Bernardo piensa que le están tomando el pelo, pero entonces el abuelo agita otra vez las manos, abre la ventanilla y señala un punto con el dedo, y dice algo. Tatiana lo traduce.
-Dice que en esa paridera estuvo una noche. Dice que se comieron un cordero. Dice que aquí también hay jabalíes, pero que no pudo matar ninguno porque las líneas enemigas estaban muy cerca. En la paridera había muchas pulgas.
Acaban de llegar hasta casi Corbalán para esto. Bernardo lo deja por imposible y les propone regresar a casa. A mitad de camino, sin embargo, el abuelo vuelve a señalar otro camino, esta vez con exagerada insistencia. El camino está lleno de roderas y de piedras, pero el jeep aguanta bien. Al descender una loma, ven una nave industrial de bloques grises levantada en un pequeño bancal ganado al barranco. Es un sitio curioso. Es una nave normal para guardar ganado pero las paredes están todas pintadas con el número 5000. Es como si alguien hubiese querido pintar el número en todos los tamaños, formas y orientaciones posibles, pero está hecho con pintura desleída, muy deprisa, y las gotas de blanco lo embadurnan todo, como si los números se derritiesen.
En un alto, antes de llegar a la nave, Bernardo detiene la marcha. Ve por el retrovisor cómo Tatiana no deja de mirar el reloj. Bernardo, muy atento, espera a que su padre termine las largas y entusiastas explicaciones cirílicas para proponerle a Tatiana que regresen.
-Bueno, vamos –se adelanta a decir Bernardo-. Ya es un poco tarde.
Tatiana, sin embargo, empieza a traducirle muy deprisa, como si se le terminara el tiempo.
-Dice mi padre que ahí donde esa casa está ahora que había un refugio. Dice que cayeron muchas bombas, y que el refugio se hundió. Dice que se hundió y encima cayó la tierra de la montaña. Se hundieron todos y no podían ver ni casi respirar, y así estuvieron unos días, sin ver la luz, y se caían los techos y nadie vino a recogerlos, y a uno le cayó una pared encima, que llevaba todo el cuerpo negro porque lo reventó por dentro. Era español, ese al que le cayó la pared era español. Y supieron que se había muerto porque empezó a oler mal, pero todavía estaba respirando. Y mi padre al final hizo un agujero y se salvó.
Tatiana ha dicho todo esto en un español mucho peor que el que suele. Se estaba frotando las manos constantemente, se atascaba, miraba a todos lados al hablar. A Bernardo le parece una de esas personas que no mueven la cabeza para que no les duela, y entornan los ojos como si les diera el sol. Después levanta la cabeza y mira a Bernardo.
-¿Será bastante con esto?
-Sí sí -dice Bernardo- con esto ya puede valer.
El viejo la mira traducir subiéndose mucho los pantalones, orgulloso de la hazaña que acaba de contar. Se está girando un poco de viento, el cielo sigue nublado.
Estoy imprimiendno "OTOÑO RUSO" para leerlo en Aliaga a partir del día 25. La pantalla me cansa bastante. ¿Vas por Teruel durante el verano? Un cordial saludo, Antonio
ResponderEliminar