Entre las historias inolvidables que uno escuchó de pequeño está la de aquella mujer humilde que fue forzada por un mozo y quedó embarazada. El mozo estaba ya comprometido, así que no se le ocurrió otra cosa que traer de un pueblo a un pobre hombre, analfabeto y de pocas luces, para que se casase con ella. La mujer, indignada, prefirió mil veces el escarnio público de ser madre soltera que aquella miserable caridad. El mozo se encogió de hombros y no quiso saber nada de ella, y salvo quienes conocían y querían bien a la mujer, nadie hizo demasiado esfuerzo en reprochárselo al andoba.
La fuerza de la sangre, por otra parte, se presta a la disquisición. La cantidad de interpretaciones es inversamente proporcional a la extensión de la novela, una de las más breves de la colección, si no la más. Los eruditos se ceban, sobre todo, en los paralelismos evidentes: Leocadia es violada en la misma cama en la que es atendido su hijo natural y ella recupera el honor; el crucifijo que preside la violación es el mismo que santifica la expiación; Leocadia se desmaya al principio y al final, y al principio y al final se nos presentan escenas nocturnas a la luz de la luna… El mismo título hace las delicias de los estudiosos criados en el elogio de la ambigüedad. La fuerza que tiene la sangre se refiere a la que derrama Leocadia en tanto que mujer violada, pero también la que derrama el niño Luisico cuando un violento y viril caballazo lo atropella (y casualmente lo recoge su abuelo paterno, que lo reconoce). Pero es esa sangre verdadera, la del hijo de un señorito perdis, la que pondrá las cosas en su sitio e igualará las honras y las rentas, y la sangre del niño atropellado la que ayudará, muy cristianamente, a redimir la honra de la madre, porque, como ya le advirtió a Leocadia su padre y abuelo también del niño, «más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta». Se ha discutido hasta el extremo sobre la inverosimilitud de lo narrado (que el abuelo verdadero, sin saberlo, recoja al niño herido por la calle, que la misma cama sea escenario del pecado y del perdón…), pero también el hecho de que se trata de un milagro y de que por encima de la venganza esperable se asoma el sorprendente perdón cristiano. La historia se ha considerado procedente de una leyenda y de un artificio de relojería, realista y alegórica, genial y fallida, y no parece, por lo que se lee en la documentadísima edición en que la leo, que la cosa se haya detenido ahí.
Todo este aluvión interpretativo se vale de la costumbre moderna, muy cinematográfica, de duplicar los elementos narrativos, esa obsesión por cohesionar el relato y que, como dijo el otro, el sombrero de la primera escena sea el mismo que el de la última. Pero uno tiende a pensar que Cervantes no era tan meticuloso. En ocasiones, lo que nos parece irónico es simplemente borroso, casual incluso, y en este caso el nudo narrativo (el que el niño nacido de la violación caiga herido en plena calle y su abuelo lo recoja) no pasa de ser un recurso para unir las dos historias y las dos familias, para que Leocadia deje de tener un primo y empiece a tener un hijo y para que al chuleta de Rodolfo su madre, doña Estefanía, le cante las cuarenta y el mozo acabe sentando la cabeza. Es más fácil pensar que Cervantes usó la sangre para encolar el argumento que para darnos una lección mística de redenciones espirituales. Los genios no son tan tiquismiquis.
En lo que nadie, que yo sepa, se ha parado a pensar es si este Luisico y su abuelo no pudieron inspirar al muy cervantino Galdós en su creación del Luisico de Miau, ese niño místico que parece tocado de una gracia sobrenatural, cuyo padre escurre el bulto y cuya madre no está en sus trece. Claro que, en Galdós, Víctor tiene más justificaciones que Rodolfo y Abelarda está más loca que Leocadia. Pero los abuelos son igual de cervantinos.
Miguel de Cervantes, La fuerza de la sangre, en Novelas ejemplares, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 303-323
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