Cuaderno de verano, 27
La primera vez que intenté trenzar una ristra de ajos me salió un churro: aparte de que no tenía el empaque y la uniformidad de las que aparecen en los museos etnográficos, cada vez que iba a arrancar después una cabeza, como bolas de un abalorio al que se le hubiera roto el hilo, se caían dos o tres al suelo. Había razones varias, pero una de ellas es que no solemos arrancar la flor del ajo desde la misma cabeza, no sea que la vayamos a estropear, y por eso al secarse queda una caña dura que se parte si se dobla. Los que enseñan cómo trenzarlos lo hacen con las hojas todavía verdes y sin nada del tallo de la flor. Nosotros los dejamos unos días sin regar hasta que se secan por completo y sólo quedan hojas grisáceas, mustias y retorcidas. Cuando salen las flores, a principios de verano, que parecen anturios blancos o flamencos de fino cuello, antes de que granen las cortamos a cuatro dedos de la cabeza enterrada, lo bastante para que no crezcan (y vaya en detrimento del grosor de los dientes), pero también para que luego, limpios los ajos de tierra y de la primera capa como de papel muy fino y quebradizo, podamos atarlos en manojos de cinco con una beta y colgarlos del varal que hemos instalado en la parte más fresca y oscura de la bodega, entre dos estanterías, junto a libros que ya no hace falta que tengamos muy a mano. Los primeros manojos quedan delante de las Obras Completas de Camilo José Cela, que tampoco es mal lugar, y de una colección de vetustos vídeos VHS que no hemos tirado por apego a la juventud. Allí yacen todos los capítulos de Doctor en Alaska, que ponían los viernes por la noche y nosotros veíamos al día siguiente, tirados en el sofá. Durante el invierno la bodega huele a papel viejo y a jabón de casa, pero con los ajos empiezan los aromas cosecheros, que de aquí a tres meses serán los propios de un lagar. De momento, y eso que sólo hemos limpiado unos pocos, nada más abrir la puerta nos viene el olor fresco y picante de los ajos recién cogidos. Mientras los ataba he visto el Primer viaje andaluz, que es un libro precioso, y me lo he subido al estudio, a modo de ambientador.
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