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16.7.19

Un trágico suspiro


Oscuro significa en esta novela desconocido, irrelevante, lo que en español, hablando, por ejemplo, de artistas, llamamos gris. Jude está oscurecido por sus ambición de conseguir un título universitario en la brillante ciudad de Christminster, la Oxford de Thomas Hardy, y eludir con ello su destino de pobre, de oscuro. Jude trabaja, cuando le dejan, de picapedrero: restaura frisos de iglesias o, sobre todo, cincela lápidas de cementerio. Dentro de su oscuridad, Jude es un artista autodidacta, que se empeña en aprender latín guiado por la estrella oxoniense inalcanzable, y cuyos pares son más los escultores medievales que los trabajadores de las canteras. Pero es oscuro, y en esa oscuridad lleva escrita —esculpida— su tragedia.
La novela es una tragedia al estilo de Dostoievski, es decir, una sucesión de escenas dominadas por un diálogo sin límites en el que todos los personajes hurgan en sus sentimientos y actitudes en largas, densas y a veces solemnes intervenciones, ya se trate de la matahombres del arroyo, Arabella, o la que da un sentido más místico y retorcido al mito del perro del hortelano, Sue, por no hablar del maestro venido a menos, el pobre Phillotson. También Los hermanos Karamázov es una obra de teatro de muchas horas nacida de una semilla trágica. Y por mucho que Hardy cite a los trágicos griegos y sus personajes digan «Ay, ay», la idea de una trama que se retuerce por obra de la indecisión de los personajes y de la presión de los entornos no es, como dicen los manuales, «una superación del realismo», sino más bien la adaptación dostoievskiana de novelas como L'Assomoir de Zola, con la que esta novela guarda más de una coincidencia.
La trama que envuelve y asfixia a los cuatro actores principales de esta obra es un «artificial sistema de cosas bajo el que los normales impulsos del sexo se convierten en cepos domésticos y lazos que atrapan y sujetan a quienes aspiran a progresar». Jude, el erudito frustrado, se casa con la pelandusca y libérrima Arabella, quien lo abandona para marcharse a Australia y allí liarse con otro pringado. Sin embargo (la semilla trágica) marcha embarazada de Jude, y será madre de un niño viejo, el personaje más inverosímil de la obra, que acaba trayendo la ruina de su padre. Es el pecado original de Jude, el cataclismo que provoca una atracción física. Bien es verdad que Arabella tiene también el alma trágicamente corrompida por el desamor, y en consecuencia es una tiparraca condenada a una miseria económica y espiritual. Pero Jude, el soñador, se encandila con su prima Sue, que ni hace ni deja, y quien primero se casa con otro fracasado, Phillotson, por pura cobardía convencional, sin amor y sin deseo, y luego vuelve a Jude envuelta en dudas para convertirse en el prototipo de mujer desesperante. Es decir, todos se equivocan y todos rectifican (y vuelven a rectificar, cómo no, en el caso de Sue), pero su equivocación primera es trágica y anega cualquier forma de redención: todo sale mal porque empezó mal. 
No hay, en esta novela, y quizá sea, aparte del papel del niño, lo que menos me gusta, ninguna posibilidad de que los personajes mejoren. La impresionante lección de literatura que uno aprende con el marido de Ana Karenina, Alexéi, cómo son capaces Tolstoi y él de rehabilitar su verdadera dignidad; o cómo María, la hermana del príncipe Andrei en Guerra y paz deja de ser una dama insoportable y rancia y se convierte, junto a Natacha, en un ser cercano y querido, no son fundamentos dramáticos de Jude el oscuro. Nada de eso hay aquí. Cuando Hardy publica esta novela, no hace ni siquiera veinte años de la publicación de Ana Karenina, y a partir de entonces el escritor debe saber que se enfrenta al hecho probado de que el pesimismo, desde el punto de vista dramático, es bastante plano. Si algo queda de los dramas incurables de Dostoievski es una piedad hacia sus personajes que los rehabilita como personas. En eso consistía, en realidad, la superación del naturalismo; algo que, en honor a la verdad, sí hizo Galdós.
Jude el oscuro es de 1895. Shopenhauer ya era la excusa perfecta para eliminar esa piedad. Empieza la literatura despiadada. Para Hardy, Jude no deja de ser un pobre fracasado; Arabella, una perdularia; Sue, una ñoña, y Phillotson, un gilipollas. Sí, es posible que el entorno, el cotilleo, la malevolencia de la gente, la provincia medieval, todo eso sea lo que determine sus tragedias. Pero Jude siempre pudo ser un poco más firme y otro poco más listo; Sue pudo superar alguno de sus dengues; Arabella podía, en algún momento, no ser tan bruta, y a Phillotson, si el temple y el buen sentido sirven para algo, no se le deja que no tropiece dos veces en la misma piedra. El pesimismo es la conciencia de que allí nadie va a cambiar y el ambiente va a ir enrareciéndose hasta que se termine de corromper y huela mal. No hay esperanza en los siempre interesantes diálogos, esa facultad que antes tenían las novelas de que los personajes no tuviesen que hablar siempre con frases cortas e informativas. Aquí se habla, se discursea, más bien, incluso se echa un sermón que habría sido más hermoso si hubiera servido de algo. 
Pero las escenas se suceden sin sutura, Hardy agarra las vidas y las zarandea, las hace hablar y pensar, las hace sufrir. La prosa es adictiva porque no se va nunca por las ramas; tan solo, como Dostoievski, por las raíces. Esa tristeza sin vuelta de hoja que producen las novelas de Zola permanece aquí sin más superación que la capacidad de reflexión. En términos de afecto hacia sus personajes, Hardy no ha superado nada. La tesis es de piedra, y en ella, penosamente, Jude cincela un destino irreversible. Jude el oscuro, la tragedia del hombre corriente, enfrentado al muro de sus deseos y a la muralla de un entorno mezquino, es una de las novelas más tristes que he leído en mi vida. Que Hardy es un gran escritor lo prueba el hecho de que se la bebe uno en un suspiro.

