César o nada ha quedado como ejemplo de
un poco probable maquiavelismo progresista. César Moncada, señorito de
posibles, se empeña en hacer carrera política por la senda sin escrúpulos de
los curas y de los caciques, para, una vez él mismo convertido en cacique,
imponer el progreso en Castro Duro, un pueblo de la Castilla levítica y reseca.
Así lo intenta, hasta que el amor lo deja sin fuerzas, al estilo de Lucrecio, y
esa placidez de la que hablaba el
infame Mayor Oreja está a punto de dejar en nada su plan. Resucita, a la manera
nietzscheana, al final, pero solo para darse cuenta de que este país no tiene
arreglo, y para pagar por ello las consecuencias, en un giro algo folletinesco,
hacia el final, que deja claro, por lo menos, que Moncada, como personaje, le
había gustado a Baroja, y que aún no quería olvidarse de él.
Baroja
no creía en los políticos ni en las apariencias de la buena voluntad. Por eso
César, si quiere conseguir algo, debe dejarse de escrúpulos, vivir instalado en
un cinismo lúcido, derrotar al enemigo desde dentro. Pero eso es algo que va
gestando la novela, hasta el punto de que casi habría que hablar de dos novelas
distintas, como si los propósitos de Baroja hubieran cambiado cuando vio que se
le agotaban las marquesas del hotel romano y hubiera decidido volver al tema
del desastre de país en que vivía.
Esa
larga primera parte, con César en Roma, jugando a ser canalla y elegante, en un
mundo de expatriados sin ocupación, aristócratas de segundo orden y damas y
caballeros viciosos y hastiados, es un modelo de cómo Baroja hilaba episodios
sin rumbo fijo, en andas de su habilidad para la mímesis. No le cuesta nada
seguir creando personajes, describirlos y hablar de un cuñado suyo que se
llamaba Casimiro y era un bodeguero riojano. Esto luego Cela lo llevaría a sus últimas consecuencias, y aquí no deja
de ser un agradable fresco impresionista, que por otra parte es el que más
conviene a la narración. Baroja siempre tuvo ese deje modernista: el mundo que
describe en Roma es turístico e insulso, lleno de datos y de callejuelas,
adúlteras caprichosas y marquesas insaciables, todas ñoñas. Lo único que vibra
en la narración es ese misterioso plan de César Moncada para tener éxito, y que
le sirve a Baroja para ofrecernos un divertido recorrido turístico por la curia
y sus barros bajos. Resulta que es sobrino de un cardenal, de quien intenta
valerse para medrar pero se empeña en hacerlo desde el más ostentoso cinismo.
César indaga en iglesias y tabernas con curas viciosos y corruptos, astutos y
retorcidos, esperpénticos todos, hasta que su tío el cardenal se lo consigue
pulir, no sin que antes el pariente libertino haya conseguido, cardenal
mediante, favorecer a un cacique de pueblo que será el hilo del que arranque la
segunda parte, la segunda novela. Esta se termina con más vaporosas historias
de la hermana de César, Laura, otra viajera desocupada, y Susana, otra estampa
de hotel, malcriada, seductora, pero una mujer bellísima con la que ningún
hombre querría vivir, empezando por su marido. No me queda más remedio que dirigirme
a Laura o la soledad sin remedio y a Susana y los cazadores de moscas cuando
termine con esta trilogía de Las
ciudades.
Cuando Baroja está en el
extranjero, sus personajes son personajes de hotel, y cuando vuelve a España,
personajes de pensión. Castro Duro es la gran pensión ruinosa española, la de
cuartos mal ventilados y casonas con olor a mugre. César, muy diletante,
despreciaba las ruinas del Foro, pero ahora, en aplicación de su plan, regresa
a las ruinas vivas de aquella España que es la España de siempre. Es
curioso: la primera vez que leí esta novela debió de ser en el 79 u 80. Yo
tenía entonces la idea de un César valiente y cosmopolita, y el entorno
histórico y político me parecía un poco de la parte de teoría del tema de la Generación
del 98. El cacique, el pucherazo, los curas y las dos Españas presentidas. No sé si fue por
mi edad o por la también tierna edad de aquella democracia, pero recuerdo que
aquel mundo me parecía lejano, superado. Hoy la lectura es otra: la derecha se
comporta igual que entonces, utiliza los mismos métodos, roba tanto o más,
divide la sociedad en castas, reduce la presunta democracia al chanchullo
permanente y a los tres poderes en un solo garito, se jacta de sus abusos e
incluso los emplea para aleccionar al sector más fanático y al más
impresionable de la población, es decir, y en términos electorales, a la
mayoría.
La novela se revoluciona en
Castro Duro. El plan empieza a estar claro. Lo que buscaba César con tanto
mariposeo era un acta de diputado, igual que cualquier otro saludador mañanero,
como los llama Virgilio. Y para eso, para triunfar en la tierra, se va a las
oficinas del cielo. Lo revolucionario es que quiera utilizar no solo esa acta
sino su despiadada pericia bursátil para demostrar que el progreso, la mutación
instantánea, no solo la lenta evolución, son perfectamente posibles. Él se
sigue amparando en su cinismo. En lugar de guardar las formas con el ministro
de Hacienda, lo estafa y luego se ríe en su cara, en una operación de altos
vuelos especulativos. Sí, es un sueño muy ingenuo, el del libertador
posibilista, cortesano de guante blanco, pero fiel al progreso y a los
desfavorecidos.
