Capítulo décimo séptimo
Huevos Los Amantes
Mijaíl Denísovich Breshkovski está empujando un carretillo lleno de cadáveres de gallina ponedora por la cuesta que lleva desde la nave de los huevos hasta el comedero de los buitres. Es un caminacho de polvo blanco y cagarrutas de oveja que bordea un terraplén. En los últimos días Mijaíl ha conseguido darle la vuelta a la situación. Después de las primeras horas de angustia, tomó la decisión de seguir con el empleo bucólico de las gallinas pero no decirle a Tatiana que también incluía el sórdido negocio de los huevos. Piensa que ya ha causado bastantes problemas. Pronto el trabajo en la nave perdió crudeza, Mijaíl Denísovich se acostumbró al olor, y por otra parte necesita constante trabajo físico para mitigar esos momentos de pérdida del equilibrio, cuando no sabe dónde está ni si está vivo o ya se ha muerto, cuando se para el mundo y Mijaíl ve los campos pardos y los álamos medio desnudos y no es capaz de entender cómo ha llegado hasta aquí.
Esta mañana se ha dado una buena paliza. Quería dejar los huevos recogidos antes de las tres para comer con su familia. Hoy es el día libre de Tatiana, así que, aunque sea con un poco de antelación, han decidido celebrar juntos el cumpleaños de Kolia. El resto de la semana es casi imposible que coincidan para comer.
Mijaíl deja los cadáveres en el comedero y vuelve sobre sus pasos con el carretillo. A lo lejos ve que junto a la furgoneta de reparto está también el Cayenne del jefe. Distingue también un bulto negro y una mancha blanca. Cuando se acerca se da cuenta de que el jefe ha empezado a pintar de blanco la nave.
-Ah, ya estás aquí –dice el jefe, y deja la brocha en un cubo de pintura blanca. Ha pintado una franja de un metro de alta y medio metro de ancha. Lo ha hecho con mucho cuidado pero aun así se ha puesto las manos perdidas de pintura. Mientras brama y restriega la mano con el cemento de los bloques, con la otra saca un papel del bolsillo del tabardo.
-5000 huevos, Puçol.
-¿Mañana?
-No, no, uy, mañana. Hoy, hoy, mañico, hoy, que los necesitan para una tortilla gigante…¡Tor-ti-lla-gi-gan-te! Cuando hagas la faena…
El jefe se acompaña de gestos pero hay ciertas palabras que Mijaíl entiende casi sin querer.
-Ya faena. Ya todo.
-¿A ver?
El jefe se mete a inspeccionar las jaulas. Mijaíl empieza a cargar los huevos a la camioneta. Usan la misma para las gallinas que para los huevos, así que antes tiene que desmontar unas cuantas jaulas para que quepan los envases. Ya ha dejado en el suelo las primeras cuando sale el jefe.
-¡Chico, qué recogidico lo tienes todo! Espera, espera. Eso luego. Eso déjalo. Ven, ven.
Mijaíl lo acompaña hasta donde están los cubos de pintura.
-¡An-tes-pin-ta-es-to! –grita, y le da la brocha ya mojada y señala con el dedo en el aire un rectángulo que se corresponde a las cuatro paredes de la nave.
-¿Hoy?
-Uy, joder, hoy, hoy. Si esto lo acabas en un voleo, templao –dice, y se encamina al Cayenne. Cuando ya ha abierto la puerta y tiene una pierna metida en el coche, le grita:
-¡Cin-co-mil! ¡Pu-çol!
El coche del jefe desaparece y Mijaíl observa cómo gotea la brocha encima de los hierbajos. Luego escribe, en trazos grandes, el número 5000. Está solo Mijaíl. En la gran batalla de Kursk se construyeron 5000 kilómetros de trincheras. La gloria de aquella victoria sirvió para bautizar un submarino que se hundió sin que nadie pudiera hacer nada para rescatarlo. Mijaíl dibuja otro 5000, más pequeño, a su lado. Cinco mil son los kilómetros que hay entre Moscú e Irkutsk, el camino que recorrió Mijaíl para reunirse con Tatiana. La vida se puede condensar en cualquier número, pero ese cinco gallináceo y esos tres ceros obsesivos y regodeantes le producen una extraña sensación de placer. Cada vez que encuentra un nuevo cinco mil corre a escribirlo en las paredes de la nave. Cinco mil cintas rojas ataron en los abedules para las fiestas de la primavera. Cinco mil rublos le ha costado volver a darse de alta como autónomo.
