Cuaderno de verano, 24

Por la noche resonaban muy a lo lejos los zambombazos de música industrial con los que atruenan las calles durante las fiestas, pero no soplaba el viento de levante, que sube por el valle, y el jaleo solo molestaba a los mastines porque tienen muy fino el oído, y se metieron ellos solos en el invernadero, como cuando escuchan disparos de los cazadores que esperan escondidos entre los trigales a los corzos o a los jabalíes. Esta vez, como los furtivos debían de estar todos en el baile, a los perros no les molestaba el tubo de escape sin silenciador de algún cebollo, aunque ya de amanecida se oyó el motor de un coche que iba dando un rodeo por si la policía se hubiera puesto en la carretera. También se inquietan, claro, cuando asoma tras los álamos el resplandor de los fuegos artificiales, o cuando suenan los cohetes que anuncian la salida de los toros. De amanecida, mientras damos un paseo por el río, no vemos jóvenes cansados que regresan de la juerga, sino a los pocos andarines de siempre, la mayoría viejos, y algún corredor al que se conoce que no le van las bacanales. Luego, durante toda la mañana, sólo se oyen los pájaros. El personal se ha ido a dormir, los vecinos tienen unas pocas horas de descanso hasta que vuelva la matraca insoportable, el río de aguas fecales por la calle principal, y eso que estos días llueve y ha bajado la temperatura y el sol no fermenta los charcos de vino malo. No debería hablar así, uno también ha sido mozo verbenero, y en días como estos era inconcebible retirarse al monte. Había que disparar con escopetas de tiempo comprimido, ponerse bajo el chorro de la fiesta con la boca abierta y los ojos cerrados. Sólo al día siguiente, exhausto y magullado, pensaba uno en las delicias de la vida campestre. Pero ha salido ya una dalia muy hermosa y esta tarde hay que poner las cañas para las judías, sacar los ajos y tenderlos al sol. Si los martillazos estridentes de los altavoces lo permiten, los perros no nos perderán ojo mientras suenan las charangas y las carcajadas, los silbidos que aturden al toro, los olés prolongados y populacheros y los gritos desgarrados de la cornada grave, pero esta vez no será para mantenernos vigilados sino para que nosotros los protejamos a ellos.
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