Thomas Hardy, Jude el oscuro, trad. Francisco Torres Oliver, Alba, 2018 (=1996), 550 p.

6.3.13

Ensayo de literatura campestre, 6



A Los habitantes del bosque, la novela de Thomas Hardy que Impedimenta publicó el mes pasado en una preciosa edición, cabría ponerle la etiqueta de naturalismo teatral, dicho sea en el sentido en que lo emplearíamos al hablar de Dostoievski. Ya en una de las primeras escenas el honrado Winterborne, escondido casualmente entre las sombras, escucha la conversación entre su amada Grace y el padre de ella, el maderero Melbury, para enterarse, y que nos enteremos nosotros, de que el padre se opone al noviazgo entre los dos jóvenes por una cuestión de diferencia social. La muchacha, Grace, ha ido a colegio de pago y no puede casarse con un agricultor cualquiera, cuya casa, además, depende de que se muera un viejo inquilino para que pasen a manos de su rancia y legítima propietaria, la señora del lugar.
               Es decir, no solo abre la novela con un noviazgo frustrado, en la tradición de siempre de la novela griega, sino que, amparado en un propósito naturalista, usa el teatro, la escena, para no contar los acontecimientos, y así dejar toda omnisciencia para los pensamientos y los sentimientos. Jane Austen, setenta años antes, seguía los mismos principios, pero en Thomas Hardy no hay esa emotividad, esa implicación entre irónica y afectuosa de la narradora. Hardy es un narrador que constata lo indefectible, que hace avanzar la acción con rapidez dramática, pero que nunca se apresura. En ese no apresurarse, en ese pararse a describir los campos de manzanas o las campanas del arnés de los caballos, en describir la estructura de las casas y las tonalidades de la estación, es allí donde reside lo que aquí llamamos literatura campestre, porque el conflicto de clases, de muchas clases, no es específicamente rural. Y sin embargo son sus árboles y sus aperos, sus detenimientos, los que bañan la novela de literatura: el árbol que amenaza con matar a un pobre enfermo, el mismo que lo plantó, y a quien un médico decide cortar su sufrimiento por lo sano, o sea talarlo; o la prensa de sidra en la que Winterborne exprime sus sentimientos y se anega del aroma que su amada está obligada a despreciar. En los cuentos infantiles, los árboles hablan, y en las novelas serias también.
               Puesto que la novela es de estructura teatral, es novela de personajes, y como la mueve la escrupulosidad desapegada del naturalismo, cada personaje es un representante genuino de cierto tipo de ciudadano. Así que pronto nos vemos asistiendo a una partida de ajedrez en la que los peones, esos que no importa sacrificar, son la pobre Marty, su padre enfermo, otra amiga aldeana a la que se beneficia el médico del pueblo y su pobre y ultrajado novio. Los caballos son los caballos. Los alfiles, ágiles y vulnerables, son el héroe Winterborne, a solas con su criado. El burgués rural, Melbury, terrateniente con pujos, y su hija, que se ha movido siempre en línea recta, son las torres, las que aspiran a ser damas y siempre echan de menos a los alfiles, por los que sienten el mismo cariño que por los caballos, pero no más. La reina poderosa y, a fin de cuentas, prescindible es en este caso el médico, que se carga peones y peonas sin asomo de piedad, que se alía con alfiles a los que desprecia y que aspira a un rey aparentemente sin margen de acción pero a fin de cuentas el que corta el bacalao, que en esta novela es la Señora, una dama rígida y enamoradiza. Todos temen u odian o desprecian o se compadecen de todos, aislados como caballos en un establo, sin posible relación satisfactoria, y en esas circunstancias el verdadero interés de la novela radica en saber si alguno de ellos será capaz de saltar la valla que lo separa de los otros personajes, si el orden social mantendrá todo en su sitio, a través de carambolas sucesivas que dejarán las bolas en su sitio, o bien si esa impermeabilidad de castas solo puede conducir a la tragedia, de modo que su negación sea la única manera de salvarse.
