8.12.13

La sensualidad pervertida, 2


Le pongo número a la entrada porque no es la primera vez que hablo aquí de esta novela. Es posible, además, que sea la novela que más veces he leído de Baroja. Teniendo en cuenta que Luis Murguía (y Baroja, que la escribió con 48 años) se aproximan ya a doblar el cabo de las tormentas, puede decirse que la he leído en casi cada edad de aquellas por las que pasa el narrador. Las primeras veces, el punto de llegada, escéptico y desengañado, conforme con la vida invernal, con esa independencia triste que se ha ganado, me parecía entonces el atributo definitivo del héroe. La vida le lleva luego a uno por otros caminos, pero ese fondo de renuncia, esa misantropía casi natural que se va forjando en Luis Murguía son más o menos los mismos que uno tiene ahora, a la misma edad con la que el protagonista termina su relato. Entonces eran los sueños de un muchacho apartadizo; ahora son las certezas de un hombre alejado.
               Es posible que esta sea la primera gran novela “de después de 1914”, fecha en la que el propio Baroja encuentra un cambio en su carrera. Antes, en palabras de Baroja que leo en el tomo de Mainer, todo giraba en torno a “violencia, arrogancia, nostalgia”, y después lo dominaban “historicismo, crítica, ironía y un cierto mariposeo sobre las ideas y sobre las cosas”. La sensualidad pervertida es de 1920. Desde que ocho años antes, en 1912, escribiera El mundo es ansí, Baroja no había vuelto al tipo de novela urbana, contemporánea, que había venido practicando regularmente desde principios de siglo, y con la que había conseguido sus piezas más duraderas. Desde entonces se había metido en esa lectura de largo verano que son las Memorias de un hombre de acción, veintidós novelas de pluma y espada que le llevarían a mediados de los años treinta, salpicadas por piezas de otro palo como El laberinto de las sirenas (1923), El gran torbellino del mundo (1926) y Las veleidades de la fortuna (1927), pero ya en otro orden barojiano, el orden del mariposeo.
               Vista así, la vida de Baroja da un cambio no tanto en 1914 como en 1912, cuando se compra Itzea, la casa de Vera de Bidasoa, “buena para fábrica o convento”, según la anunciaban los vendedores. Allí Baroja, en efecto, se recluyó para fabricar sus propios episodios nacionales, sus a partir de entonces frecuentes libros de ensayos, que son novelas de no ficción, y de vez en cuando, cuando estaba en Madrid, en invierno, en la mesa camilla, con el brasero, volvía a un tipo de novela que ya solo se podía escribir desde la nostalgia, no desde la rabia ni desde la idea. La arcadia vasca a la que desde Madrid le había dedicado lo más sentimental de su literatura se realizaba en un entorno a lo Montaigne. A partir de entonces Baroja escribió una única novela o ensayo en varias docenas de volúmenes. Se convirtió en personaje de sí mismo para siempre, y la potencia creadora iría sesteando hasta que la vida y la literatura fuesen una misma cosa y pudiera escribir sus memorias.
               De toda esa segunda etapa, La sensualidad pervertida es su última gran novela madrileña, por oposición a las novelas de Itzea. Es crítica e irónica, y por momentos tronchante, pero en ella el personaje, y la ficción, son cañamazo del ensayo. Los diferentes fracasos sentimentales de Luis Murguía sirven para poner ejemplos de una idea que recorre la novela entera: es muy cansado ir detrás de las mujeres y que no te acabe de cuadrar ninguna; es decir, es muy cansado compaginar las urgencias de la biología y los dictados del pensamiento crítico, la atracción irresistible y la misantropía (Baroja no es misógino, es misántropo, es decir, misógino y andrófobo).
La arquitectura novelística, en efecto, ya no tiene ese impulso dramático, esa compasión por el héroe. Ahora el héroe y el autor vienen a ser la misma cosa, y uno no se tiene compasión por sí mismo; si acaso, se contempla con ironía. El argumento es la vida misma, poco a poco, mujer a mujer, decepción a decepción, todo recamado de escenas sueltas y diálogos brillantes, en un tempo narrativo que va a toda pastilla, que pasa por las cosas pero no tiene demasiado interés en rebuscar en ellas. Ese no detenerse, escribir como el que recoge fichas, una tras otra, sin modulaciones dramáticas, ese irse dejando construir de la novela la separa de los otros dos personajes de la trilogía, César Moncada y Sacha Savarov, porque ellos eran, cómo decirlo, héroes exentos, y Luis Murguía es, sin tapujos, Baroja mismo. Iturrioz y Arcelu, que aquí se llaman Luis Murguía, son ahora los protagonistas. El Baroja que narraba en un segundo plano es ahora la novela entera. Si esta novela es novela es porque para contar sus andanzas eróticas existenciales tenía que hablar en sentido figurado, sobre todo cuando salen tantas.
En todo caso, entre la marabunta de mujeres que repelen a Luis Murguía, hay dos arquetipos de mujer barojiana que sobresalen un poco, la una porque aparece con más frecuencia y la otra porque es la última gran decepción. Se puede decir que Murguía ha ido desechando mujeres porque no le cuadraba ninguna o porque no quiere que le hagan daño, hasta que encuentra una, la de siempre, la rusa, la extranjera, la dulcinea, que sí le gusta, pero esta se le va en un giro teatral de última hora que tampoco es muy convincente, después del realismo impresionista y plagado de personajes con que nos ha ido contando su perversión sensual, y después de que por fin, y muy discretamente, en elipsis barojiana, nos haya dado entender, por fin, que echó un polvo con Bebé.
           El primer arquetipo es la Filo. Es de la misma pasta que Lulú, más resabiada por los palos que le ha dado la vida, pero igual de noble. Una mujer sencilla, valiente, trabajadora, con la que Murguía no se arregla porque, ay, resulta que la Filo escogió a Lozano cuando eran jóvenes, no a él, y encima Lozano le hizo un hijo, antes de dejarla tirada. Murguía está a gusto con ella, pero no puede soportar la idea, tan masculina, de que cuando él la quiso ella lo rechazase; de que, cuando él soñaba con ella, ella estuviera revolcándose con su amigo. Estas heridas estúpidas, hijas de un orgullo insano, a veces duran toda la vida. La Filo y Murguía siguen siendo amigos, y hasta cierto punto lamentan no haberse hecho compañía para siempre. Acostarse al final con Bebé viene a ser como reparar de un modo chapucero el no haberlo hecho con la Filo.
               El otro modelo es Ana, la rusa de París. En España, para Murguía, no hay más que mujeres retorcidas, primitivas, fanáticas o gordas. A las mujeres españolas las describe según divertidos métodos etnográficos: reparadas, belfonas, platirrinas. Tan solo la Anthoni, una criada vasca que es de la estirpe de Lulú (o de aquella Quenoveva de Zalacaín), y Charo, la mujerona que nos ha vuelto locos a todos los adolescentes, y que yo, cuando la leí por primera vez, recuerdo que me la imaginaba como Charo López, se salvan de la quema. Pero cuando Adela lo toma como padre de la pobre Adelita (que es como el Luisito de El árbol de la ciencia pero en niña) mientras el verdadero padre se lava las manos con su amante y sus negocios, Murguía se revuelve contra quien lo quiere porque lo utiliza.
Pide demasiado Murguía. Se asombra de que Joshe María Larrea (el tipo de Julio Aracil, un hombre de acción, sin escrúpulos ni complejos) pase por alto tantas cosas con tal de mojar. Murguía no. Murguía es un romántico hiperestésico que no soporta la mugre bohemia ni los defectos demasiado humanos. Solo cuando sale de España, en ese París de paseos junto al Sena y de hotelitos con damas internacionales, conoce a una mujer que le llega de verdad, Ana, exactamente igual que Sacha, y él se comporta con ella como Arcelu con Sacha Savarov, y termina igual de escaldado. Más, porque en esta ocasión ha sido la casualidad, la carta que no llegó, el malentendido, lo que desbarata cualquier ilusión y lleva a Murguía a su punto de partida.