Lo que empezó siendo una broma se convierte casi en una necesidad neurótica como las de quienes no pueden tocar una pared sin tocar también la opuesta. Conforme la fachada se va llenando de cincos y de ceros Mijaíl entra en un estado de nerviosismo que necesita vaciar con brochazos como bofetadas en ese cinco mil que lo persigue. Es necesario conjurar el número cinco mil, se dice Mijaíl, pintarlo cinco mil veces para que deje de perseguirlo. Al mismo tiempo que lo excita lo relaja, como las máquinas tragaperras.
Pero pronto se siente desfallecer. El tufo de los gases que desprende la buitrera o los que despiden las gallinas moribundas han podido afectar a Mijaíl. Incluso el tufo que desprende la pintura, quién sabe. El caso es que pronto necesita terminar de pintar con números la pared entera, pero eso no significa sino que no se quedará tranquilo hasta que no pinte las otras tres. Ojalá siempre que se ha sentido tan mal hubiera tenido una pared tan grande para pintar. Pronto su actitud es la de esos dementes que se dedican con extrema seriedad y pulcritud a una tarea sin sentido. Dentro de la lógica de la pintura, el viaje de forrar la nave con numerajos es un acto casi místico. Mijaíl tiene una manera muy artística de descargar su agresividad. Lástima que no se entere nadie.
Termina hecho polvo. La bruma de ira se disipa y queda la evidencia de haber perdido otro trabajo, a menos que lo pinte otra vez todo de blanco. La lucidez lo golpea con la misma saña con que hace unos minutos lo golpeaba la demencia. ¿Es este el regalo que vas a hacerle a tu hijo?, se dice. Hace frío. Mijaíl vuelve a meterse en el gallinero. Desde que está él la nave no es tan deprimente. Incluso hay una fila de gallinas afortunadas que salen por turnos a corretear un poco por el pasillo. Mijaíl saca todos los días la gallinaza y ha empezado a instalar unas chapas entre las jaulas para que no se ensucien.
Hay personas que necesitan una redención, un sacrificio. Hay seres que nacieron con un tumor de culpabilidad en el cerebro que no se les irá en la vida. Y casi todos buscan liberarse de la culpa de un modo que no les permita pensar ni sufrir. Ha habido días buenos en este trabajo sucio, precisamente aquellos en que la cadencia del trabajo, el latir del día era suficiente para no pensar. Otros días no hay paseo de gallinas ni limpieza de chapas. Otros días merodea por el tumor un moscón que tarde o temprano pica y entonces los fantasmas se revuelven en sus tumbas y la punción en las vísceras de los celos lo deja para el arrastre.
Hoy, por ejemplo, Tatiana tiene día libre pero, mira por donde, tenía que ir a Teruel. Hoy era el día de estar con su marido, aunque tampoco puede reprocharle que prefiera divertirse a tirar gallinas muertas a la basura. Hoy tenía que bajar a Teruel con el viejo Rodión por el dichoso asunto de la nacionalidad. Una declaración jurada. Qué mentira. Qué asombrosa mentira. Fingen que no quieren ser rusos, desheredados como él en el purgatorio de los huevos. Mijaíl está harto de la nacionalidad y de ese tipo, ese tal Bernardo, Bernardo por aquí, Bernardo por allá. Que si me he encontrado a Bernardo cazando, que si Bernardo me ha invitado a comer langostinos, que si mira qué trabajo te ha buscado Bernardo. No está mal. Para un perito agrónomo titulado en Irkutsk que soñaba con refundar el arte nihilista no está nada mal, desde luego.
Es la gota de combustible que necesita Mijaíl para decidir que se vuelve a su casa. Va a dejar así la nave. No bajará a Puçol. Se va a comer con su familia y ya decidirá después.
-¡Mu bonito! –oye decir mientras trata de quitarse la pintura de las manos en un grifo. Mijaíl no sabe lo que habrá dicho el jefe pero cuando se vuelve ve que está congestionado. El jefe chilla sin parar, se acerca hasta él, lo apunta con el dedo. Es un hombre fuerte pero ya bastante mayor. Un escalofrío recorre el cuerpo de Mijaíl cuando tiene la certeza de que ese hombre no es tan fuerte como él. El jefe está tan excitado que el mismo furor dormiría sus brazos y su capacidad de cálculo. A Mijaíl le resulta casi insoportable la extrema facilidad con que podría reducirlo y clavarle un hacha en la cabeza, la naturalidad con que los acontecimientos y las previsiones se delinean en el aire.
