Una definición de novela clásica que me gusta es la de aquella que nunca necesita de contexto para seguir siendo admirable. Al margen de ciertas aclaraciones léxicas o sintácticas, la historia clásica nos parece igual de buena hoy que cuando se escribió, la disfrutamos con la misma fruición y nos plantea las mismas preguntas. Pero antes y ahora el deus ex machina es una derrota del narrador, y la anagnórisis, por regla general, una claudicación. Ya sea en el Hipólito o en El corazón delator, ya en la Odisea o en El perro del hortelano, ambos recursos tienen algo de apaño inverosímil, de recurso manido. En La gitanilla, la pieza que abre las Novelas ejemplares, todo es estupendo salvo un final obligatorio, igual que todos los finales de todas las comedias del Siglo de Oro, en los que cada oveja terminaba con su pareja y las transversalidades, como diríamos ahora, solo servían para la intriga, nunca para el desenlace. Preciosa nos plantea una buena historia y unos personajes estupendos hasta que la vieja gitana se saca de la manga, o de la faltriquera, un final que para la mentalidad literaria de hoy (al menos para la mía) resulta decepcionante: Preciosa no es una gitana honesta y vivaracha sino una dama de alcurnia, Constancia; no es la muchacha con nobleza que toma decisiones todavía útiles sino la mujer de la nobleza que se casa con quien Dios manda. Aun así, La gitanilla sigue siendo una historia interesante por muchas razones.
Cervantes consigue que el aspirante no parezca un bobo enamorado ni tampoco un galán vivales, sino alguien dispuesto a cambiar de vida por no cambiar de amada. Pero sería inimaginable que en el contexto de la época no se confundieran también las dos clases de nobleza, la de sangre y la de sentimiento. Incluso resulta decepcionante que Andrés no se oponga a su padre, que sigue tratando a las gitanas como mero espectáculo de compañía, o que Cervantes no insista en las inocentes argucias de su galán para dar el pego como ratero, por ejemplo, o que traiga al relato (lo vuelva a traer) al poeta descarriado pero no le dé mayor relevancia dramática.
Entretanto, por la novela va saliendo algún que otro personaje francamente inolvidable, clásico más allá de cualquier contexto, por mucho que los haya. El primero es el gitano viejo, que de inmediato me hace saltar a la memoria al pastor de El Jarama, ese tono grave y mítico, natural y sentencioso, ese senequismo de aldea que funde los ideales de la novela pastoril con los de la libertad al margen de la ley. Su discurso está, sin duda, entre las grandes páginas de Cervantes, a la altura, si no por encima (las musas me perdonen) del Discurso de la Edad de Oro de don Quijote, porque el viejo gitano resulta más gracioso y más complejo, más hondo y popular, más sabio y resabiado. En su discurso, al margen de un sentido del honor en materia conyugal que ahora nos parece bárbaro, pero que a ellos le sirve para vivir libres de «la amarga pestilencia de los celos», el gitano defiende a los suyos como «señores de los campos», que viven de los frutos que la tierra liberal les da, y con un «cuero curtido» que los hace indomables. Su sentido de la nobleza es propio «más de mártires que de confesores», y no tiene empacho en igualar el hurto y el trabajo. Tampoco les «fatiga el temor de perder el honor», vicio de payos, capaces de entregar la vida por cualquier quisicosa, y la misma cara le ponen «al sol que al yelo, a la esterilidad que a la abundancia».
Y tampoco es que necesite de mucho contexto esa idea del matrimonio inviolable hasta la muerte, que hoy sigue vigente y no solo entre ellos, pero el resto, la vida en armonía con la naturaleza, la ausencia de melindres orgullosos y el aceptar las penas y las gracias de la libertad, va más allá de la vida del gitano, y pasando por cualquier filosofía práctica casi va a parar al libro de autoayuda. Lástima que este gitano se quede ahí, en su sermón de patriarca cabal, como en un rincón del escenario, mientras la vieja gitana es la que urde encuentros y desvela parentescos, la que apaña los dineros y arrea a las muchachas como si fueran pavas. Quizá esta gitana sea la parte práctica y desaprensiva del discurso del gitano, a quien Preciosa se enfrenta con otro parlamento memorable que a los lectores del Quijote no los pilla de sorpresa. Preciosa no obedece más ley que la de su propia voluntad, «que es la más fuerte de todas», e insiste en las sensatas condiciones de vivir dos años entre los gitanos. Nada de entregarla, como dice el viejo, porque «condiciones rompen leyes» y porque no quiere ser entregada a nadie «que por su gusto me deseche», puesto que ya el viejo puntualizó que el gitano joven puede cambiar por otra a la gitana envejecida, pero no al revés. Y remata con otra sentencia que vuela de siglo en siglo y todavía sigue siendo el mejor de los consejos, casi la más sensata de las obligaciones: «Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere».
Todas estas gracias literarias y filosóficas, todo este tratado de sociología del sentimiento va a parar a un fin tópico y convencional, a un reencuentro que ya era un zurcido de ocasión en los tiempos de Plauto, y en los de Lope casi una rutina. Pero no recordaremos a la gitanilla por Constanza sino por Preciosa, no por una perla de honestidad cristiana en el fango descansado y nómada sino por el verdadero juego de la libertad que Cervantes nos propone como sabroso aperitivo de sus Novelas ejemplares.
N.B.: Escojo esta foto de la editorial Perea porque me ha hecho gracia que usaran el rostro de la preciosa Sibila de Cumas, de la Capilla Sixtina, para ilustrar esta otra Preciosa, en el fondo igual de sibilina.
Miguel de Cervantes, La gitanilla, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García López, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 27-108.
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