Sangran las parras. Son las últimas horas de estar las hojas sujetas al sarmiento, antes de que mañana, dicen, venga un temporal de viento y nieve, y aun así alguna resistirá unos días más. Pero las hojas rojas de las parras (me refiero a las de uva, porque la parra virgen que sube por la fachada sigue con su verde amarronado sin que los cambios bruscos precipiten la aparición del rojo ni mucho menos la deshojen) son de aquellas que o bien plantamos no hace muchos años o bien nacieron desmedradas, y a pesar de que sus sarmientos nunca se desarrollan, siguen estando vivas, echan hojas algo más pequeñas y de un verde más claro, y en vez de tomarse con manchas de bronce y acartonarse en un ocre oscuro que va aclarándose hasta que se cae, pasan al rojo igual que las quinquefolias que fueron las primeras en desnudarse.
Ese rojo dramático es la variedad más descarnada de los tonos tierra, sin nada de azul, que ha perdido el verde por completo y desde el principio, y así evoluciona al color burdeos (color sangre cuajada) sin pasar por el ocre, que siempre necesita un resto de verdor. Será por la fragilidad de las hojas, esa misma anemia que hace que los sarmientos parezcan patas de saltamontes.
Intuyo que la fascinación del azul hace que los colores sean más lujosos. A medida que le añado azul al rojo cadmio, entro en el color violáceo de las venas y el tono es más purpúreo, solemne y misterioso, pero no más profundo. En el jardín hay pocos azules, apenas algunas cortezas, las varas cianóticas de los arces, los reflejos de violeta en los cerezos, el gris de las cortezas de los chopos viejos. Aparte de eso, se concentra en las flores, en las rosas, en las glicinias, en los crisantemos, flores de sangre azul y esencia decorativa, pero también en los cardos y las lavandas. Y en muchos otros sitios, en todos ellos para teñir las flores. En invierno regresa el azul con el hielo y las ramas desnudas, pero hasta entonces qué hermosos son estos últimos rojos ensangrentados, antes de que el vino fermente y le salgan los taninos azulencos.
Suntuosidad y vigor, prestigio y sazón son adjetivos que se oponen como el cielo y la tierra. El trabajo es rojo y productivo, el poder es soberbio y azul.
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