No sabe lo que dice, pero le sorprende que haya gente con tanta seguridad en sí misma. El jefe sigue chillando y moviendo los brazos y señala los cubos de pintura y el reloj, y le enseña a Mijaíl dos dedos como dos horas de grandes. Ese hombre no sabe que si no pinta inmediatamente la nave y se va a Puçol con cinco mil huevos tiene algo más importante que perder que un trabajo. O quizá sí lo sepa. Quizá los energúmenos calculan el sentido común de sus víctimas, la necesidad, la cobardía.
Ese hombre, sin embargo, grita mucho pero tiene miedo. Cuando habla camina hacia detrás sin querer y se le amontonan las palabras y abre mucho los ojos cuando grita. Igual es que le ha gustado mi obra, piensa Mijaíl. Así es que, sin decir nada, se encamina a donde dejó los cubos de pintura y empieza a pintar en brochazos uniformes la primera pared. Siente una satisfacción morbosa, un aplomo cínico que lo protege. Los metros cuadrados de cal van a blanquear la culpa de no comer con su familia.
Aún es de día cuando Mijaíl Denísovich aparca la camioneta delante de la puerta de su casa. Desde fuera se ve la bombilla de la cocina. Tatiana está terminando de recoger la cocina. Encima del fregadero hay una fuente con setas en escabeche, un plato con pastel de centeno y una jarrita de hidromiel. Es todo lo que queda de la fiesta.
-Tengo que irme ya. He de darle la cena a la vieja –dice Tatiana, más seria que de costumbre.
-He tenido que bajar unas gallinas a Valencia –dice Mijaíl.
-Ya –dice Tatiana, que sigue recogiendo los cacharros.
-Es verdad, Tatiana Illínichna. Ese hombre no sabe de horarios.
-Le habías pedido la tarde libre.
-¡Pero cómo voy a pedirle la tarde libre, si no sé! Confiaba en que se iría a las dos, como todos los días. Pero…
-Vas lleno de pintura.
-Bueno, es que también se ha empeñado en que le ayudase a pintar un corral y…
Tatiana se quita el delantal. Lleva el traje chaqueta que se pone para los acontecimientos. Tatiana Illínichna mira al suelo de baldosas de barro mientras Mijaíl Denísovich le explica que está molido de pintar y que le duele el brazo. Tatiana ha empezado a mirar por la ventana. Al final se vuelve y lo mira con los labios muy apretados.
-¿Ya te has acabado la botella?
-¿La botella? ¿Qué botella?
-La botella de vodka.
-Tatiana, pero…, ¿pero qué dices?
-Me juraste que no abrirías la botella. El día que entramos en esta casa metí esa botella en el frigorífico y tú me juraste que no la abrirías. Esta mañana estaba, pero esta tarde, después de comer, me he ido a dar un paseo con mi padre y cuando he vuelto había desaparecido.
-Hoy he hecho muchas tonterías, Tatiana, pero esa no. Debes fiarte de mí. Mírame. Estoy sereno, completamente sereno. ¿Tengo aspecto de haberme bebido una botella de vodka?
-¿Sólo una?
-Tatiana. ¡Hace una semana que no te veo!
-¿Sólo te has manchado hoy las manos de pintura? ¿No has tenido que pintar más cosas? ¿No te has dedicado a pintar mensajes nihilistas por ahí como hacías en Irkutsk?
-Tatiana. Sólo puedo darte mi palabra de que yo no cogido esa botella. ¿Por qué no puede haber sido Kolia?
-Kolia no bebe alcohol. Lo aborrece.
-Yo tampoco bebo. Yo no he sido. ¡Tienes que creerme! ¿Qué es lo que estás buscando? No, no estás enfadada porque no haya venido a comer. Estás buscando un motivo para largarte, ¿no es eso?
-No cambies de conversación, Mijaíl Denísovich.
-No, es la misma. Es la misma razón por la que te quisiste marchar a Teruel a toda costa. La misma por la que empleas tu tiempo libre en unas historias legales absurdas. Llevo una semana enterrando gallinas y tú ahora me vienes con que no tengo derecho a defenderme.
-Da igual, Mijaíl, déjalo ya.
-¡No! ¡No puedo dejarlo! ¡He enterrado demasiadas gallinas hoy para dejarlo!
