21.11.19

Plátano


Los arboles que más tiempo aguantan el color verde de las hojas son los frutales de pepita, manzanos, perales y membrillos, al margen del sauce, que quizá resista porque está muy resguardado. En los demás, la calma ha dejado un tapiz de troncos delgados con un penacho glabro, ocre y sin brillo. Y el suelo lleno de hojas. También el gran plátano ha perdido buena parte de sus pergaminos. Ayer estuve amontonándolos a la espera de que los queme, un poco más adelante, cuando se pasen del todo estos días de viento y lluvia. Los más afortunados son los mastines, cuyos escondrijos tienen ahora una manta de hojas, campos de pluma para sus batallas de amor.
Las hojas de los álamos que arrancó verdes el hielo no han durado tersas ni dos días. Ya están lacias y amarronadas, y las idas y venidas de los perros las están empezando a quebrar. Si no las barro pronto, recogeré polvo de hoja, que mezclado con tierra y un poco de estiércol de caballo, bien pensado, hará un buen mantillo. En realidad las únicas hojas no reciclables son las del platanero, que más que hojas echa escombros. Hubo dos más en tiempos, que se habrían hecho igual de grandes pero estorbaban los cimientos de la casa. Enfrente planté otros tres, pensando más en el retiro de Tucídides en Tracia, que escribía debajo de un plátano en Skapte Hyle, que en su extraordinaria feracidad. No prosperó ninguno de los tres (tampoco escribí sobre ninguna guerra), y casi me alegro, porque si uno solo cubre todo de hojas grandes y abolladas que no sirven más que para pisarlas dándoles patadas, con cuatro plataneros esto habría sido la guerra del Peloponeso con toda su sintaxis subordinante.
El que quedó, que también es el primero que plantó mi padre, casi es tan alto como los del Paseo del Prado, aquellos gigantes dieciochescos a los que se encadenó Tita Cervera porque un alcalde sin escrúpulos se los quería cargar. Sus largos brazos protegen el lado este de la casa. A veces, cuando estoy en el estudio, oigo caer los frutos sobre el tejado, esferas erizadas que golpean la teja y ruedan con sordo redoble hasta que se esfuman. Hace un par de años lo limpiamos de ramas secundarias, y ahora se eleva como una mano gigante cuyos dedos sostuvieran en lo alto una esfera de cristal.

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