Los esfuerzos de parte de la crítica cervantina no han conseguido que Las dos doncellas merezca más consideración que la de una novelilla de relleno, una historia sentimental al estilo de las de Fernando y Luscinda, llena de inverosimilitudes, armada como una comedia de enredo, pobre en episodios y rica en detalles innecesarios, y con unos personajes puestos como de bulto, si no desdoblados. Uno piensa que la novelilla tiene su gracia, y que entre sus virtudes hay una que la hace sobresalir, el hermoso estilo galante de su escritura, sobre todo de los discursos que pronuncian sus personajes. Lo malo es que las circunstancias de estos agones y confesiones hacen que el conjunto resulte, en ocasiones, un poco manido.
Entre las acusaciones de inverosimilitud, abunda la de que el jinete es una mujer vestida de hombre que, deshonrada por un burlador, lo persigue para cantarle las cuarenta, al mismo tiempo que huye del castigo que seguramente le impondrá su hermano. Cosas del honor. Pero el caso es que en la venta solo hay un cuarto con dos camas, y a pesar de que la dama disfrazada paga por las dos, el ventero acepta el dinero de otro viajero para compartirla, un sabueso que olfatea que su compañero no es un hombre pero por la voz no reconoce que se trata de su hermana… Hay que tener mucha entrega lectora para tragarse semejante inicio, pero he de recordar que Javier Marías, en Mañana en la batalla piensa en mí, hizo algo muy parecido, con un matrimonio que no se reconoce metido dentro de un coche, él haciendo de cabrito y ella de prostituta, creo recordar. Si entonces nadie se rio a mandíbula batiente de semejante escena fue porque se trataba de Marías, así que, siendo Cervantes, mucho menos. Y, por otra parte, una vez que aceptamos eso, la historia puede contarnos lo que sea.
Todo, como siempre, es muy teatral. Las mujeres vestidas de hombre son muy comunes en la comedia del Siglo de Oro, y eso que en España no daban lugar a las complicaciones del teatro inglés, en las que un actor hacía de mujer disfrazada de hombre, que ya es difícil. Aquí, por lo menos, las mujeres eran mujeres y los disfraces eran disfraces, y algunas, como la Riquelme, capaces de ponerse pálidas o coloradas según lo exigiera el papel, eran grandes damas de la escena. Aquí Teodosia es una joven deshonrada por Marco Antonio, que gozó de ella y «apenas hubo tomado de mí la posesión que quiso, cuando de allí a dos días desapareció del pueblo». Rafael, el hermano de Teodosia, algo decepcionado porque semejante compañero de cama sea su hermana, desmiente los temores de la moza y juntos salen a buscar a Marco Antonio, malo, falso, engañador, que acaso se haya ido a Barcelona, tierra de bandoleros, a embarcarse en una galera rumbo a Italia. No aparecen aquí bandoleros, pero sí sus víctimas, entre ellas otro mozo de orejas perforadas que en un principio nos recuerda al bueno de Andresillo pero resulta ser Leocadia, también galanteada por el dichoso Marco Antonio, y de quien, faltaría más, se enamora ipso facto el fauno Rafael, porque…
…esta fuerza tiene la hermosura, que en un punto, en un momento, lleva tras sí el deseo de quien la mira y la conoce, y cuando descubre o promete alguna vía de alcanzarse y gozarse enciende con poderosa vehemencia el alma de quien la contempla, bien así del modo y facilidad con que se enciende la seca y dispuesta pólvora, con cualquiera centella que la toca.
Así que, llegados a Barcelona («flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España…»), Teodosia está celosa de Leocadia porque también la sedujo Marco Antonio, y Rafael de Marco Antonio por lo mesmo, y las dos mujeres, aún en su hábito de hombres, acuden a defender al maromo cuando lo encuentran en una batalla campal entre lugareños y viajeros de las galeras, follón que entonces debía de ser frecuente por aquellos pagos, y que se salda con una pedrada en la mala cabeza de Marco Antonio, al que Leocadia se lleva en un barco, entre raptora y redentora, paciente y enfermera, mientras el otro, y no solo por la pedrada, parece no enterarse de nada.
Tiene lugar entonces el pasaje más hermoso de la novelilla, el agón de Leocadia y Marco Antonio, en el que la una le abre sus sentimientos en canal y el otro se sincera del modo que más conviene a la trama: no puede ser ese final feliz porque Marco Antonio se limitó a juguetear con Leocadia («la cédula que os hice fue más por cumplir con vuestro deseo que con el mío»), y con la otra, con Teodosia, fue más allá y tiene que responder como caballero, se supone que como el mismo caballero que salió pitando a Italia sin preocuparse por lo que dejaba detrás. Pero esto no es una tragedia y Leocadia no comete ninguna barbaridad ni se deja llevar por la cólera ni por la desesperación, más bien acepta la situación de mala gana («sabe el mismo cielo con la vergüenza que vengo a condecender con vuestra voluntad») y se resigna a casarse con el otro, con Rafael, de modo que, si no las del amor, por lo menos cuadren las cuentas del relato.
A Cervantes debió de parecerle corta la historia (y sin embargo no se extendió con los prometedores bandoleros) y añadió una escena de novela de caballerías con los padres de las criaturas, broche brillante más que necesario, curioso más que revelador, interesante por estrambótico, y por lo que nos dice de cómo Cervantes componía, añadiendo colores de una paleta de géneros que iba combinando según las necesidades del relato y su más adecuada extensión.
Miguel de Cervantes, Las dos doncellas, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, 2005, pp. 441-480
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