Tatiana ha cambiado su expresión. Ya no es de disgusto sino de alarma. Mijaíl se da cuenta, y trata de serenarse.
-Vamos.
-No, hoy no hace falta que me lleves.
-¿Por qué?
-Me van a llevar.
-¿Quién?
Tatiana abre mucho los ojos. Mijaíl piensa que vacila un poco al hablar, pero Mijaíl ya está encendido aun antes de que su mujer le conteste.
-Bernardo ha venido a dar de comer al perro y me bajaré con él.
Mijaíl Denísovich vuelve a sentir la misma levedad que por la mañana, como si su cuerpo fuera de corcho.
-Está bien –dice Mijaíl-. Si no me necesitas para nada, me voy.
-¿Dónde vas, Mijaíl? Kolia y mi padre van a venir pronto.
-Me voy a Puçol, a llevar cinco mil huevos –dice Mijaíl, y sale a toda prisa de la cocina sin que Tatiana pueda remansar la discusión. Cuando Tatiana sale a la puerta ya ha puesto en marcha la camioneta de Huevos Los Amantes, que lleva una gallina pintada en la puerta.
Mijaíl siente una profunda vergüenza por todo lo sucedido. Desde lo que pasó con el abrigo no levanta cabeza. ¿Cómo es posible que Tatiana sepa lo que ha estado pintando en las paredes de la nave? Se sentía seguro, protegido. ¡Fue un acto de redención! ¡Fue un sacrificio! Mijaíl ríe a carcajadas cuando encuentra de nuevo la palabra sacrificio. Los gritos al parabrisas y las carcajadas se suceden con el desorden del dolor.
Cae la tarde, del campo quedan solo los contornos. Mijaíl ve a lo lejos los potentes faros de un coche. El coche va muy lento. Es posible que sea el coche que va a recoger a Tatiana. Es posible que sea Bernardo, piensa Mijaíl. No lo ha visto nunca y todos los españoles le resultan parecidos. Se lo ha imaginado como uno de estos viejos que llevan la piel muy bronceada, pero también como un joven con aspecto de gitano.
Mijaíl aminora la marcha cuando se acerca. El jeep se detiene y un hombre con un chaquetón sale y enfoca las ruedas con una linterna. Da pasos adelante y atrás como si mirándola mucho comprendiese mejor la naturaleza del pinchazo. Desde lejos se ve que no ha cambiado una rueda en su vida, así que, cuando se hace al ánimo, abre la puerta del maletero y saca lo que es posible que sea un gato, una barra de hierro con aspecto de ballesta.
El hombre levanta la cabeza, lo deslumbran los faros de la camioneta de Huevos Los amantes. Mijaíl se acerca. El hombre habla muy deprisa en español, hasta que se percata de que Mijaíl no lo entiende. Mijaíl lo mira y sonríe. Entonces el hombre dice varias veces la palabra perro y señala el campo. Mijaíl ya conoce esa palabra, pero hace como que no entiende. El hombre, entonces, dice “guau, guau”, y vuelve a señalar el campo. Mijaíl contesta en su lengua.
-Vamos a ver qué tal es ese gato –dice, y lo coge de las manos del hombre, que lo mira como si se le hubiese aparecido un marciano.
Mijaíl Denísovich engancha el gato y en un abrir y cerrar de ojos cambia la rueda del jeep. Cuando se pone en pie lleva en la mano el gato, y sonríe. El hombre del chaquetón oscuro está nervioso, pero puede que esté nervioso porque cualquiera lo estaría. Casi cualquier español en una noche oscura de octubre que se encontrase con un hombre como él tendría miedo. El hombre se deshace en gestos de agradecimiento. Le tiende la mano sin importarle que Mijaíl las lleve llenas de pintura y de grasa. Sonríe mucho. Cualquiera diría que está temblando.
-¡Bernardo! –se oye una voz a sus espaldas. Es el viejo Rodión, que viene andando por la carretera con su alcayata y su plumífero negro. El viejo llega hasta ellos, muy contento, y coge a cada uno del brazo con una mano, como saludándolos al mismo tiempo.
-Mira, Mijaíl. Este es el hombre que me está buscando la pensión –dice el viejo.
El hombre sonríe y dice cosas pero ni Mijaíl ni el viejo lo entienden. El viejo sólo sabe decir Bernardo. Mijaíl devuelve a su dueño el gato. Anochece, ya casi no se ven las caras.
