La familia de Errotacho, primer volumen
de La selva oscura, contenía dos
historias que en realidad eran una sola, porque las dos encajan en el episodio
del complot de Vera de Bidasoa: la primera, Gastón
el contrabandista, sin salir del aldea, era una historia que recordaba los
tiempos de Zalacaín; y en la segunda, La
aventura de Cashcarin, se contaba, con mano maestra, la ejecución de los
implicados en aquella sedición.
Esa
novela tendía los hilos en los que colgar las siguientes cinco historias que compondrían
El cabo de las tormentas, también
escrita en 1931: las conversaciones de Fermín Acha con el matrimonio aventurero
de Anita y Míchel, cuando no con el doctor Arizmendi o incluso con un marqués
cenizo y divertido, y, cómo no, la reaparición de Margot, el oscuro objeto de
deseo de Arizmendi, convertida en enfermera y asistenta de una marquesa vieja.
Las
crónicas son independientes pero la historia es la misma, es decir, las
excursiones, meriendas y cafés en las que Fermín Acha (Baroja) o alguno de sus
contertulios (un general que se encuentran en un restaurante yendo a
Guadarrama, o el revenido marqués) cuentan ante la sombra femenina de Anita y de
Margot, que otra vez vienen a formar un dúo como aquel de María y Natalia en La ciudad de la niebla, es decir, una
mujer sonriente y civilizada y adaptada a su tiempo como es Anita, y la cashera o la modistilla vivaz, racial,
la Lulú, la Anthoni. En este caso es como si la Anthoni hubiera salido del
caserío para estudiar enfermería en Madrid y pensara seriamente en convertirse
en médico. Si la novela entera habla de procesos revolucionarios, el de Margot
es el mayor de todos.
La
primera de estas cinco historias, Bautista,
el sublevado, parte también de uno de los personajes de Errotacho, pero se
centra, sin dejar apenas margen al relato, en la crónica de la sublevación en
Jaca de Galán y García Hernández, según el método de Leandro Acha que nos gustó
tanto en el primer volumen: la técnica de la reconstrucción de los
acontecimientos a través de unos diálogos que muchas veces suenan a
interrogatorio, como en las novelas de detectives. Es verdad que Baroja afila
aquí la pluma contra curas y borbones y ni se preocupa por ahondar en los
ideales sediciosos ni tampoco en darle a la ficción las riendas del relato.
Baroja (Fermín Acha) no se disfraza:
El revolucionario no puede asustarse de matar en la lucha, y
el que conserva el orden, tampoco; pero matar en el patio de una cárcel es una
cosa cobarde y repugnante. Uno de los motivos de antipatía que tengo por
nuestro momificado Borbón es que ha dicho que el suplicio del garrote es un
suplicio benigno, porque no hace sangre. ¡Qué miserable hipocresía! ¡Qué
espíritu de sacristán demuestra esto! Como si al que ejecutan le importara
mucho que corriera o que no corriera su sangre. Se ve que nuestro Borbón,
además de hipócrita, es tonto.
Con
respecto al héroe del relato, Bautista, una vez prestados sus servicios como
testigo de los acontecimientos, Baroja lo manda, literalmente, a la
Conchinchina, un recurso que emplea varias veces en estas historias y que tiene
de malo que también lo emplea con Margot.
La
segunda historia, El contagio, procede
de forma parecida. Cuenta la historia de Juanito Vélez, “un muchacho
inteligente”, que, forzado por las circunstancias, acepta presentarse a unas
oposiciones a policía y, llevado por su peculiar sentido común, acaba como
agente doble, de la policía y de los revolucionarios de Barcelona. Su historia
se sumerge en el descarnado relato del pistolerismo barcelonés y de la
sanguinaria represión de monstruos como Martínez Anido, que es lo que a Baroja
le interesa contar. En cuanto uno se mete en esta narración veloz, llena de
tiros y de salvajadas y con una actriz famosa y un agente doble algo atontado,
es imposible no acordarse de La verdad
sobre el caso Savolta, que trata de lo mismo. Uno se sonríe cuando recuerda
la de veces que ha leído que la técnica de Mendoza para contar el episodio
consiste en la aportación algo desordenada de diferentes materiales y una
narración lineal para terminar. Tema, método y, casi siempre, punto de vista es
el mismo en las dos novelas, pero en la de Baroja es más crónica que novela,
más argumento que relato. Mendoza tenía aquí un hilo del que estirar, aunque
tampoco sería el único.
A veces da la sensación de que
Baroja desguazase una idea general de novela en la que, por ejemplo, habría
cabido sin problemas esta historia y la siguiente, La protección del Negre, para mi gusto la mejor de todas, quizá
porque se centra más en el personaje. Pero el sistema es igual: en una
excursión a Guadarrama de Fermín y Leandro Acha con el doctor Arizmendi, se cuenta
la historia de un cura que, a su vez, cuenta la historia del Negre, aunque
antes cuenta también un relato breve que es una de esas muchas joyas que uno se
encuentra leyendo a Baroja: el empleado que fue condenado a muerte porque una
redada lo cogió en el pueblo al que había ido a ver a su amante. Uno de los
revolucionarios pidió que lo librasen, porque no no tenía nada que ver en el asunto, pero el
pobre hombre, pensando en la que le armaría su mujer y en la que a su amante le
armaría su marido, pidió ser ejecutado. “El juez, inmediatamente, puso en
libertad a este hombre”.