               Ya huyo sistemáticamente de las mujeres; no quiero darme a mí mismo el espectáculo de un viejo rijoso y ridículo.
               Nada de grandes proyectos ni de grandes esperanzas; nada de lazos apretados. He llegado a lo que en mi juventud me parecía la más triste necesidad de la vida: la necesidad de la limitación. Me contento con tener un pequeño éxito de conversación en una reunión de señoras, con llevar a casa una chuchería antigua que me parezca bonita y comprar algunos libros.


               Baroja, digo, escribía esto con 48 años, en una de sus novelas más biográficas. No creo que en su vida hubiera tenido tantas mujeres a tiro, pero sí que se sentía así, que esas palabras son de Murguía y son de Baroja. Tampoco parece lamentar nada, porque a fin de cuentas no ha sido víctima de las mujeres sino de su propio carácter, e insiste en que se siente mejor que cuando era joven, menos presionado por las necesidades biológicas. Ya conoce sus límites. Esa ataraxia que va buscando en tantas otras novelas parece que se ha formado por sí sola, que la ha formado la edad, no la voluntad. La llaga protectora que le salió al árbol con la picadura del cínife ya está completamente formada. El hombre ya sabe lo que le mortifica, y que su sentido de la lucidez no admite excepciones. “No me gusta la gente”, dice en alguna ocasión. Y eso es todo, pero para pensarlo y decirlo con la suficiente seguridad se necesita casi medio siglo de dudas.

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