-Bueno, Rodión, yo me voy.
-¿Adónde vas a estas horas, hombre? –le pregunta el viejo.
Mijaíl Denísovich contesta en castellano.
Esta mañana se ha dado una buena paliza. Quería dejar los huevos recogidos antes de las tres para comer con su familia. Hoy es el día libre de Tatiana, así que, aunque sea con un poco de antelación, han decidido celebrar juntos el cumpleaños de Kolia. El resto de la semana es casi imposible que coincidan para comer.
Mijaíl deja los cadáveres en el comedero y vuelve sobre sus pasos con el carretillo. A lo lejos ve que junto a la furgoneta de reparto está también el Cayenne del jefe. Distingue también un bulto negro y una mancha blanca. Cuando se acerca se da cuenta de que el jefe ha empezado a pintar de blanco la nave.
-Ah, ya estás aquí –dice el jefe, y deja la brocha en un cubo de pintura blanca. Ha pintado una franja de un metro de alta y medio metro de ancha. Lo ha hecho con mucho cuidado pero aun así se ha puesto las manos perdidas de pintura. Mientras brama y restriega la mano con el cemento de los bloques, con la otra saca un papel del bolsillo del tabardo.
-5000 huevos, Puçol.
-¿Mañana?
-No, no, uy, mañana. Hoy, hoy, mañico, hoy, que los necesitan para una tortilla gigante…¡Tor-ti-lla-gi-gan-te! Cuando hagas la faena…
El jefe se acompaña de gestos pero hay ciertas palabras que Mijaíl entiende casi sin querer.
-Ya faena. Ya todo.
-¿A ver?
El jefe se mete a inspeccionar las jaulas. Mijaíl empieza a cargar los huevos a la camioneta. Usan la misma para las gallinas que para los huevos, así que antes tiene que desmontar unas cuantas jaulas para que quepan los envases. Ya ha dejado en el suelo las primeras cuando sale el jefe.
-¡Chico, qué recogidico lo tienes todo! Espera, espera. Eso luego. Eso déjalo. Ven, ven.
Mijaíl lo acompaña hasta donde están los cubos de pintura.
-¡An-tes-pin-ta-es-to! –grita, y le da la brocha ya mojada y señala con el dedo en el aire un rectángulo que se corresponde a las cuatro paredes de la nave.
-¿Hoy?
-Uy, joder, hoy, hoy. Si esto lo acabas en un voleo, templao –dice, y se encamina al Cayenne. Cuando ya ha abierto la puerta y tiene una pierna metida en el coche, le grita:
-¡Cin-co-mil! ¡Pu-çol!
El coche del jefe desaparece y Mijaíl observa cómo gotea la brocha encima de los hierbajos. Luego escribe, en trazos grandes, el número 5000. Está solo Mijaíl. En la gran batalla de Kursk se construyeron 5000 kilómetros de trincheras. La gloria de aquella victoria sirvió para bautizar un submarino que se hundió sin que nadie pudiera hacer nada para rescatarlo. Mijaíl dibuja otro 5000, más pequeño, a su lado. Cinco mil son los kilómetros que hay entre Moscú e Irkutsk, el camino que recorrió Mijaíl para reunirse con Tatiana. La vida se puede condensar en cualquier número, pero ese cinco gallináceo y esos tres ceros obsesivos y regodeantes le producen una extraña sensación de placer. Cada vez que encuentra un nuevo cinco mil corre a escribirlo en las paredes de la nave. Cinco mil cintas rojas ataron en los abedules para las fiestas de la primavera. Cinco mil rublos le ha costado volver a darse de alta como autónomo.
Lo que empezó siendo una broma se convierte casi en una necesidad neurótica como las de quienes no pueden tocar una pared sin tocar también la opuesta. Conforme la fachada se va llenando de cincos y de ceros Mijaíl entra en un estado de nerviosismo que necesita vaciar con brochazos como bofetadas en ese cinco mil que lo persigue. Es necesario conjurar el número cinco mil, se dice Mijaíl, pintarlo cinco mil veces para que deje de perseguirlo. Al mismo tiempo que lo excita lo relaja, como las máquinas tragaperras.
