Dice
Baroja en el prólogo a Las horas
solitarias que necesita ir alternando “lo novelesco inactual” (es decir, y
por aquella época, las Memorias de un hombre de acción) con “la actualidad” (es
decir, las novelas que aquí llamamos de
ciudad), y que este libro, “como los de juventud, en que el autor habla
demasiado de sí mismo”, pertenece a la parte actual
de su trabajo. Pero las novelas actuales iban
a ser cada vez menos frecuentes, y en su lugar iría apareciendo lo que, en
términos demasiado generales, podríamos llamar ensayo. En realidad, se trata de
la apoteosis del buen tuntún: ahora una pieza sobre librerías de viejo, luego
un viaje a Córdoba y Málaga (“Como no tengo gran cosa que hacer…”), luego unas
divagaciones filosóficas superficiales, más tarde un paisaje de Vera, después
un episodio novelesco, etc. Aquí remete Baroja artículos eruditos sobre los
agotes, reseñas de lectura pesada (Bergson, Menéndez Pelayo), escenas de
saloncito donostiarra y casi cualquier tema que se le ocurre, siempre con esa
sensación, algo impostada en ocasiones, de que en todo se mete como un modo de
matar el tiempo. Si va a San Sebastián a escribirnos una de vestíbulos de
hotel, es porque se cansa de estar en el pueblo, y si se vuelve al pueblo es
porque incluso aquellos que lo agasajan (en Bilbao, en Málaga) consiguen que
Baroja los despache con un punto de impertinencia que hasta entonces uno no había
notado en casi ninguna de sus novelas, salvo, curiosamente, en la que saldría
dos años después, La sensualidad
pervertida (la sensualité, como
dice una cortesana de San Sebastián). También allí hay digresiones reflexivas
al margen de la trama, más que como parte de ella, y también allí está ese tono
impertinente que en las novelas uno no detecta.
¿Qué
quiero decir con impertinente? A mí
me divierte mucho el Baroja que se indigna con los curas y los caciques, el
pesimista que piensa que España tiene lo que se merece, pero ya no tanto el
Baroja que juega al escritor epatante con los amigos que le obsequian en
Bilbao. Me gusta mucho el escritor que trata de inscribir la conducta humana en
un plano de circunstancias biológicas, el que tira de ironía para glosar las
paradojas del transformismo, como se
llamaba entonces al darwinismo; pero no me gusta el vulgar opinador que trata
de argumentar que Francia no ha dado ningún ingenio verdaderamente original.
Esos maximalismos, más que propios de la época, son los propios del escritor de
circunstancias. A Umbral lo perdían, y digo Umbral porque allá por 1917, fecha
de Las horas solitarias, se estaba
cociendo en España el mito del escritor sin tema, del novelista sin novela, del
que escribe por escribir y, cuando hace falta cerciorarse de algo, se limita a
aquello de “no me voy a levantar ahora a mirarlo”. Ciro Bayo, amigo de Baroja
(con él fue en el viaje que dio luego cuerpo a La dama errante), hacía tiempo que se dedicaba a estas cosas. La
literatura de viajes llevaba años en su mejor momento. La ruta de don Quijote, de Azorín, es de 1905; Por tierras de Portugal y España, de Unamuno, de 1911; Madrid, escenas y costumbres, de Solana,
había empezado a publicarse en 1913. Etcétera, etcétera. Baroja no había tenido
mucha necesidad hasta entonces de escribir libros de viajes porque sus novelas
ya lo eran, y espléndidos.
Lo que
tiene de más novedoso Las horas
solitarias es que su autor renuncia a otra estructura, tema o como se
quiera que no sea el ir a lo que salga. Uno tiene sensación de tiempo por las
estaciones que van pasando, pero eso no basta para mezclar ensayos de
etnografía, reportajes cómico-periodísticos, reseñas de libros indigestos, y
esas, siempre, maravillosas páginas de Itzea, sus descripciones campestres,
insuperables, la nostalgia blanda, brumosa en la que vive cuando viaja al útero
vasconavarro. Con libros como este, que en rigor habría que llamar miscelánea, cajón de sastre, llegaremos
a Pla o a Cunqueiro. De Pla decía Umbral que él iba escribiendo cosas y el
editor hacía los libros. Este libro es un poco así. Se nota que tiene voluntad
de heterogéneo, pero también que todos los asuntos que toca, separados pero considerados
como un todo, quizá sean el mejor retrato de su autor, un hombre que sentía la
necesidad de alternar los folletines y los mamotretos de filosofía, Madrid y
Vera de Bidasoa, la inevitable arrogancia del triunfador y la sencilla
conversación con su sobrino, Julio Caro, que por entonces no tenía que tener
más que tres añicos, y que en el tono me ha recordado a la conversación de Cela
con el niño de los hectómetros en el Viaje
a la Alcarria.
Sí,
claro, hay una unidad, y si no se la buscamos enseguida. Además, el libro tiene
tres episodios, dos unitarios y el otro desperdigado, especialmente brillantes.
Su relato del viaje a Fraga para conseguir un acta de diputado, contado en
presente, es magnífico. El propio Baroja se presta a ser el protagonista un
tanto desganado del chanchullo. La cosa, entre idas y venidas, no termina de
cuajar, pero en el camino Baroja cuenta con gracia y mala leche las entrañas
corrompidas del sistema electoral español, tampoco muy distintas de las que
ahora soportamos, dicho sea de paso.
El
segundo, el de sus dos viajes a San Sebastián, todos llenos de conversaciones
de hotel, aristócratas en apuros y cocottes
de temporada, es un estupendo estudio preparatorio del tono y el ambiente que
utilizaría para La sensualidad pervertida,
si bien en la novela rebajaría, para bien, el tono sarcástico que aquí no
siempre tiene gracia.
En ambos
casos triunfa el novelista, el narrador, porque el ensayista suele perderse en
ideas generales y abusa del verbo ser. Esto es esto, aquello es lo otro, la
vida es así, la muerte es asá…, ese vicio de la frase que a los escritores
españoles les acaba de impedir que reflexionen con un mínimo de seriedad, sin
estar tan confiados en que la buena prosa lo soluciona todo.
Pero lo
mejor, con mucha diferencia, de este libro son los capítulos que le dedica a
Itzea, a la vida corriente, a los paseos por el huerto y por la carretera, a
las flores que se abren y los cielos que se cierran, a la lluvia y al río. En
ellos, de la mano de su formidable dominio de la descripción, brotan sus
mejores momentos. Y es esa brillantez, para mi gusto, la que hace que el libro
no me haya terminado de gustar, aunque sí de entretener, y mucho: quizá esperábamos
un libro entero dedicado a eso, a ver cómo brotan los crisantemos.
Baroja
lo habría considerado excesivo. Lo suyo era cambiar, saltar deprisa por los temas
y los personajes como salta uno por las piedras cuando cruza un río. En Juventud, egolatría, ensayo general de
sus memorias, hay una unidad íntima, un aire familiar que nos atrapa, sobre
todo porque a través de ese libro vamos explicándonos los referentes
biográficos de sus mejores novelas. Incluso ensayó una breve galería de tipos
de la época. Pero Las horas solitarias ya
es Itzea, ya debería haber sido Itzea toda ella, y quien haya leído el
impresionante Los Baroja, de Julio
Caro, uno de los libros más hermosos y mejor escritos que uno ha leído en su
vida, sabrá por qué lo echo de menos.
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