No había
leído La familia de Errotacho, primera entrega de la trilogía La selva oscura, pero
estoy por pensar que tampoco la han leído los críticos, porque de lo contrario
alguno, supongo, habría llamado la atención sobre lo mismo que me la ha llamado
a mí: que, en parte, parece escrita por Cela. Ya sé que Cela sale con cierta frecuencia
en estas lecturas barojianas, pero es que ni El asesinato del perdedor, ni Cristo
versus Arizona, ni, en general, las novelas que escribió después de San Camilo 36, ni mucho menos el rimero
de volúmenes que van de Los viejos amigos
a El camaleón soltero se habrían
escrito, afirmo, sin leer esta novela. No se parecen en todo, desde luego: la
novela de Baroja tiene sentido, es una historia que se puede seguir, no es mera
palabrería.
Pero,
aunque no fuese por esta menudencia de historiografía literaria, sorprende que
por ahí no se haya celebrado el impresionante castellano de esta novela, ese
juego, de raíz poética, que consiste en prescindir de las cohesiones anafóricas
y darle a la prosa un aire sincopado, plagado de versos hermosos, pero que al
mismo tiempo corre como el agua clara. Se podría escribir sin dificultad con
este libro uno como ese que escribió Carver con fragmentos de Chéjov, Último sendero a la cascada, en el que
se limitó a poner las frases una debajo de otra, en vez de una al lado de otra,
y el resultado era de una fuerza poética fuera de lo común.
La familia de Errotacho es una crónica
de los acontecimientos –verídicos– que tuvieron lugar en 1924 en Vera de
Bidasoa, en la frontera vascofrancesa. Un grupo de revolucionarios anarquistas,
entre los que andaba Durruti, decidió acabar con la dictadura de Primo de
Rivera y derrocar al rey Alfonso XIII, y planearon dos entradas simultáneas por
los dos extremos de la frontera, pero lo hicieron tan mal que nada más entrar
en España les esperaban los carabineros, que habían interceptado y descifrado
las consignas pero no se molestaron en avisar al puesto de guardia de Vera. En
una noche “negra como la tinta”, en la que “no se veían las manos”, los
revolucionarios fueron cazados como conejos. El saldo lo resume así Baroja:
Entre los cuarenta o cincuenta que tomaron parte en la expedición
de Vera hubo muchos cuyo final fue trágico. Dos muertos a tiros en el momento
de la lucha, dos agarrotados en Pamplona, dos guillotinados en Burdeos, uno
suicidado, uno despedazado por un tren, otro ahogado en una zanja, otro muerto
en Barcelona a tiros con la policía y uno deportado y perdido en Cayena.
Los heridos que fueron presos resultaron
en principio absueltos por un tribunal de Pamplona, en razón a que no se sabía
si los causantes de las muertes de los carabineros habían sido ellos, porque
era de noche y no se veía, pero un tribunal superior, con la aquiescencia
personal del monarca, se saltó el rigor procesal y los condenó a muerte. Alfonso
XIII siempre tenía mucha prisa por matar sediciosos. Con Galán y García
Hernández no respetó ni los días de guardar.
Todo
esto, con preciso desorden y a velocidad creciente, nos lo narra Baroja
tirando, sobre todo, de dos hilos. El primero es el del doctor Arizmendi, que indaga en los
hechos y trata al final de que aquellos tres exaltados se librasen del
patíbulo. También conoce a Manish, uno de los aventureros, que logró
huir escondido en el pajar de don Leandro Acha, y cuya hermana, Margot, lo lleva loco, en un interesante inicio a lo Luis Murguía (un Luis Murguía
casado y con hijos al que se le va el corazón por una muchacha) que acaba, nada
más empezar, en agua de borrajas. Margot reaparecerá al final en una redención del doctor Arizmendi muy interesante con la que Baroja no quiso seguir.
Por otra parte, don Leandro Acha,
erudito de aldea, cuenta (no escribe, él no quiere escribir, él solo cuenta) lo
que sabe de aquel suceso revolucionario, lo que le han contado los vecinos, lo
que ha dicho el periódico, las diferentes versiones sobre lo sucedido en la
noche negra, sobre quién organizó la expedición, quién avisó a los guardias,
quién dejó que la guarnición de Vera se quedara entre dos fuegos sin enterarse
de nada, etc., todo, digo, con un fascinante desorden de detalles diminutos,
cuajado de un lirismo frío, intenso, y un manejo del ritmo que ríete tú de los
modernistas de salón. El relato de la ejecución de los dos presos (el otro se
echa a correr y se arroja al vacío) es una obra maestra del arte de narrar, esa
marcha sostenida y cargada de tensión con la que Baroja remata a veces sus
novelas, escrita con una prosa deslumbrante, solo comparable a las mejores
páginas de Solana, si bien en este caso está, además, rota de indignación.
Baroja toma partido por los pobres vecinos engañados, no por el obispo
repulsivo, por los mandos cobardes o por esos dos verdugos que para sí los
hubiese querido Cela y que para sí los quiso Azcona. No me extrañaría nada que
la idea de la película de Berlanga hubiese surgido de ahí.
Dejo esta perla que así, aislada,
igual podría haberla firmado antes que Baroja Solana o después de Baroja Cela,
pero que, encajada en el relato de la ejecución, alcanza un nivel literario que
no todos podrían haber conseguido.
Los verdugos comenzaron su trabajo.
Dejaron sus cajones en el suelo. Sonaron éstos con ruido de chatarra; sacaron
de las cajas unas piezas de acero bruñidas, brillantes, y las colocaron
cuidadosamente en los postes.