Pero pronto se siente desfallecer. El tufo de los gases que desprende la buitrera o los que despiden las gallinas moribundas han podido afectar a Mijaíl. Incluso el tufo que desprende la pintura, quién sabe. El caso es que pronto necesita terminar de pintar con números la pared entera, pero eso no significa sino que no se quedará tranquilo hasta que no pinte las otras tres. Ojalá siempre que se ha sentido tan mal hubiera tenido una pared tan grande para pintar. Pronto su actitud es la de esos dementes que se dedican con extrema seriedad y pulcritud a una tarea sin sentido. Dentro de la lógica de la pintura, el viaje de forrar la nave con numerajos es un acto casi místico. Mijaíl tiene una manera muy artística de descargar su agresividad. Lástima que no se entere nadie.
Termina hecho polvo. La bruma de ira se disipa y queda la evidencia de haber perdido otro trabajo, a menos que lo pinte otra vez todo de blanco. La lucidez lo golpea con la misma saña con que hace unos minutos lo golpeaba la demencia. ¿Es este el regalo que vas a hacerle a tu hijo?, se dice. Hace frío. Mijaíl vuelve a meterse en el gallinero. Desde que está él la nave no es tan deprimente. Incluso hay una fila de gallinas afortunadas que salen por turnos a corretear un poco por el pasillo. Mijaíl saca todos los días la gallinaza y ha empezado a instalar unas chapas entre las jaulas para que no se ensucien.
Hay personas que necesitan una redención, un sacrificio. Hay seres que nacieron con un tumor de culpabilidad en el cerebro que no se les irá en la vida. Y casi todos buscan liberarse de la culpa de un modo que no les permita pensar ni sufrir. Ha habido días buenos en este trabajo sucio, precisamente aquellos en que la cadencia del trabajo, el latir del día era suficiente para no pensar. Otros días no hay paseo de gallinas ni limpieza de chapas. Otros días merodea por el tumor un moscón que tarde o temprano pica y entonces los fantasmas se revuelven en sus tumbas y la punción en las vísceras de los celos lo deja para el arrastre.
Hoy, por ejemplo, Tatiana tiene día libre pero, mira por donde, tenía que ir a Teruel. Hoy era el día de estar con su marido, aunque tampoco puede reprocharle que prefiera divertirse a tirar gallinas muertas a la basura. Hoy tenía que bajar a Teruel con el viejo Rodión por el dichoso asunto de la nacionalidad. Una declaración jurada. Qué mentira. Qué asombrosa mentira. Fingen que no quieren ser rusos, desheredados como él en el purgatorio de los huevos. Mijaíl está harto de la nacionalidad y de ese tipo, ese tal Bernardo, Bernardo por aquí, Bernardo por allá. Que si me he encontrado a Bernardo cazando, que si Bernardo me ha invitado a comer langostinos, que si mira qué trabajo te ha buscado Bernardo. No está mal. Para un perito agrónomo titulado en Irkutsk que soñaba con refundar el arte nihilista no está nada mal, desde luego.
Es la gota de combustible que necesita Mijaíl para decidir que se vuelve a su casa. Va a dejar así la nave. No bajará a Puçol. Se va a comer con su familia y ya decidirá después.
-¡Mu bonito! –oye decir mientras trata de quitarse la pintura de las manos en un grifo. Mijaíl no sabe lo que habrá dicho el jefe pero cuando se vuelve ve que está congestionado. El jefe chilla sin parar, se acerca hasta él, lo apunta con el dedo. Es un hombre fuerte pero ya bastante mayor. Un escalofrío recorre el cuerpo de Mijaíl cuando tiene la certeza de que ese hombre no es tan fuerte como él. El jefe está tan excitado que el mismo furor dormiría sus brazos y su capacidad de cálculo. A Mijaíl le resulta casi insoportable la extrema facilidad con que podría reducirlo y clavarle un hacha en la cabeza, la naturalidad con que los acontecimientos y las previsiones se delinean en el aire.
No sabe lo que dice, pero le sorprende que haya gente con tanta seguridad en sí misma. El jefe sigue chillando y moviendo los brazos y señala los cubos de pintura y el reloj, y le enseña a Mijaíl dos dedos como dos horas de grandes. Ese hombre no sabe que si no pinta inmediatamente la nave y se va a Puçol con cinco mil huevos tiene algo más importante que perder que un trabajo. O quizá sí lo sepa. Quizá los energúmenos calculan el sentido común de sus víctimas, la necesidad, la cobardía.
