La crítica se ha dividido desde el principio entre quienes piensan que La española inglesa es una versión abreviada de algo muy parecido al Persiles y quienes ven en el Persiles una amplificación de algo muy parecido a La española inglesa. Lo que sí es cierto es que la novela tiene tantos finales como episodios (el regreso a España de Isabela, por ejemplo), que se ven las costuras cuando cambia de tono o de modelo literario (el breve relato de caballerías con el conde Arnesto), y que, en general, la historia entera está como resumida. Bien es cierto que en el Persiles rara vez se permite Cervantes una digresión, ni los personajes lo consienten, y todo se nos cuenta en versión reducida, así como que el modelo general de novela bizantina exigía esa acumulación de episodios sin recreo ni descanso. Pero hay algo en Cervantes, la extraordinaria fluidez, el partir de pocos mimbres e ir encontrando en la novela su propio desarrollo, que no encontramos en esta novela ejemplar ni en la otra bizantina. Al lector le huele a que no es una novela de una sola pieza, esto es, una historia concebida en un solo tramo, de crecimiento orgánico, sino como si quisiera reconducir o deshidratar una historia procelosa que se le desmanda cada vez que la emprende. También en el Persiles vemos que la diferencia entre los libros I y II y los III y IV tiene algo que ver con eso, con un traer a pliego lo que naturalmente avanza por inercia despendolada.
Más interesante me resulta el contraste con Rinconete, donde no pasa nada pero hay una extraordinaria acumulación de recursos léxicos y literarios; aquí, en cambio, pasa de todo, pero la prosa, comparada con la novela anterior, corre como la seda. La española inglesa es un telar en el que hay hilos para toda clase de novela, desde los parecidos bizantinos con el Persiles (los resúmenes de lo publicado —p. 258—) a las anagnórisis de comedia de enredo (Isabela y sus padres —p. 257—); de los plazos de prueba (los dos años que la reina Isabel da a Recaredo para que se gane la mano de Isabela, un lugar común sobre el que en el Siglo de Oro se vuelve a menudo, Tirso en Los amantes, sin ir más lejos) a la falsa muerte de Recaredo (p. 255), un detalle que el realista Cervantes se da cuenta desde el principio de que no va a colar. La crítica incide, aparte de todo eso, en el envenenamiento de Isabela por parte de la despechada madre del conde Arnesto, que la convierte de guapa en fea, lo que sirve al narrador para que Recaredo se mantenga en su amor más allá del atractivo, que al final, por supuesto, se deshace, porque acabar de fea estaba más allá de todo experimento.
Pero no solo son ensayos bizantinos. Recaredo es un personaje realista en circunstancias de fantasía. Una vez que se lleva a Isabela a Inglaterra y la deja viviendo con sus padres («católicos secretos») y la reina lo manda «a la vela» como prueba de amor y patriotismo, había «dos pensamientos que le tenían fuera de sí»:
Era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro que no podía hacer ninguna si había de responder a su católico intento, que le impedía no desenvainar la espada contra católicos; y si no la desenvainaba, había de ser notado de cristiano o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretensión.
Complicado personaje le había salido a Cervantes, y más aún lo complica cuando lo mete en una sorprendente novela de caballerías en la que tiene que enfrentarse al conde Arnesto, y le sale entonces un párrafo que a los lectores del Quijote les hace sonreír:
—En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso, no solo que no merezco a Isabela, sio que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo; así que confesando yo lo que vos decís, otra vez digo que no me toca vuestro desafía; pero yo le acepto, por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.
Estos polítptotos, estas razones intrincadas… La irrupción de las novelas de caballerías en un peronaje de creciente realismo como Recaredo aguarda todavía más sorpresas, porque acaso la única digresión de toda la novela, el único momento en que no dejan de pasar cosas, es un largo párrafo lleno de cédulas, intereses, letras de aviso, contraseñas, formas de pago y rutas comerciales, y todo para decir que han de llevar a los padres de Isabela de vuelta a España, algo que, en el tono general de la novela, se podría haber dicho en media docena de líneas. ¿Qué quería ensayar Cervantes con estos fuertes contrastes estilísticos, del idealismo caballeresco a la erudición contable, de la fabulación bizantina a las cuitas de religiosidad contemporánea? Venimos de una novela, Rinconete y Cortadillo, de rigurosa coherencia estilística y temática, tanto que La española inglesa desconcierta por su condición caleidoscópica, hasta el punto de ser la que más denuedos eruditos concita para fijar su fecha de composición, si no su composición misma. ¿No andaría ya Cervantes pensando en hasta qué punto se podría mezclar la más fantástica fabulación con el realismo más cercano? O bien, ¿no será La española inglesa un producto más del filón que había encontrado al proseguir con la genial idea del Quijote? En ese sentido, tendrían razón quienes piensan que la primera parte del Persiles es una novela interrumpida que se reanuda con la llegada de los peregrinos a Portugal y otro tono que la familiariza mucho más con el Quijote. Es posible que entre medias Cervantes descubriera la maravillosa coherencia de mezclar elementos tan dispares; o quizá, más sencillamente, que después de Rinconete, si es que las escribió en el orden en que las publicó, se permitiera el lujo de no someterse a tanto rigor léxico y fabular tan desatadamente como le viniera en gana.
Miguel de Cervantes, La española inglesa, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, 2005, pp. 217-263
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