               Pero la novela se resuelve en una sobria catarata de acontecimientos, pausadamente narrados, sin prisa y sin pausa, en la que importa más el constante giro argumental y el juego de las expectativas defraudadas que los acontecimientos puramente narrativos. Toda la segunda parte es un tratado de fina carpintería narrativa en la que los elementos simbólicos (el cabello de la humilde serrana Marty South, el cepo destinado al furtivo cazador de mujeres, el bebedizo que protege de la muerte, etc.) resuelven las acciones a base de ironía trágica. Todo se conmueve, todo está a punto de romperse, pero, ay, la fatalidad, más bien la casualidad, hace que todo acabe con la lógica funesta del principio, como si, en realidad, nada raro hubiese sucedido. Y así las escapadas del doctor, que se casa por interés y se pierde con la Señora también por interés, han contribuido a una gran historia de amor, la de Grace y Winterborne, que se esfuma por casualidad: él muere por la tontería de las formalidades, y ella no muere porque tiene prisa. Hacia el final, todo consiste en ver quién y cómo muere, y cómo se van atando, uno a uno, todos los cabos que al principio habían quedado un poco sueltos: qué ocurrirá con Suke, la moza fermosa que también pasa por la consulta del doctor salaz, o con quién acabará Marty, el mejor personaje, para mi gusto, de toda la novela, con un papel inicial prometedor y finalmente muy secundario, por más que al final se erija en el único símbolo de pureza moral de la novela.
               Quiero decir que la novela se argumenta en exceso. Apenas paseamos por el bosque, y eso que las descripciones son sutiles (el ruido de las primeras gotas que caen en las copas de los árboles, antes de que se mojen los troncos, por ejemplo) pero definitivamente al servicio del drama. Porque esto es un drama, una obra de teatro narrada, un guión de película antes de que hubiera películas.
               Y eso es, en fin, lo que nos ha entretenido pero también, un poco, lo que nos ha decepcionado. Salvo Marty, los personajes, en la mejor tradición flaubertiana, son imbéciles: el honrado Winterborne muere por caballerosidad; su amada le jura un amor hasta la muerte que le dura quince días, y sufre tontamente por un pichabrava de marido que se ha echado; la pobre Suke se entrega con docilidad al médico, igual que la señora Charmond, una dama de opereta (y que, lejanamente, me recuerda a la mujer aristócrata del protagonista de Me casé con un comunista, escrita cien años después), que muere a manos de un norteamericano idiota que la mata igual que, cien años después también, matarían a John Lennon. El viejo Melbury, guardián de las esencias, obsesionado con que su hija medre, es un tonto del bote que siempre lleva los razonamientos a la más pazguata y servil moralina. Y Grace, la heroína, capaz de liberarse de las cadenas de la moral estricta y preservar su dignidad, vuelve mansamente a la estela de un pobre hombre, escarmentado y medroso, el doctor Fitzpiers. Sí, solo Marty mantiene el encanto inmaculado. Solo ella es de veras honrada, pero tampoco boba.
               Así que, a partir de un determinado punto, el clímax de la muerte de Winterborne, todo acaba sonando a un rataplán de coincidencias que ya no saben a bosque sino a su estructura dramática. Aquí la presencia del autor, como suele suceder (y como también hará muchas veces Roth) fuerza los acontecimientos para que tengan grandeza dramática, pero pierden, más que verosimilitud, naturalidad, que es lo primero que pediríamos a la novela. Sí, sí, las descripciones son muy hermosas, el campo y el paso del tiempo es omnipresente, la peripecia cambia con las estaciones, y el estado de ánimo de los personajes y la profundidad del bosque. Todo eso está conseguido. Y ese es el problema, que está conseguido. Este tipo de novelas corren el riesgo de sacrificar la verdad en aras de la perfección. El protagonismo de los personajes está medido, no hay asimetrías ni digresiones, todo cuadra con el ritmo adecuado, y esa perfección, finalmente, nos da un aire de frialdad, desde luego deliberado –eso es lo malo-, pero a fin de cuentas un pelín decepcionante.
               Claro que la sociedad inglesa rural de finales del XIX era así, y que estas tonterías gazmoñas podían ocurrir y provocar los dramas que aquí provocan, y es verdad, entonces y ahora, que no hay amor más allá de la conveniencia, por mucho que nos den ataques de romanticismo, y que la estructura social se ayuda de las contingencias para reafirmar su presencia inamovible. Es decir, después de disparos, adulterios y cazas bárbaras, al final cada oveja con su pareja, y, de los verdaderos héroes, el uno muerto y la otra pobre y solitaria. Los demás, los que tienen dinero para olvidar, seguirán su vida más allá de las sombras del bosque.
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