Cuaderno de invierno, 46
El anticiclón convoca al fuego. En estas mañanas limpias y sin nubes, la vega se llena de fogatas cuyo humo denso asciende en columnas verticales que se acaban disipando sin viento que las empuje. Las hogueras se multiplican a medida que avanza febrero y se acerca la fecha límite para la quema de rastrojos, que empezó en octubre, y son aún más frecuentes los fines de semana, cuando se mezclan los fogones con el humo de rastrojera, flojo como el brío de los viejos, según dice Virgilio.
Yo había rastrillado el huerto y amontoné los tallos secos de los pimientos y de los tomates, las madejas quebradizas de las judías, las pieles de culebra que dejaron los pepinos, los tallos pálidos de los calabacines y los todavía verdes de las plantas de tabaco, que ponemos para espantar los bichos. Las dejé unos días para que se acabase todo de secar y por encima echaba hojas y yerbas que arranco antes de cavar el huerto. Hoy les hemos pegado fuego. Ardían como la yesca, la primera flamarada envolvió el montón entero. Los tallos secos crepitaban con las llamas y soltaban un humo amarillento, en cuestión de segundos los reducían a cenizas azuladas, sin perder su volumen, como si les costara más caer derrumbadas que abrasarse. Las llamas fascinan y atemorizan, a la primera chispa el incendio se hace incontrolable. A Galán no le gustan un pelo estos rituales y enseguida se mete en el invernadero, aunque luego, cuando quemamos hojas y restos de poda en un bidón de chapa, se tumba junto a nosotros, como si supiera que allí no hay riesgo de que se extienda. Pero en el bidón apenas asoma la llama, tan solo una espesa columna de humo, de la humedad que queda en las hojas, hasta que el fuego las seca y solo se ve por encima un temblor transparente. El montón del huerto lo contemplamos con la manguera en la mano, por más que hayamos mojado bien el suelo alrededor de la fogata y sepamos que en cuestión de segundos quedará reducido a unas briznas que vienen bien para mezclarlas con la tierra. Fugaz y poderoso, instantáneo y devastador, el fuego nos encandila mientras borra las señales de decrepitud. Desaparece la broza y no queda un recuerdo sino un principio. Aún aguanta unos minutos un hilo de humo, no más grueso que el de un cigarrillo.
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