Ese hombre, sin embargo, grita mucho pero tiene miedo. Cuando habla camina hacia detrás sin querer y se le amontonan las palabras y abre mucho los ojos cuando grita. Igual es que le ha gustado mi obra, piensa Mijaíl. Así es que, sin decir nada, se encamina a donde dejó los cubos de pintura y empieza a pintar en brochazos uniformes la primera pared. Siente una satisfacción morbosa, un aplomo cínico que lo protege. Los metros cuadrados de cal van a blanquear la culpa de no comer con su familia.
Aún es de día cuando Mijaíl Denísovich aparca la camioneta delante de la puerta de su casa. Desde fuera se ve la bombilla de la cocina. Tatiana está terminando de recoger la cocina. Encima del fregadero hay una fuente con setas en escabeche, un plato con pastel de centeno y una jarrita de hidromiel. Es todo lo que queda de la fiesta.
-Tengo que irme ya. He de darle la cena a la vieja –dice Tatiana, más seria que de costumbre.
-He tenido que bajar unas gallinas a Valencia –dice Mijaíl.
-Ya –dice Tatiana, que sigue recogiendo los cacharros.
-Es verdad, Tatiana Illínichna. Ese hombre no sabe de horarios.
-Le habías pedido la tarde libre.
-¡Pero cómo voy a pedirle la tarde libre, si no sé! Confiaba en que se iría a las dos, como todos los días. Pero…
-Vas lleno de pintura.
-Bueno, es que también se ha empeñado en que le ayudase a pintar un corral y…
Tatiana se quita el delantal. Lleva el traje chaqueta que se pone para los acontecimientos. Tatiana Illínichna mira al suelo de baldosas de barro mientras Mijaíl Denísovich le explica que está molido de pintar y que le duele el brazo. Tatiana ha empezado a mirar por la ventana. Al final se vuelve y lo mira con los labios muy apretados.
-¿Ya te has acabado la botella?
-¿La botella? ¿Qué botella?
-La botella de vodka.
-Tatiana, pero…, ¿pero qué dices?
-Me juraste que no abrirías la botella. El día que entramos en esta casa metí esa botella en el frigorífico y tú me juraste que no la abrirías. Esta mañana estaba, pero esta tarde, después de comer, me he ido a dar un paseo con mi padre y cuando he vuelto había desaparecido.
-Hoy he hecho muchas tonterías, Tatiana, pero esa no. Debes fiarte de mí. Mírame. Estoy sereno, completamente sereno. ¿Tengo aspecto de haberme bebido una botella de vodka?
-¿Sólo una?
-Tatiana. ¡Hace una semana que no te veo!
-¿Sólo te has manchado hoy las manos de pintura? ¿No has tenido que pintar más cosas? ¿No te has dedicado a pintar mensajes nihilistas por ahí como hacías en Irkutsk?
-Tatiana. Sólo puedo darte mi palabra de que yo no cogido esa botella. ¿Por qué no puede haber sido Kolia?
-Kolia no bebe alcohol. Lo aborrece.
-Yo tampoco bebo. Yo no he sido. ¡Tienes que creerme! ¿Qué es lo que estás buscando? No, no estás enfadada porque no haya venido a comer. Estás buscando un motivo para largarte, ¿no es eso?
-No cambies de conversación, Mijaíl Denísovich.
-No, es la misma. Es la misma razón por la que te quisiste marchar a Teruel a toda costa. La misma por la que empleas tu tiempo libre en unas historias legales absurdas. Llevo una semana enterrando gallinas y tú ahora me vienes con que no tengo derecho a defenderme.
-Da igual, Mijaíl, déjalo ya.
-¡No! ¡No puedo dejarlo! ¡He enterrado demasiadas gallinas hoy para dejarlo!
Tatiana ha cambiado su expresión. Ya no es de disgusto sino de alarma. Mijaíl se da cuenta, y trata de serenarse.
-Vamos.
-No, hoy no hace falta que me lleves.
-¿Por qué?
-Me van a llevar.
-¿Quién?
Tatiana abre mucho los ojos. Mijaíl piensa que vacila un poco al hablar, pero Mijaíl ya está encendido aun antes de que su mujer le conteste.
-Bernardo ha venido a dar de comer al perro y me bajaré con él.
Mijaíl Denísovich vuelve a sentir la misma levedad que por la mañana, como si su cuerpo fuera de corcho.
-Está bien –dice Mijaíl-. Si no me necesitas para nada, me voy.
-¿Dónde vas, Mijaíl? Kolia y mi padre van a venir pronto.