El Negre es un pistolero
revolucionario que recoge del orfanato al hijo de su compañero de lucha Oriol, y
lo lleva de escondrijo en escondrijo hasta que ya ve cerca su propio final, lo
manda a un colegio y le encomienda su cuidado al mismo cura al que le contó
esta historia. Como retrato del anarquista cansado, el relato es magnífico, y
yo creo que, bien mezclado con la historia anterior, habría dado mucho de sí. La selva oscura, es decir, todas las
novelas cortas juntas, me está resultando un libro extraordinario, y forma
parte de su interés la constante pregunta de por qué Baroja atomizaba las historias si los mismos materiales, dispuestos de otro modo, habrían dado
una única novela monumental. Así por lo menos da la sensación de que lo
entendió Mendoza.
La cuarta historia, Silencio, silencio, la más sencilla de
todas, inventa un jesuita detective para investigar el crimen de Baizama,
después de que unas señoronas aristócratas le presionasen para que se dejase de
hablar de él en la prensa y de que él visitara a los encartados, pobres
campesinos que sin embargo se negaban a defender su inocencia. El retrato
antropológico de unos y otros es marca de la casa, pero la historia, quizá por
su condición de crónica, se queda en nada, sin que se sepa qué demonios
sucedió, estrangulada por la necesidad de silencio de los amos y la anuencia
perruna de los esclavos.
Y en la última volvemos al
principio, a Margot y sus pretendientes.
Margot tiene que decidirse entre sus varios pretendientes. Uno es el hijo
enfermo de la marquesa para la que trabaja, un buen chico en quien, por
estrictas razones de eugenesia, Margot no ha puesto su mirada. Le tiene afecto
y sería compañera suya, como dos hermanos que vivieran tranquilamente en algún
hotel de París, como César y Laura en Roma, pero no como marido y mujer. El segundo,
el pretendiente formal, es un estudiante de medicina valenciano, entusiasta de
Blasco Ibáñez y de Sorolla, es decir, y para Baroja, un fatuo. Margot no lo
quiere, pero supone que es el mejor casorio que puede hacer. El tercero, el
imposible, es el cirujano para el que trabaja, un hombre desgraciado en su matrimonio,
entusiasta de la medicina, con el que Margot habría sido feliz si hubiera sido
posible divorciarse. En todo caso, es una quimera, y Margot, tan realista ella,
y al mismo tiempo tan instintiva y racial, tan ibseniana de pueblo, se termina casando con Martincho, un amigo de cuando eran niños y jugaban en la arcadia de Errotacho, con
el que se marcha a vivir a América.
Toda esta historia de Margot, tan
interesante, ocupa el cañamazo de la crónica de la proclamación de la
República, excepcionalmente contado, a pie de calle, viendo cómo arden los
conventos, cómo la gente lleva notas antimonárquicas en la cinta del sombrero,
cómo se asustan unos y se envalentonan otros, con una extraordinaria intensidad
que, mucho más exprimida y con un gusto más tétrico y más bárbaro, Cela
bordaría en San Camilo 36, aunque
aquí me ha recordado mucho más a La
defensa de Madrid, de Chaves Nogales. La descripción del tumulto, de las
escenas de masas, de la confusión y de los gritos contradictorios no es un
género fácil. Al leer Historia de dos
ciudades yo me quedaba maravillado de cómo Dickens, con pocos personajes,
podía mover a tanta gente y trasladar un carro atiborrado de acontecimientos,
de rumores, de falsas alarmas, de gratas sorpresas, de tristes certezas.
Baroja (Acha) remata el libro
juzgando con dureza tanto la monarquía de la que se ha pasado el libro
mofándose ante el marqués y de la república que viene ahora. No cree en la
democracia, al menos en las democracias a la española:
A mí el sistema representativo siempre
me ha parecido una farsa, hecho, al menos, como se hace. Si cada dos o tres mil
personas tuvieran un representante en unas Cortes regionales o comarcanas, eso
podría ser algo; pero cada cincuenta mil personas un diputado, excluyendo
mujeres, niños, militares y curas, eso no es nada.
A más de
un crítico pazguato habría que recordarle estas palabras. Baroja es otra clase
de revolucionario. La revolución es que haya hombres viejos como Acha y mujeres
jóvenes como Margot, que haya médicos como el prestigioso operador, no como el
estudiante valenciano, que desaparezca la brutalidad y la incultura, y el
despotismo de la demagogia, que el hijo de Oriol que cuida el Negre tenga
derecho a un hogar y a una educación, que los campesinos de Baizama sepan
defenderse y que no dejasen salir de la jaula a bestias inmundas como Anido.
Baroja, como Dickens, quería una revolución basada en la piedad y el sentido
común, pero Acha, como Baroja, sabía que eso en España era imposible.
ResponderEliminarEl cabo no una de mis favoritas, aunque reconozco que leo a Baroja a una velocidad de crucero excesiva. ¡Excelente la colección Caro Raggio! Me cuesta leerlo en otra editorial. Ahora estoy con Sylvestre Paradox, en la órbita de los Pickwick Papers y Bouvard et Pecuchet. El capítulo XIV del Sylvestre, la representación piano-canto-zarzuelera en el 75 de la calle del Pez es de lo más divertido que conozco. Que no decaiga. ¡Viva Baroja todo el año!