Cuaderno de invierno, 47
Pronto habrá que coger la tijera y descargar de ramas el paisaje. Me gusta la maraña de las ramas viejas y las nuevas, las que verdean de musgo y las que palidecen porque puede que estén secas. Se juntan las vivas y las muertas, sobre todo en la mañana gris, bajo el cielo plomizo, con veladuras de niebla que asciende del río y jirones de humo de alguna chimenea. Durarán hasta finales de febrero, incluso más, las quemas de rastrojos y la espesa humareda que cubre el valle, e irá desapareciendo el tupido ramaje, tan denso como cuando está lleno de hojas, y al mismo tiempo tan descarnado, porque la hojarasca del suelo ya se va pudriendo y quedan al aire las ramas que habría que cortar. Es ahora cuando más desnudo está el invierno, más patentes sus vedijas, más elocuente su exceso, sobre todo en los frutales que no podamos el año pasado y ya se han estirado hasta más arriba de lo que da la escalera para recoger sus frutos. Vienen días de salvaje domesticación, de poda sin contemplaciones. Se terminó el mirar el frío al abrigo del hogar. Toca sacar el fuego, pelearse contra lo que no estorbaba. Pero la misma naturaleza de los frutales hace que si se dejan varios años no se desparramen como las nogueras viejas sino que se enreden en un ovillo de ramúnculos que, como los arces, acaban asfixiándose los unos a los otros, sobre todo si ya se han podado alguna vez. Es lo que nos pasó con un chupón de cerezo nacido del tronco que cortamos de uno viejo. Está entre dos cerezos grandes, de más de quince metros cada uno, y queríamos dejarlo que se hiciera como ellos pero un año lo podamos y las ramas crecen todas paralelas, no se abre por sí mismo, no deja que el aire lo atraviese, así que mejor lo reducimos a un cerezo de cultivo en el que no haya que instalar dos pisos de andamios para llegar a las ramas más altas, un arbolito entre gigantes, una planta doméstica entre ancianos libres.
Pierdo la mirada en esta celosía de grises, esta empalizada sin hojas en la que también me oculto de los paseantes de la vega. Mantenerla sana implica descubrirse, abrirse al valle. Pero pienso que persistir en la maraña quizá no sea tan perjudicial para los árboles, ni para una cierta sensación de austeridad.
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