-Me voy a Puçol, a llevar cinco mil huevos –dice Mijaíl, y sale a toda prisa de la cocina sin que Tatiana pueda remansar la discusión. Cuando Tatiana sale a la puerta ya ha puesto en marcha la camioneta de Huevos Los Amantes, que lleva una gallina pintada en la puerta.
Mijaíl siente una profunda vergüenza por todo lo sucedido. Desde lo que pasó con el abrigo no levanta cabeza. ¿Cómo es posible que Tatiana sepa lo que ha estado pintando en las paredes de la nave? Se sentía seguro, protegido. ¡Fue un acto de redención! ¡Fue un sacrificio! Mijaíl ríe a carcajadas cuando encuentra de nuevo la palabra sacrificio. Los gritos al parabrisas y las carcajadas se suceden con el desorden del dolor.
Cae la tarde, del campo quedan solo los contornos. Mijaíl ve a lo lejos los potentes faros de un coche. El coche va muy lento. Es posible que sea el coche que va a recoger a Tatiana. Es posible que sea Bernardo, piensa Mijaíl. No lo ha visto nunca y todos los españoles le resultan parecidos. Se lo ha imaginado como uno de estos viejos que llevan la piel muy bronceada, pero también como un joven con aspecto de gitano.
Mijaíl aminora la marcha cuando se acerca. El jeep se detiene y un hombre con un chaquetón sale y enfoca las ruedas con una linterna. Da pasos adelante y atrás como si mirándola mucho comprendiese mejor la naturaleza del pinchazo. Desde lejos se ve que no ha cambiado una rueda en su vida, así que, cuando se hace al ánimo, abre la puerta del maletero y saca lo que es posible que sea un gato, una barra de hierro con aspecto de ballesta.
El hombre levanta la cabeza, lo deslumbran los faros de la camioneta de Huevos Los amantes. Mijaíl se acerca. El hombre habla muy deprisa en español, hasta que se percata de que Mijaíl no lo entiende. Mijaíl lo mira y sonríe. Entonces el hombre dice varias veces la palabra perro y señala el campo. Mijaíl ya conoce esa palabra, pero hace como que no entiende. El hombre, entonces, dice “guau, guau”, y vuelve a señalar el campo. Mijaíl contesta en su lengua.
-Vamos a ver qué tal es ese gato –dice, y lo coge de las manos del hombre, que lo mira como si se le hubiese aparecido un marciano.
Mijaíl Denísovich engancha el gato y en un abrir y cerrar de ojos cambia la rueda del jeep. Cuando se pone en pie lleva en la mano el gato, y sonríe. El hombre del chaquetón oscuro está nervioso, pero puede que esté nervioso porque cualquiera lo estaría. Casi cualquier español en una noche oscura de octubre que se encontrase con un hombre como él tendría miedo. El hombre se deshace en gestos de agradecimiento. Le tiende la mano sin importarle que Mijaíl las lleve llenas de pintura y de grasa. Sonríe mucho. Cualquiera diría que está temblando.
-¡Bernardo! –se oye una voz a sus espaldas. Es el viejo Rodión, que viene andando por la carretera con su alcayata y su plumífero negro. El viejo llega hasta ellos, muy contento, y coge a cada uno del brazo con una mano, como saludándolos al mismo tiempo.
-Mira, Mijaíl. Este es el hombre que me está buscando la pensión –dice el viejo.
El hombre sonríe y dice cosas pero ni Mijaíl ni el viejo lo entienden. El viejo sólo sabe decir Bernardo. Mijaíl devuelve a su dueño el gato. Anochece, ya casi no se ven las caras.
-Bueno, Rodión, yo me voy.
-¿Adónde vas a estas horas, hombre? –le pregunta el viejo.
Mijaíl Denísovich contesta en castellano.
-¡Cin-co-mil! ¡Pu-zol! –dice, mientras sube a la camioneta.
Somos dos ex-alumnos tuyos, A.V.G. y H.B.R. Grato es ver que gente de su talento decide abrir un blog. Porque hoy en día le dan un blog al primer meapilas que se presenta aquí con ganas de llenar internet y la era de la "comunicación" de sandeces y demás mierdas humeantes y recientes.
ResponderEliminarHenos aquí(que no heno de caballo), sino de que nos encontramos aquí, en este preciso instante, somos parte algo. Aunque "algo" no sea más que una convención en un mundo de convenciones.
Adios Mortadelo y esposa-
Malas noches y buena suerte.