La novela vuelve a dar un giro,
anunciado en su momento, con la aparición de Amparito, sobrina del cacique al
que César destronó en Castro Duro. Ahora que acabo de leer El árbol de la
ciencia, me doy cuenta de que aquí también nos da una idea previa equivocada.
Aquí también Amparito es una chica muy salada y hasta feuchina, como le gustan a
Baroja, una Lulú con padre terrateniente, es decir, igual de graciosa pero
bastante mejor educada. En su segunda y definitiva aparición, sin embargo, ya
es, como María, mujer guapa y sentada, pero en este caso Baroja le carga un sambenito disolvente que la estropea como heroína: su sobo amatorio es el que ablanda la voluntad
del héroe y, si se descuida, lo convierte en el cacique de siempre. Tiene un
algo de malvada, de Circe secuestradora. A Baroja le cae fatal, y al lector
también. La misma forma de presentación puede dar ángeles como Lulú o castradoras
como Amparito, pero siempre es eficaz. Cuando César se rehabilita, también lo
hace de ese proceso de domesticación y carantoñas al que lo estaba sometiendo
su mujer, una señorita carca de las de toda la vida. Al final Baroja no la deja
ir ni a ver qué tal está el protagonista.
Da igual. La novela lleva siendo
desde mucho antes una novela política, no sentimental. Baroja se ata al más
crudo sarcasmo para retratar este país de amos y de esclavos. El héroe tiene su
tarea, y el apartado del sentimiento tiene las páginas tasadas. César Moncada
es un héroe con voluntad de ser arquetípico, que no es lo mismo que un tipo
sino un tipo humanizado. En sus invectivas hay un hombre que lucha consigo
mismo para ser el hombre que quiere ser. Hay algo de forzada en esa actitud que
al mismo tiempo es lo que le da vida. Es como si César Moncada no creyese en el
diletantismo cínico que practica, que todas sus victorias rastreras las llevase
mal a pesar de lo que quiere hacernos creer. Su misión tiene aspectos
desagradables, pero forma parte de su coherencia como personaje que no les haga nunca ascos, que presuma de fuerte.
Los buenos novelistas suelen ser
un poco vagos, no para escribir sino para buscar aquello de lo que quieren
escribir. Les cuesta menos inventárselo, y por eso son buenos. Dice Baroja que
en principio esta iba a ser una novela histórica. Arturo Ramoneda, en el
prólogo al tomo VIII de las Obras Completas, cita unas palabras de Baroja que
merece la pena reproducir:
La novela histórica no me salió.
Desde el principio renuncié a ella. Había que averiguar un conjunto de detalles
de vestuario, de muebles, de costumbres, cosa que exigía mucho tiempo, mucho
estudio, una larga estancia en Roma y que, por encima de todo, podía ser muy
aburrida. En vista de esta imposibilidad decidí hacer una novela moderna, y
salió César o nada.
La cita
nos ayuda, también, a explicarnos cómo la escribió. El tiempo que pasó en Roma,
en un hotel de mujeres encantadoras, lo dedicó, en vez de a desentrañar jergas
litúrgicas, a charlar con ellas. La información turística que iba almacenando
la espolvoreó por la primera parte. Lo que sabía de César Borgia, lo cortó y lo
pegó, a modo de emblema, cuando se iba acabando el paseo. En vez de
valerse de los estudios, se valió del mundo que los rodeaba, y prescindió de
ellos. El buen novelista siempre trabaja así. Lo que menos cuesta es dejarse
llevar, al buen tun tún, como decía él, y eso mismo que para los críticos es
una audacia estructural moderna, para el escritor es un ir aprovechando lo que
hay encima de la mesa, y hacerlo con la suficiente gracia narrativa como para
que nunca deje de ser una historia, que es la lección barojiana que no aprendió
Cela. Lo malo es que ahora queremos novelistas estudiosos que no bajen al salón
a hablar con las señoras, que lo encuentren todo en la wikipedia y trabajen
como mulos para suplir lo que la imaginación, por sí sola, no les da. Eso, más
que la crudeza del mensaje político, es lo que me sigue cautivando de esta
novela.
Dice usted: "Hoy la lectura es otra: la derecha se comporta igual que entonces, utiliza los mismos métodos, roba tanto o más, divide la sociedad en castas, reduce la presunta democracia al chanchullo permanente y a los tres poderes en un solo garito, se jacta de sus abusos..."
ResponderEliminar¿Se refiere ud. al GAL, Filesa, Roldán, Mariano Rubio, al Pollo de Pinar de Felipe González o a la memoria histórica de ZP (por lo de la división), o a los ERE,(midamos lo robado), o a que Sánchez esté sostenido por golpistas, terroristas y chavistas (por lo de la democracia), a los indultos, a Lola la fiscala (por lo de la justicia). No puedo creer que siendo tan lúcido para la literatura sea tan tuerto para la política.