Uno de los verdugos, el de Burgos,
parecía algo zurdo; los dos tenían manos fuertes, con muchas arrugas, llenas de
pelos; manos de gorila.
Después cada uno se sentó en el
banquillo, probó en su cuello la altura del corbatín, y, tras de un tanteo, lo
sujetó definitivamente. Luego el de Burgos engrasó los dos torniquetes y
comenzó a hacerlos funcionar:
–Van como la seda –dijo, y se echó a
reír.
–Siniestros personajes –exclamó el
juez, en voz alta.
Mayoral, el de Burgos, mostraba deseo
de hablar, y ensalzó las ventajas de su aparato. Producía la muerte por triple
procedimiento: asfixia, estrangulación y descabello. La más importante de sus
mejoras era una uña de sujeción del tornillo, mandada hacer por él.
También había pensado, sin duda
preocupado con la estética, que, al tiempo de la ejecución, penetrara una aguja
en la garganta, e impidiera el feo espectáculo de la salida de la lengua del
ajusticiado; pero todavía no había resuelto esta importante mejora.
Mayoral se estrenó con el
Sacamantecas, loco atacado de canibalismo, a quien él consideraba como un
monstruo. había trabajado también en Pamplona, en la época de las ejecuciones
fuera de la cárcel, en la Vuelta del Castillo.
Mayoral fue también el verdugo de los
del crimen del expreso de Andalucía en la cárcel Modelo de Madrid; pero en esta
ocasión no se lució: estuvo, según decían, muy torpe. Uno de los reos, el
Honorio Sánchez Molina, tardó muchos minutos en morir, y el otro, llamado Piqueras,
se le revolvió de tal manera en el banquillo, que casi estuvo a punto de
arrancarlo del suelo.
El verdugo de Burgos tenía sesenta y
tantos años y había ejecutado a cincuenta y una personas. había aprovechado la
vida. Casi le venía a salir a persona por año. Guardaba un cuadernito con
notas. A un lado habría puesto los ingresos y al otro las reflexiones.
“Con mi sistema –dijo– no se cogen
pellizcos de la piel y apenas sale una gota de sangre.”
La mala estrella de esta novela,
ensombrecida por las obras maestras de Baroja y por los prejuicios de sus
lectores, le viene de que, entre crónica y novela, elija mayormente lo primero.
Es sintomático que el elaborado primer capítulo sobre los habitantes del molino
(el errotacho) no se despliegue
proporcionadamente en una novela que en ese caso habría necesitado de
proporciones tolstoianas. Baroja coge y deja. De pronto se pone a sí mismo, en
boca de don Leandro Acha, a charlar sobre sediciones con el médico Arizmendi;
luego da un repaso a los revolucionarios en un alarde de lo que podríamos
llamar la poesía de los nombres, recurso del que Cela abusaría luego hasta el
absurdo; a continuación parece que vamos a asistir a ese principio de novela
psicológica entre un cuarentón y una ninfa baserritarra, y finalmente la
narración se abalanza en el magnífico relato final. Pero la cuestión no es si
Baroja empalma o no empalma narraciones, si deja tirados a los personajes o se
saca otros (Manish) de la manga. La cuestión es que el ritmo narrativo es
impecable, y que no deja de ser una forma de composición impresionista que
tampoco habría dificultades para casarla con los procedimientos vanguardistas.
Los críticos le reprochan que deje de lado sus labores narrativas y las use
solo como excusa de sus soflamas. Qué tontería. La labor narrativa es
impecable, la prosa no se puede mejorar. Querríamos también una estructura
dramática del personaje como en aquellas grandes novelas. Pero este Baroja ya
es otro: le interesan los hechos, la narración estricta de los hechos, en una
prosa que se mueve en el límite del significado y del significante, de la precisión
en el relato y la belleza restallante de la prosa. Cela se tiró muy pronto al
lado del impacto formal. Quizá tomando como modelo la libertad compositiva de
Baroja decidió no tomarse la molestia de narrar. Cela es un Baroja viejo que no
hubiera sido Baroja joven.
No ha sido mala idea saltar de
una novela de 1920 como era La
sensualidad pervertida a estas crónicas contemporáneas. Si hubiéramos seguido el orden cronológico, al
llegar aquí, después de veinte de las veintidós entregas de las Memorias de un hombre de acción, no
habríamos notado el cambio de una manera tan clara. En las Memorias la narración se desmigaja en relatos autónomos y utiliza
la historia como argamasa para la libertad compositiva. Pero la prosa de La familia de Errotacho es mucho más
tersa, más lírica incluso que la de las novelas ciudadanas, más cargada de amor a lo que escribe, con esa pose de
miniador de palabras que nos lo presenta viejo y con boina, puliendo sin
descanso las cuartillas. Yo me lo imagino soplando lentamente, con la boca casi
cerrada, cada vez que calzaba uno de sus párrafos perfectos, como si quisiera
secarles el esmalte. Seguro que era así, porque Cela, que lo copió todo,
también lo hacía.
Después de esta novela, quien
quisiera practicar el realismo objetivo, el lenguaje forense narrativo (no solo
Cela; también Ferlosio), ya sabía cómo. Como lo supo el joven Ramón Sender,
quien tres años después de publicada esta novela, en 1935, ganó el Nacional de
Literatura con Míster Witt en el cantón,
con un jurado del que formaba parte Pío Baroja.
Excelente comentario Antonio, hace unos meses difrute de la lectura de esta novela que encontre en la biblioteca de La Iglesuela.
ResponderEliminarNo conocía este libro, pero por lo que dices parece muy bueno. Me han entrado ganas de leerlo.
ResponderEliminarGracias por el descubrimiento.