¿Cómo sería morirse de viejo, tranquilo, en la cama, después de más sesenta años fumando y saliendo a pescar cangrejos en el mar? Quizá sería como soñar un día cualquiera, tomarse el café de todas las mañanas, fumarse los pitillos de siempre, ir a ver a los amigos muertos, saludar a la esposa cuando aún no era la novia, antes de que falleciera muchos años después, sentirse ágil, subir en dos zancadas al granero, pasearse por el puerto y embarcarse una vez más en su pobre barquilla, entre las olas sola, y ver que todo es lo mismo pero también es nuevo, como sin consistencia, como sin gravedad, y la niñez y la juventud se funden con la vejez como cuerpos que se solapan en un cuadro cubista, volúmenes que traspasan otros volúmenes, hierros que flotan, brisas que alejan.
Me sentía un poco en la obligación de leer a Jon Fosse, uno de esos premios Nobel de los que hablan bien los lectores exigentes y circunspectos. Me retenían un poco mis últimas experiencias con escritores noruegos, sendas novelas de Hamsun y Knausgård, no precisamente alegres, sobre todo la de Hamsun (la otra tampoco, pero su tristeza era del tipo de las que hacen gracia, o dan risa), así como el tema de la única novela de Fosse que cayó en mis manos, Mañana y tarde, la muerte de un anciano contada en prosa elegíaca, con mucho ritornello poético, generoso polisíndeton y arbitraria puntuación, todo lo cual suele resultarme pretencioso y gratuito, salvo que lo haga Cormac McCarthy, claro, y a veces también cuando lo leo a él. Pero no es el caso. Las peculiaridades narrativas de Fosse no abusan del ringorrango poético, más bien mecen la prosa como el ir y venir de las olas que mueren en la playa, y van elevándose con los mismos criterios con los que Poe construía sus poemas. De hecho, Mañana y tarde no es un mal ejemplo para ilustrar la Filosofía de la composición, si bien en este caso el cuervo que grita «Nevermore» es el viejo amigo que invita a dar un paseo en barca, y la Annabel Lee que murió en mitad de una nota lírica es la abnegada esposa del pescador.
La novela de Fosse cuenta, como sugiere desde el título, un alba y un ocaso, el nacimiento de Johannes, en los tiempos de Hamsun, y su muerte, ya jubilado, en los tiempos de Knausgård. El autor narra un parto antiguo, parto de cuento tolstoiano, de pescadores pobres y vecinas comadronas, pero casi todo el breve libro se ocupa de su adiós, un buen día que cree que se levanta de la cama… Fosse utiliza, muy a su manera nórdica, el mito de Caronte, el viejo amigo Peter, que lo lleva en su barco al último viaje, por mares estigios hacia la ensenada de los muertos, no sin antes viajar, como Eneas, a un infierno en el que las almas le sonríen, su esposa ya fallecida, o la mujer para la que pescaba los cangrejos más hermosos, y con la que alguna vez intentó tímidamente un acercamiento que no pudo cuajar. En el vestíbulo de la otra vida se juntan escenas de amor y de amistad, ingenuas imágenes de gente humilde, una vida de mucho trabajo y pocos motivos de frustración, muchos hijos que salieron adelante y una paga de jubilación que le permitió vivir bien al matrimonio hasta que ella murió. Fosse podía haber jugado al deplorable juego del todo ha sido un sueño, como en efecto es, pero tiene la delicadeza de usar una blanda ironía trágica e instalar al lector en la perspectiva del muerto ignorante de su propia muerte, el que se asusta de que los aperos de pesca no se hundan o las piedras traspasen el cuerpo de su amigo, y el que se va reconciliando poco a poco con la idea de que esos cigarrillos que disfruta probablemente sean los últimos. Pero aquí Eurídice no se desespera en su intento de volver a la vida, ni Orfeo entona un canto lúgubre. En esta muerte dulce que nos cuenta Fosse queda muy bien retratada esa resignación de quien tampoco se ha planteado muy a fondo nada en toda su vida, quizá porque desde el principio supo que la vida subía y bajaba, como las mareas, y salía y se ocultaba, como el sol, y que el horizonte no era tan grande como parecía, y un buen día al amigo de siempre le haría falta un corte de pelo que ya no tendría lugar. En la muerte los muertos nos sonríen compasivamente, como para ir diciéndonos sin hacernos daño el nuevo territorio frágil que pisamos, donde nada duele y nadie sufre.
Es la hija de Johannes, Signe, la más joven de sus siete hijos, la madre de algunos de sus muchos nietos, la que encuentra el cadáver de su padre, frío y tranquilo. Es ella la que al no ver a Johannes le hace comprender que es un fantasma, y que los fantasmas son iguales que los vivos, solo que incorpóreos y con un sentido plácido de la nostalgia. El médico lo certifica encogiéndose de hombros y marchándose a otro caso más urgente, el de alguien que esté vivo todavía, y con pesadumbre nórdica le dice a la hija que así se escribe la historia. Y así también se lo hace ver su amigo Peter a lo largo del relato, como si en la muerte no se pudiera nombrar la muerte, como si cada muerto tuviera que aprender por sus propios medios el nuevo estado de su alma. Para morir se necesita una cierta reconciliación con la propia vida. El mito del final del túnel o el de la veloz película completa no es más que un resumen amable de lo que verdaderamente somos, y que no es verosímil que tenga más elementos de los que nos plantea Fosse. Sí, la suya es una muerte verosímil, y desde luego nada triste. Johannes lleva más de sesenta años fumando y muere así de tranquilamente, con un pitillo en los labios como aquel que dice. ¿Qué más quiere?
Jon Fosse, Mañana y tarde, trad. Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun, Nórdica, 2023, 102 p.
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